– ¿Está seguro de eso, señor Haller?
– Absolutamente. El señor Vincent era un buen abogado y mantenía el expediente con esmero. Comprendo la estrategia que elaboró y estaremos listos el jueves. El caso tiene mi plena atención, y la de mi equipo.
El juez se recostó en la silla de respaldo alto y osciló de un lado a otro mientras pensaba. Finalmente miró a Elliot.
– Señor Elliot, resulta que tendrá que hablar después de todo. Me gustaría oír directamente de usted que está plenamente de acuerdo con su nuevo abogado aquí presente y que comprende el riesgo que corre al ponerse en manos de un nuevo abogado tan cerca del inicio del juicio. Es su libertad lo que está en juego aquí, señor. Escuchemos lo que tiene que decir al respecto.
Elliot se inclinó hacia delante y habló en un tono desafiante.
– Señoría, primero de todo, estoy completamente de acuerdo. Quiero llevar esto a juicio para poder dejar en evidencia al fiscal del distrito aquí presente. Soy un hombre inocente perseguido y acusado por algo que no hice. No quiero pasar ni un solo día más siendo el acusado, señor. Amaba a mi mujer y siempre la echaré de menos. Yo no la maté y me rompe el corazón oír a la gente vilipendiándome en la tele. Lo que más me duele es saber que el verdadero asesino está suelto. Cuanto antes el señor Haller demuestre al mundo mi inocencia, mejor.
Era el abecé de O.J. Simpson, pero el juez estudió a Elliot y asintió pensativamente ante de centrar su atención en el fiscal.
– ¿Señor Golantz? ¿Qué opina la fiscalía?
El ayudante del fiscal del distrito se aclaró la garganta. La palabra para describirlo era telegénico: era atractivo y moreno y sus ojos parecían llevar la ira de la justicia en ellos.
– Señoría, la fiscalía está preparada para el juicio y no tiene objeción en proceder según lo previsto. Pero pediría que, si el señor Elliot está tan seguro de ejecutar sin aplazamiento, renuncie formalmente a cualquier apelación sobre este asunto si las cosas no salen como él predice en el juicio.
El juez giró en su silla de manera que volvió a poner el foco en mí.
– ¿Qué dice de eso, señor Haller?
– Señoría, no creo que sea necesario que mi cliente renuncie a las protecciones que pudieran correspon…
– No me importa -dijo Elliot, cortándome-. Renuncio a lo que les venga en gana. Quiero ir a juicio.
Lo miré con severidad. Él me miró y se encogió de hombros.
– Vamos a ganar esto -explicó.
– ¿Quiere tomarse un momento en el pasillo, señor Haller? -preguntó el juez.
– Gracias, señoría.
Me levanté e hice una señal a Elliot para que se levantara.
– Acompáñeme.
Salimos al corto pasillo que daba a la sala del tribunal. Cerré la puerta detrás de nosotros. Elliot habló antes de que yo pudiera hacerlo, subrayando el problema.
– Mire, quiero que esto termine y…
– ¡Calle! -dije en un susurro forzado.
– ¿Qué?
– Escúcheme. Cierre el pico. ¿Lo entiende? Estoy seguro de que está acostumbrado a hablar cuando quiere y a tener a todos escuchando cada brillante palabra que dice. Pero ya no está en Hollywood, Walter. No está hablando de películas de fantasía con el magnate de la semana. ¿Entiende lo que le estoy diciendo? Esto es la vida real. No hable a no ser que se dirijan a usted. Si tiene algo que decir, entonces me lo susurra al oído y si yo creo que merece la pena repetirlo, entonces yo, no usted, se lo diré al juez. ¿Lo ha comprendido? 180 Elliot tardó en responder. Su expresión se oscureció y comprendí que podría estar a punto de perder al cliente filón. Pero en ese momento no me importaba. Lo que acababa de decir había que decirlo. Era un discurso de bienvenida a mi mundo que le debía desde hacía mucho.
– Sí -dijo finalmente-. Lo comprendo.
– Bien, entonces recuérdelo. Ahora, volvamos ahí dentro y veamos si podemos evitar renunciar a su derecho a apelar si resulta que lo condenan porque yo la cago por no estar preparado para el juicio.
