– Bueno, ¿te sorprendió?
– Claro. Fue bastante extraño que se presentara. Lo conocía desde que era fiscal.
– Sí, ¿qué ocurrió?
– Un día, hace unos meses, me enteré de una moción de competencia sobre Wyms, y el nombre de Jerry estaba allí. Lo llamé y le dije: «Qué demonios, ni siquiera me llamas para decirme que te quedabas el caso». Sólo respondió que quería conseguir un poco de pro bono y que le pidió un caso al turno de oficio. Pero conozco a Ángel Romero, el defensor público que tenía el caso originalmente. Hace un par de meses me lo encontré en una de las plantas y me preguntó qué estaba pasando con Wyms, y durante la conversación me dijo que Jerry no sólo había venido a pedir una derivación de defensa pública. Acudió primero a Wyms en la prisión central, le hizo firmar y luego vino y le pidió a Ángel que entregara el expediente.
– ¿Por qué crees que aceptó el caso?
He aprendido a lo largo de los años que en ocasiones si haces la misma pregunta más de una vez puedes obtener respuestas diferentes.
– No lo sé. Se lo pregunté específicamente a él y la verdad es que no respondió. Cambió de tema y todo fue muy extraño. Recuerdo que pensé que había algo más, como si quizá tuviera una relación con Wyms. Pero después, cuando lo envió a Camarillo, me di cuenta de que no le estaba haciendo ningún favor al tipo.
– ¿Qué quieres decir?
– Mira, sólo has pasado un par de horas con el caso y ya sabes en qué va a terminar. Esto es un acuerdo; tiempo en prisión, terapia y supervisión. Ya era así antes de que lo enviara a Camarillo. Así que el tiempo que Wyms ha pasado allí no era necesario. Jerry sólo prolongó lo inevitable.
Asentí con la cabeza. Giorgetti tenía razón. Enviar a un cliente a la sala psiquiátrica de Camarillo no era hacerle ningún favor. El caso misterioso se estaba poniendo más misterioso todavía, pero mi cliente no estaba en condiciones de contarme por qué. Su abogado -Vincent- lo había mantenido drogado y encerrado tres meses.
– Vale, Joanne. Gracias. Vamos a…
Me interrumpió el alguacil llamando a sesión y levanté la mirada para ver al juez Friedman ocupando el estrado.
27
La de Ángel Romero era una de esas historias de interés humano de las que lees en el periódico de cuando en cuando. La historia del miembro de una banda que creció en las duras calles del este de Los Ángeles pero se abrió camino para conseguir una educación. Estudió en la facultad de derecho y luego quiso devolver algo a la comunidad. La forma de devolver de Ángel era ir al turno de oficio y representar a los desfavorecidos de la sociedad. Llevaba mucho tiempo y había visto a muchos jóvenes abogados -yo incluido- pasar por allí y seguir su camino hacia el ejercicio privado y los supuestos dólares abundantes que conllevaba.
Después de la vista de Wyms -en la cual el juez aprobó la moción de un aplazamiento para darnos a Giorgetti y a mí tiempo para llegar a un convenio declaratorio-, fui a la oficina del defensor público en la décima planta y pregunté por Romero. Sabía que era un abogado trabajador, no un supervisor, y que era más probable que estuviera en una sala de tribunal que en cualquier otro lugar del edificio. La recepcionista escribió algo en su ordenador y miró a la pantalla.
– Departamento 124 -dijo.
– Gracias.
El Departamento 124 era la sala de la juez Champagne en la decimotercera planta, la misma de la que acababa de bajar. Pero así era la vida en el edificio del tribunal penal, parecía dar vueltas en círculos. Volví a subir en el ascensor y recorrí el pasillo hasta el 124, apagando el teléfono al acercarme a las puertas dobles. La sala estaba en sesión y Romero se hallaba ante el juez, argumentando un pedimento para reducir la fianza. Yo me colé en la fila posterior de la galería del público y deseé una sentencia rápida para poder hablar con Romero sin tener que esperar demasiado.
