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– ¿En su casa?

– Sí, bueno, temporalmente.

– ¿Con usted?

Me di cuenta de mi error.

– Nada de eso, Patrick. Tengo una casa y tendrás tu propia habitación. De hecho, los miércoles por la noche y un fin de semana de cada dos, sería mejor que te quedaras con algún amigo o en un motel. Es cuando viene mi hija.

Pensó en ello y asintió.

– Sí, puedo hacerlo.

Me estiré por encima de la mesa y le pedí que me devolviera el post-it con la dirección del liquidador. Anoté mi propia dirección en él mientras hablaba.

– ¿Por qué no vas a recoger la tabla y luego te diriges a mi casa en esta segunda dirección? Fareholm está justo al lado de Laurel Canyon, una calle antes de Mount Olympus. Subes por la escalera hasta el porche y allí hay una mesa con sillas y un cenicero. La llave extra está debajo del cenicero. La habitación de invitados está al lado de la cocina. Como si estuvieras en casa.

– Gracias.

Recogió el post-it y miró la dirección que había escrito.

– Probablemente no llegaré hasta tarde -le dije-. Tengo un juicio que empieza la semana que viene y mucho trabajo que hacer antes.

– Vale.

– Mira, sólo estamos hablando de unas semanas, hasta que te recuperes. Entre tanto, tal vez podamos ayudarnos el uno al otro. No sé, si el uno empieza a sentir el tirón, quizás el otro pueda convencerlo de no caer. ¿Vale?

– Vale.

Nos quedamos un momento en silencio, probablemente los dos pensando en el trato. No le dije a Patrick que quizás él terminaría ayudándome más a mí que yo a él. En las últimas cuarenta y ocho horas, la presión de la nueva carga de casos había empezado a pesarme. Me sentía tenso, sentía el deseo de ir al mundo envuelto en algodón que las pastillas podían darme. Las pastillas abrían el espacio entre donde yo estaba y el muro de ladrillos de la realidad. Empezaba a ansiar esa distancia.

Delante y en lo más hondo sabía que no quería volver a eso, y quizá Patrick podría ayudarme a evitarlo.

– Gracias, señor Haller.

Lo miré desde mis pensamientos.

– Llámame Mickey -dije-. Y debería ser yo el que dice gracias.

– ¿Por qué hace esto por mí?

Miré al gran pez en la pared detrás de él por un momento luego lo miré a él.

– No estoy seguro, Patrick. Creo que si te ayudo, me estaré ayudando a mí.

Patrick asintió como si supiera de qué le estaba hablando. Eso era extraño porque yo mismo no estaba seguro de lo que había querido decir.

– Ve a buscar tu tabla, Patrick -dije-. Te veré en la casa. Y acuérdate de llamar a tu madre.

30

Una vez que finalmente me quedé solo en la oficina, empecé el proceso de la forma en que lo hacía siempre, con páginas limpias y puntas afiladas. Cogí dos blocs nuevos y cuatro lápices del armario de material. Los afilé y me puse a trabajar.

Vincent había separado el caso Elliot en dos carpetas. Una contenía el caso de la fiscalía y la segunda, más delgada, contenía el caso de la defensa. El peso de la carpeta de la defensa no me preocupaba: ésta jugaba con las mismas reglas de revelación que la fiscalía. Cualquier cosa que iba a parar a la segunda carpeta iba al fiscal. Un abogado defensor experto sabía mantener la carpeta fina. Guardaba el resto en la cabeza u oculto en el disco del ordenador si era seguro. Yo no tenía ni la cabeza de Vincent ni su portátil, pero estaba seguro de que los secretos de Jerry Vincent estaban escondidos en alguna parte de la copia en papel. La bala mágica estaba allí. Sólo tenía que encontrarla.

Empecé con la carpeta más gruesa, el caso de la fiscalía. Lo leí todo de principio a fin, página a página, palabra por palabra. Tomé notas en un bloc y tracé un gráfico de tiempo y acción en el otro. Estudié las fotografías de la escena del crimen con una lupa que saqué del cajón del escritorio. Elaboré una lista de todos los nombres que encontré en el fichero.

