¿Por qué era siempre el abogado defensor quien recibía la miradita del juez?
25
Llegué al despacho de Joanne Giorgetti poco antes del receso de mediodía. Sabía que llegar allí un minuto después de las doce sería demasiado tarde. Las oficinas de la fiscalía literalmente se vaciaban durante la hora del almuerzo: los habitantes buscaban la luz solar, el aire fresco y el sustento fuera del edificio del tribunal penal. Le dije a la recepcionista que tenía una cita con Giorgetti y ella hizo una llamada. A continuación desactivó el cierre electrónico de la puerta y me dijo que pasara.
Giorgetti tenía una oficina pequeña y sin ventanas en la cual la mayor parte de la superficie del suelo estaba ocupada por archivadores de cartón. Lo mismo ocurría en todos los despachos de fiscales en los que había estado, grandes o pequeños. Ella estaba sentada tras su escritorio, pero quedaba oculta por un muro de carpetas. Estiré cuidadosamente el brazo sobre ese muro para tenderle la mano.
– ¿Cómo te va, Joanne?
– No va mal, Mickey. ¿Y a ti?
– Estoy bien.
– He oído que te han caído un montón de casos.
– Sí, bastantes.
La conversación era forzada. Yo sabía que ella y Maggie eran muy amigas, y no había forma de enterarme de si mi mujer le había confiado mis dificultades en el pasado año.
– Bueno, ¿has venido por Wyms?
– Exacto. Esta mañana ni siquiera sabía que tuviera el caso.
Ella me pasó una carpeta de un par de centímetros de grosor que contenía documentos.
– ¿Qué crees que le pasó al expediente de Jerry? -preguntó.
– Creo que tal vez se lo llevó el asesino.
Giorgetti torció el gesto.
– Es raro. ¿Por qué iba a llevarse este archivo el asesino?
– Probablemente sin querer. El expediente estaba en el maletín de Jerry, junto con su portátil, y el asesino simplemente se lo llevó todo.
– Hum.
– Bueno, ¿hay algo inusual en este caso? ¿Algo que pudiera convertir a Jerry en un objetivo?
– No creo. Es el caso del loco armado de cada día.
Asentí con la cabeza.
– ¿Has oído algo de que el jurado de acusación federal está examinando los tribunales del estado?
Ella juntó las cejas.
– ¿Por qué iban a fijarse en este caso?
– No estoy diciendo eso. He estado en fuera de juego un tiempo y me preguntaba si habías oído algo.
Ella se encogió de hombros.
– Sólo los rumores habituales en el circuito del cotilleo. Parece que siempre hay una investigación de algo.
– Sí.
No dije nada más, esperando que me pusiera al día del rumor. Pero no lo hizo y era mi momento de seguir adelante.
– ¿La comparecencia de hoy es para fijar una fecha al juicio?-pregunté.
– Sí, pero supongo que querrás un aplazamiento para ponerte al día.
– Bueno, deja que eche un vistazo al expediente mientras como y ya te diré si ése es el plan.
– Vale, Mickey, pero sólo para que lo sepas, no me opondré a un aplazamiento teniendo en cuenta lo que ocurrió con Jerry.
– Gracias, CoJo.
Ella sonrió al ver que usaba el nombre por el que la conocían sus jóvenes jugadoras de baloncesto en la YMCA.
– ¿Has visto a Maggie últimamente? -preguntó.
– La vi anoche cuando recogí a Hayley. Parece que le va bien. ¿Tú la has visto?
– Sólo en el entrenamiento de baloncesto, pero normalmente se sienta allí con la nariz metida en un expediente. Antes íbamos con las niñas al Hamburger Hamlet, pero Maggie ha estado demasiado ocupada.
Asentí. Maggie y ella habían sido colegas desde el primer día y habían ascendido juntas en el escalafón de la fiscalía. Eran competidoras, pero no competitivas la una con la otra. Pero el tiempo pasa y las distancias desgastan cualquier relación.
– Bueno, me lo llevaré y lo estudiaré -dije-. La vista con Friedman es a las dos, ¿no?
– Sí, a las dos. Te veo entonces.
– Gracias por hacer esto, Joanne.