Mis oídos se aguzaron cuando oí a Romero mencionar a su cliente por el nombre llamándolo señor Scales. Me deslicé hacia un costado del banco para tener una mejor visión del acusado sentado junto a Romero. Era un tipo blanco vestido con un mono carcelario naranja. Al ver su perfil supe que era Sam Scales, un convicto y antiguo cliente. Lo último que recordaba de Scales era que había ido a prisión en cumplimiento de una resolución que obtuve para él. Eso fue tres años antes. Obviamente había salido y había vuelto a meterse en líos, sólo que esta vez no me había llamado.
Después de que Romero concluyera con su argumento de fianza, el fiscal se levantó y se opuso vigorosamente, subrayando en su argumento las nuevas acusaciones contra Scales. Cuando yo lo había representado había sido acusado de un fraude con tarjetas de crédito en el cual estafó a personas que donaban a una organización de ayuda humanitaria contra el tsunami. Esta vez era peor. De nuevo había sido acusado de fraude, pero en este caso las víctimas eran viudas de soldados muertos en Irak. Negué con la cabeza y casi sonreí. Me alegré de que Sam no me hubiera llamado. El abogado de oficio podía quedárselo.
La juez Champagne falló rápidamente después de que terminara el fiscal. Calificó a Scales de depredador y amenaza para la sociedad y mantuvo la fianza en un millón de dólares. Señaló que si se lo hubieran pedido, probablemente la habría aumentado. Fue entonces cuando recordé que había sido la juez Champagne quien había condenado a Scales en el anterior fraude. No había nada peor para un acusado que volver y enfrentarse con el mismo juez por otro delito. Era casi como si los jueces se tomaran los fracasos del sistema judicial de un modo personal.
Me arrellané en mi asiento y me escudé en otro observador de la galería para que Scales no pudiera verme cuando el agente lo hizo levantar, lo esposó y volvió a llevárselo al calabozo. Después de que se hubiera ido, me enderecé y logré captar la atención de Romero. Le hice una señal para que saliera al pasillo y él me mostró cinco dedos. Cinco minutos. Todavía tenía trabajo del que ocuparse en la sala.
Salí al pasillo a esperarlo y volví a encender el móvil. No había mensajes. Estaba llamando a Lorna para ver si había novedades cuando oí la voz de Romero detrás de mí. Llegaba cuatro minutos pronto.
– «Coge al asesino y empapélalo; si su abogado es Haller, suéltalo.» Hola, amigo.
Estaba sonriendo. Cerré el teléfono y chocamos los puños. No había oído esa cancioncita personalizada desde que estaba en el turno de oficio. Romero se la había inventado después de que yo lograra el veredicto de inocente en el caso de Barnett Woodson en el año noventa y dos.
– ¿Qué pasa? -preguntó Romero.
– Te diré lo que pasa. Estás engullendo a mis clientes, tío. Sam Scales era mío.
Lo dije con una sonrisa conocedora y Romero me devolvió la sonrisa.
– ¿Lo quieres? Puedes quedártelo. Este es un blanco muy sucio. En cuanto los medios se enteren de este caso, van a lincharlo por lo que ha hecho.
– Quedarse el dinero de las viudas de guerra, ¿eh?
– Robar pensiones de fallecimiento del gobierno. Te lo digo, he representado a un montón de cabrones que han hecho mil perrerías, pero pongo a Scales a la altura de los violadores de bebés, tío. No soporto a ese tipo.
– Sí, ¿qué estás haciendo con un blanco en cualquier caso? Trabajas crímenes de bandas.
El rostro de Romero se puso serio y negó con la cabeza.
– Ya no, tío. Pensaban que me estaba acercando demasiado a los clientes, así que me sacaron. Después de diecinueve años estoy fuera de las bandas.
– Siento oírlo, tío.
Romero había crecido en Boyle Heights, en un barrio gobernado por una banda llamada Quatro Flats. Tenía tatuajes que lo demostraban, si alguna vez podías verle los brazos. No importaba el calor que hiciera, siempre llevaba camisas de manga larga cuando estaba trabajando. Y cuando representaba a un pandillero acusado de un crimen hacía algo más que defenderlo ante el tribunaclass="underline" trabajaba para salvar al hombre de los tentáculos de las bandas. Apartarlo de los casos de bandas era un acto de estupidez que sólo podía ocurrir en una burocracia como el sistema judicial.