– Eso no ocurrirá. Tengo fe en usted.
– Se lo agradezco, Walter. Pero la verdad es que no tiene fundamento para esa fe. Y tanto si la tiene como si no, eso no significa que tengamos que renunciar a nada. Ahora volvamos y deje que hable yo. Por eso me llevo la pasta, ¿no?
Le di un golpecito en el hombro. Entramos y volvimos a sentarnos. Y Walter no volvió a decir ni una palabra. Yo argumenté que él no debería renunciar a su derecho a apelar sólo porque deseara un juicio rápido al que tenía derecho. Sin embargo, el juez Stanton respaldó a Golantz, argumentando que si Elliot declinaba la oferta de aplazar el juicio, no podía quejarse después de una sentencia de que su abogado no había tenido suficiente tiempo para prepararse. Enfrentado al dictamen, Elliot siguió en sus trece y declinó el aplazamiento, como sabía que haría. Eso no me importaba. Bajo las normas del derecho bizantino, casi nada estaba a salvo de la apelación. Sabía que si era necesario, Elliot aún podría apelar al dictamen que acababa de hacer el juez.
Pasamos a lo que el juez llamaba orden de casa. La primera cuestión era que ambas partes aceptáramos una solicitud de Cortes TV para que se le permitiera emitir segmentos del juicio en directo en su programación diaria. Ni Golantz ni yo pusimos reparos. Al fin y al cabo era propaganda gratuita, en mi caso para conseguir nuevos clientes y en el de Golantz para sus futuras aspiraciones políticas. Y en lo que a Elliot respectaba, me susurró que quería que las cámaras estuvieran allí para grabar su veredicto de inocencia.
A continuación, el juez delineó el calendario para entregar las listas definitivas de revelación de pruebas y testigos. Nos dio hasta el lunes para los materiales de revelación y las listas de testigos tenían que entregarse un día más tarde.
– Sin excepciones, caballeros -dijo-. No me gustan nada las adiciones por sorpresa después de la fecha tope.
Esto no iba a ser un problema desde el lado del pasillo que correspondía a la defensa. Vincent ya había interpuesto dos mociones previas de revelación de pruebas y había poco nuevo desde entonces para que yo lo compartiera con el fiscal. Cisco Wojciechowski estaba haciendo un buen trabajo manteniéndome al margen de lo que estaba descubriendo sobre Rilz. Y lo que no sabía no podía ponerlo en el archivo de revelación.
Por lo que respectaba a los testigos, mi plan era tomar el pelo a Golantz al estilo habitual. Presentaría una lista de testigos potenciales, nombrando a todos los agentes de la ley y técnicos de criminalística mencionados en los informes del sheriff. Eso era procedimiento operativo estándar. Golantz tendría que preocuparse de saber a quién iba a llamar realmente a declarar y quién era importante para el caso de la defensa.
– Muy bien, señores, probablemente tenga una sala llena de abogados esperándome -dijo finalmente Stanton-. ¿Ha quedado todo claro?
Golantz y yo asentimos con la cabeza. No pude evitar preguntarme si el juez o el fiscal eran los receptores del soborno. ¿ Estaba sentado con el hombre que inclinaría el caso a favor de mi cliente? Si era así, no había hecho nada para delatarse. Terminé la reunión pensando que Bosch estaba equivocado. No había soborno. Había un barco de cien mil dólares en algún puerto de San Diego o Cabo con el nombre de Jerry Vincent en él.
– Muy bien, pues -concluyó el juez-. Pondremos esto en marcha la semana que viene. Podemos hablar de reglas fundamentales el jueves por la mañana, pero quiero dejar claro ahora mismo que voy a gobernar este juicio como una máquina bien engrasada. Sin sorpresas, sin chanchullos y sin gracias. ¿Está claro otra vez?
Golantz y yo accedimos una vez más en que estaba claro, pero el juez se balanceó en su silla y me miró directamente a mí. Entrecerró los ojos con sospecha.
– Les tomo la palabra en eso -dijo.
Parecía ser un mensaje pretendido sólo para mí, un mensaje que no aparecería en el registro de la estenógrafa.