– No hay de qué.
Salí de la oficina del fiscal y esperé diez minutos para entrar en un ascensor con el grupo del almuerzo. Fui el último en entrar y bajé con la cara a cinco centímetros de la puerta. Odiaba los ascensores más que cualquier otra cosa del edificio.
– Eh, Hallen.
Era una voz a mi espalda. No la reconocí, pero estaba demasiado lleno para que pudiera volverme a ver quién era.
– ¿Qué?
– He oído que te han tocado todos los casos de Vincent.
No iba a discutir mis negocios en un ascensor repleto. No respondí. Finalmente llegué abajo y las puertas se abrieron. Salí y miré a la persona que me había hablado.
Era Dan Daly, otro abogado defensor que formaba parte del círculo de letrados que acudían ocasionalmente a los partidos de los Dodgers y a tomar martinis en el Four Green Fields. Yo me había perdido la última temporada de béisbol y copas.
– ¿Qué tal, Dan?
Nos dimos la mano, una señal del tiempo que hacía que no nos veíamos.
– Bueno, ¿a quién has untado?
Lo dijo con una sonrisa, pero me di cuenta de que había algo detrás de la insinuación. Quizás una dosis de celos por el hecho de que me hubiera tocado el caso Elliot. Todos los abogados de la ciudad sabían que era un caso filón; podía dar buenos dólares durante años: primero el juicio y luego las apelaciones que vendrían después de una condena.
– A nadie -dije-. Jerry me puso en su testamento.
Empezamos a caminar hacia las puertas de salida. La cola de caballo de Daly era más larga y gris, pero lo más notorio era que estaba intrincadamente trenzada. No la había visto así antes.
– Entonces eres un tipo afortunado -dijo Daly-. Avísame si necesitas un segundo con Elliot.
– Sólo quiere un abogado en la mesa. Dice que nada de dream team.
– Bueno, pues tenme en cuenta como escritor en relación con el resto.
Se estaba refiriendo a su disponibilidad para redactar apelaciones en cualquier condena en la que pudiera incurrir mi nuevo conjunto de clientes. Daly se había forjado una reputación sólida como experto en apelaciones con un buen promedio de éxito.
– Lo haré -aseguré-. Todavía estoy revisándolo todo.
– Bien.
Franqueamos las puertas y vi el Lincoln esperando junto a la acera. Daly iba en la otra dirección. Le dije que estaríamos en contacto.
– Te echamos de menos en el bar -dijo por encima del hombro.
– Me pasaré -le dije.
Pero sabía que no iba a pasarme y que debía mantenerme alejado de esa clase de sitios.
Me metí en la parte de atrás del Lincoln -les digo a mis chóferes que nunca salgan a abrirme la puerta- y le pedí a Patrick que me llevara al Chínese Friends de Broadway. Le dije que me dejara y que fuera a comer por su cuenta. Necesitaba sentarme y leer y no quería ninguna conversación.
Me metí en el restaurante entre la primera y la segunda oleada de clientes y no tuve que esperar más de cinco minutos por una mesa. Deseoso de ponerme a trabajar de inmediato, pedí enseguida un plato de costillas de cerdo fritas. Sabía que eran perfectas: delgadas como el papel y deliciosas, y podía comerlas con los dedos sin apartar la mirada de los documentos del caso Wyms.
Abrí el expediente que me había dado Joanne Giorgetti.
Contenía sólo copias de lo que el fiscal había entregado a Jerry Vincent según las reglas de revelación: sobre todo documentos del sheriff relacionados con el incidente, arresto e investigación posterior. Cualquier nota, estrategia o documentos de defensa que pudiera haber generado Vincent se habían perdido junto con el expediente original.
El punto de partida natural era el informe de detención, que incluía el resumen inicial y más básico de lo que había ocurrido. Como sucede con frecuencia, empezaba con llamadas del número de la policía, el 911, al centro de comunicaciones y operativo del condado. Se recibieron múltiples avisos de tiroteo de un barrio situado junto a un parque en Calabasas. Las llamadas recaían en la jurisdicción del sheriff, porque Calabasas era una zona no incorporada al norte de Malibú y cercana a los límites occidentales del condado.