– Entendido. ¿Y qué hay de Muñiz? ¿También lo quieres cerca?
Julio Muñiz era un videógrafo freelance que vivía en Topanga Canyon. Por la proximidad de su casa había sido el primer miembro de los medios en responder a la escena del crimen de Malibú después de oír la llamada a los investigadores de homicidios en la radio del sheriff. Había grabado un vídeo de Walter Elliot con los agentes del sheriff fuera de la casa de la playa.
Era un testigo valioso, porque su cinta de vídeo y sus propios recuerdos podían usarse para confirmar o contradecir el testimonio ofrecido por los agentes e investigadores del sheriff.
– No lo sé -contesté-. Puede tardarse entre una hora y tres horas en llegar de Topanga al centro. No me arriesgaría. Cisco, ¿está dispuesto a quedarse en un hotel?
– Sí, siempre y cuando se lo paguemos y él pueda contar con servicio de habitaciones.
– Vale, entonces tráelo. Además, ¿dónde está el vídeo? Sólo hay notas de él en el archivo. No quiero ver el vídeo por primera vez en el tribunal.
Cisco pareció desconcertado.
– No lo sé, pero si no está por aquí, puedo pedir a Muñiz que haga una copia.
– Bueno, no lo he visto, así que hazme una copia. ¿Qué más?
– Un par de cosas más. Primero estuve con mi fuente sobre el asunto Vincent y no sabía nada de un sospechoso o de esta foto que Bosch te mostró esta mañana.
– ¿Nada?
– Nada.
– ¿Qué opinas? ¿Crees que Bosch sabe que tu hombre es la fuente y le está dejando fuera?
– No lo sé. Pero todo lo que le estaba diciendo de esta foto era nuevo para él.
Tardé un momento en considerar lo que significaba.
– ¿ Bosch volvió a enseñar la foto a Wren?
– No -dijo Lorna-. Estuve con ella toda la mañana. Bosch no ha venido ni por la mañana ni después de comer.
No sabía lo que significaba, pero no podía quedarme empantanado con eso. Tenía que ponerme con los expedientes.
– ¿Qué era lo segundo? -le pregunté a Cisco.
– ¿Qué?
– Has dicho que tenías un par de cosas más que contarme. ¿Qué era lo segundo?
– Ah, sí. Llamé al liquidador de Vincent y tenías razón. Todavía tiene una de las tablas largas de Patrick.
– ¿Cuánto quiere por ella?
– Nada.
Miré a Cisco y alcé las cejas, preguntándome dónde estaba la trampa.
– Digamos que le gustaría hacerte ese favor. Ha perdido un buen cliente con Vincent. Creo que espera que lo uses para futuras liquidaciones. Y yo no le he disuadido de la idea ni le he dicho que normalmente no cambias propiedades por servicios a tus clientes.
Comprendí. La tabla de surf no vendría con ningún compromiso real.
– Gracias, Cisco. ¿Te la has traído?
– No, no la tenía en la oficina. Pero hizo una llamada y supuestamente alguien tenía que llevársela esta tarde. Puedo volver y recogerla si quieres.
– No, sólo dame la dirección y le diré a Patrick que la recoja. ¿Qué pasó con Bruce Carlin? ¿No has hablado con él hoy? Quizá tenga la cinta de Muñiz.
Estaba ansioso por tener noticias de Bruce Carlin a varios niveles. Lo más importante, quería saber si trabajaba para Vincent en el caso Eli Wyms. Si era así, tal vez podría llevarme a la bala mágica.
Pero Cisco no respondió a mi pregunta. Lorna se volvió y ambos se miraron como preguntándose quién debería darme la mala noticia.
– ¿Qué pasa? -pregunté.
Lorna se volvió hacia mí.
– Carlin nos está jodiendo -dijo.
Tenía la mandíbula apretada. Y sabía que ella se reservaba esa clase de lenguaje para ocasiones especiales. Algo había ido mal en la entrevista con Carlin, y Lorna estaba particularmente cabreada.
– ¿Cómo es?
– Bueno, no se presentó a las dos como había dicho. Lo que hizo fue llamar a las dos, justo después de que Wren llamara para despedirse, y nos dio los nuevos parámetros de sus condiciones.