A partir de ahí, pasé a la carpeta de la defensa y volví a leer todas las palabras de todas las páginas. El teléfono sonó dos veces, pero ni siquiera miré el nombre en la pantalla. Me daba igual. Estaba en una búsqueda sin tregua y sólo me preocupaba una cosa: encontrar la bala mágica.

Cuando hube terminado con los expedientes de Elliot, abrí el de Wyms y leí todos los documentos y el informe que contenía, un proceso que llevaba su tiempo. Puesto que Wyms fue detenido después de un incidente público que había atraído a varios agentes uniformados y del SWAT, la carpeta era gruesa. Contenía atestados de las diversas unidades implicadas y el personal en la escena, de las transcripciones de las conversaciones con Wyms, así como los informes de armas y balísticos, un largo inventario de pruebas, declaraciones de testigos, registros del centro de operaciones e informes de despliegue de patrullas.

Había montones de nombres en el archivo y cotejé cada uno de ellos con la lista de nombres del expediente de Elliot. También crucé todas las direcciones.

Tuve una vez a una dienta. Ni siquiera conocía su nombre, porque estaba seguro de que el nombre con el que constaba en el sistema no era el suyo. Era su primer delito, pero conocía el sistema demasiado bien para ser primeriza. De hecho, lo conocía todo demasiado bien. Fuera cual fuese su nombre, ella había manipulado el sistema y figuraba como alguien que no era. La acusación era de robo de una morada ocupada, pero había mucho más detrás de esa única acusación. A esta mujer le gustaba buscar habitaciones de hotel donde dormían hombres con grandes cantidades de dinero. Ella sabía cómo elegirlos, seguirlos, luego abrir las puertas y las cajas fuertes mientras dormían. En un momento de sinceridad -probablemente el único en nuestra relación- me habló de la inyección de adrenalina que notaba cada vez que el último dígito caía en su lugar y oía que las palancas electrónicas de la caja de seguridad del hotel empezaban a moverse y abrirse. Abrir la caja y encontrar lo que había dentro nunca era tan bueno como el momento mágico en que las marchas empezaban a chirriar y ella sentía la velocidad de la sangre moviéndose en sus venas. Nada antes o después era tan bueno como ese momento. Los trabajos no eran una cuestión de dinero, eran una cuestión de velocidad de la sangre. Asentí cuando ella me contó todo esto. Nunca había entrado en una habitación de hotel mientras alguien estaba roncando en la cama, pero sabía cómo era el momento en que las marchas empezaban a entrar. Sabía de la velocidad.

Encontré lo que estaba buscando en mi segunda revisión de los archivos. Había estado delante de mí todo el tiempo, primero en el informe de detención de Elliot y luego en el gráfico de tiempo y acción que yo mismo había trazado. Llamaba a ese gráfico el árbol de Navidad, pues siempre empezaba siendo básico y sin adornos; sólo los hechos pelados del caso. Luego, al continuar estudiando el caso y haciéndolo mío, empezaba a colgar luces y ornamentos; detalles y declaraciones de testigos, pruebas y resultados de laboratorio. Pronto el árbol estaba encendido y brillando. Todos los elementos del caso estaban allí para que yo los viera en el contexto de tiempo y acción.

Había prestado particular atención a Walter Elliot al trazar mi árbol de Navidad. Él era el tronco y todas las ramas partían de él. Tenía sus movimientos, afirmaciones y acciones señaladas por tiempo.

12.40. WE llega a la casa de la playa.

12.50. WE descubre cadáveres.

13.05. WE llama al 911.

13.24. WE vuelve a llamar al 911.

13.28. Agentes llegan a la escena.

13.30. WE esposado.

14.15. Llega Homicidios.

14.40. WE llega a la comisaría de Malibú.

16.55. WE interrogado, lectura de derechos.

17.40. WE trasladado a Whittier.

19.00. Prueba RD.

20.00. Segundo interrogatorio, rehusado, detenido.

20.40. WE transportado a la prisión central.