Negué con la cabeza, enfadado.
– ¿Sus condiciones? ¿Cuánto quiere?
– Bueno, supongo que se dio cuenta de que a doscientos dólares la hora no iba a ganar mucho, porque probablemente iba a facturarnos sólo dos o tres horas máximo. Es todo lo que necesitaría Cisco con él. Así que llamó y dijo que quería una tarifa plana o que nos buscáramos la vida.
– Como he dicho, ¿cuánto?
– Diez mil dólares.
– Me estás tomando el pelo.
– Eso es exactamente lo que le dije.
Miré a Cisco.
– Eso es extorsión. ¿No hay ninguna agencia estatal que nos regule? ¿No podemos joderle con algo?
Cisco negó con la cabeza.
– Hay toda clase de agencias regulatorias, pero es una zona gris.
– Sí, ya sé que es gris. El es gris. Lo he pensado durante años.
– Lo que quiero decir es que él no tenía nada firmado con Vincent. No hemos podido encontrar ningún contrato, así que no está obligado a darnos nada. Simplemente necesitamos contratarlo y él está poniendo su precio a diez mil. Es una estafa, pero probablemente es legal. No sé, tú eres el abogado, tú lo sabrás.
Pensé en ello unos momentos y lo dejé de lado. Todavía estaba con la carga de adrenalina que había reunido en el tribunal. No quería que se disipara con distracciones.
– Muy bien, le preguntaré a Elliot si quiere pagarlo. Entre tanto, voy a tratar de revisar todas las carpetas esta noche y si tengo suerte y veo el camino, entonces no lo necesitaremos. Le diremos que se joda y punto final.
– Capullo -murmuró Lorna.
Estaba casi seguro de que el exabrupto iba dirigido a Bruce Carlin y no a mí.
– Vale, ¿es todo? -pregunté-. ¿Alguna cosa más?
Miré de un rostro al otro. Ninguno de los dos tenía nada más que aportar.
– Entonces, gracias a los dos por todo lo que habéis aguantado y hecho esta semana. Podéis iros y buenas noches.
Lorna me miró con curiosidad.
– ¿Nos estás mandando a casa? -preguntó. Miré mi reloj.
– ¿Por qué no? -contesté-. Son casi las cuatro y media, voy a sumergirme en los expedientes y no quiero distracciones. Vosotros dos os vais a casa, pasáis una buena noche y empezamos de nuevo mañana.
– ¿Vas a trabajar aquí solo está noche? -preguntó Cisco.
– Sí, pero no te preocupes. Cerraré la puerta y no dejaré entrar a nadie ni aunque lo conozca.
Sonreí. Lorna y Cisco no lo hicieron. Señalé la puerta abierta de la oficina. Tenía un cerrojo que podía usarse para cerrarla en la parte superior del marco. Si era necesario podía asegurar tanto el perímetro externo como el interno. Eso daba un nuevo sentido a la idea del cónclave.
– Vamos, no me pasará nada. Tengo trabajo.
Lenta, reticentemente, los dos empezaron a salir de mi oficina.
– Lorna -llamé-. Patrick debe de estar ahí fuera. Dile que espere. Puede que tenga algo que decirle después de que haga esa llamada.
29
Abrí el expediente de Patrick Henson en mi escritorio y busqué el número del fiscal. Quería sacarme eso de en medio antes de ponerme a trabajar en el caso Elliot.
El fiscal era Dwight Posey, un tipo con el que había tratado en casos antes y que nunca me había gustado. Algunos fiscales trataban con abogados defensores como si sólo estuvieran separados un paso de sus clientes; como seudocriminales, no como profesionales educados y expertos, no como engranajes necesarios en el sistema judicial. La mayoría de los policías tienen ese punto de vista y puedo convivir con ello, pero me molesta cuando compañeros letrados adoptan esa posición. Desafortunadamente, Dwight Posey era uno de ellos, y si pudiera haber pasado el resto de mi vida sin tener que hablar con él, habría sido un hombre feliz. Pero ése no iba a ser el caso.
– Bueno, Haller -dijo después de responder a la llamada-, le ha caído el muerto, ¿eh?
– ¿Qué?
– Le han dado todos los casos de Jerry Vincent, ¿verdad? Así es como terminó con Henson.