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– Las oportunidades de solventar un homicidio se reducen a casi la mitad cada día si no lo resuelves en las primeras cuarenta y ocho horas.

Miró su reloj antes de continuar.

– Estoy llegando a las cuarenta y ocho horas y no tengo nada -dijo-. Ni un sospechoso, ni una pista viable, nada. Y esperaba sacarle algo esta noche asustándole. Algo que me señalara en la dirección adecuada.

Estaba allí sentado, mirándolo, digiriendo lo que había dicho. Finalmente, encontré la voz.

– ¿De verdad pensaba que sabía quién había matado a Jerry y no se lo estaba diciendo?

– Era una posibilidad que tenía que considerar.

– Vayase al cuerno, Bosch.

Justo entonces el camarero llegó con nuestros filetes y espaguetis. Mientras dejaban los platos, Bosch me miró con una sonrisa de complicidad. El camarero preguntó qué más podía traernos y yo le hice una señal para que se alejara sin romper el contacto visual.

– Es un arrogante hijo de perra -dije-. Puede quedarse ahí sentado con una sonrisa en la cara después de acusarme de esconder pruebas o conocimiento de un asesinato. Un asesinato de un tipo al que conocía.

Bosch miró su filete, cogió el cuchillo y el tenedor y lo cortó. Me fijé en que era zurdo. Se metió un trozo de carne en la boca y me miró mientras masticaba. Dejó los puños a ambos lados de su plato, tenedor y cuchillo agarrados, como si custodiara la comida de cazadores furtivos. Un montón de mis clientes que habían pasado tiempo en prisión comían de la misma forma.

– ¿Por qué no se tranquiliza, abogado? -dijo-. Ha de comprender una cosa: no estoy acostumbrado a estar del mismo lado que un abogado defensor, ¿vale? Mi experiencia ha sido que los abogados defensores han tratado de retratarme como un estúpido, corrupto, intolerante, lo que quiera. Así que, con eso en mente, sí, traté de hacerle una jugada con la esperanza de que me ayudaría a resolver un homicidio. Lo lamento más de lo que imagina. Si quiere, les pido que me envuelvan el filete y me voy.

Negué con la cabeza. Bosch tenía talento para tratar de hacerme sentir culpable por sus transgresiones.

– Quizás ahora debería ser usted quien se calme-añadí-. Lo único que estoy diciendo es que desde el principio he actuado abierta y francamente con usted. He estirado los límites éticos de mi profesión, y le he dicho lo que podía decirle, cuando podía decírselo. No me merezco que me haya acojonado así esta noche. Y es condenadamente afortunado de que no le haya metido una bala en el pecho a su hombre cuando estaba en la puerta de la oficina. Era una diana fácil.

– Se suponía que no poseía una pistola. Lo comprobé.

Bosch empezó a comer otra vez, manteniendo la cabeza baja mientras masticaba el filete. Dio varios bocados y luego pasó a la guarnición de espaguetis. No era de los que enrollaba la pasta. La troceó con el tenedor antes de llevársela a la boca. Habló después de tragar.

– Así que ahora que hemos dejado eso de lado, ¿me ayudará?

Solté el aire en una risa.

– ¿Está de broma? ¿Ha oído algo de lo que le he dicho?

– Sí, lo he oído todo. Y no, no estoy de broma. Dicho y hecho todo, aún tengo un abogado muerto, su colega, en mis manos, y usted aún puede ayudarme.

Empecé a cortar mi primer trozo de carne. Decidí que Bosch podía esperar a que comiera yo, igual que yo había esperado a que comiera él.

Muchos opinaban que en Dan Tana's servían el mejor filete de la ciudad, entre ellos yo. No me decepcionó. Me tomé mi tiempo saboreando el primer bocado; luego dejé mi tenedor.

– ¿Qué clase de ayuda?

– Haremos salir al asesino.

– Genial. ¿Cómo de peligroso será eso?

– Depende de muchos factores. Pero no voy a mentirle, puede ser peligroso. Necesito que agite algunas cosas, que los culpables crean que hay un cabo suelto, y que usted puede ser peligroso para ellos. Entonces veremos lo que pasa.

– Pero usted estará ahí. Estaré cubierto.

– A cada paso que dé.

– ¿Cómo agitamos las cosas?

– Estaba pensando en un artículo de periódico. Supongo que está recibiendo llamadas de los periodistas. Elegimos uno y le damos el artículo, una exclusiva, y plantamos algo que dé que pensar al asesino.

Pensé en ello y recordé que Lorna me había advertido que jugara limpio con los medios.

– Hay un tipo del Times -dije-. Más o menos hice un acuerdo con él para sacármelo de encima. Le dije que cuando estuviera listo para hablar hablaría con él.

– Es perfecto. Lo usaremos.

No dije nada.

– ¿Entonces está en mi barco?

Levanté el tenedor y cuchillo y permanecí en silencio mientras volvía a cortar el filete. La sangre inundó el plato. Pensé en mi hija llegando al punto de plantearme las mismas preguntas que me hacía su madre y que nunca podía responder. «Es como que trabajas para los malos.» No era tan sencillo como eso, pero saberlo no quitaba el escozor ni la expresión que recordaba haber visto en sus ojos.

Dejé el cuchillo y el tenedor sin dar un bocado. De repente, ya no tenía hambre.

– Sí -dije-. Estoy en su barco.

TERCERA PARTE. Decir la verdad

Todo el mundo miente.

Los polis mienten. Los abogados mienten. Los clientes mienten. Incluso los miembros del jurado mienten.

Hay una escuela de pensamiento en derecho penal que dice que todos los juicios se ganan o se pierden en la elección del jurado. Nunca he compartido una idea tan extrema, pero sí sé que probablemente no hay ninguna fase del juicio más importante que la elección de los doce ciudadanos que decidirán el destino de tu cliente. También es la parte más compleja y huidiza del juicio, pues se basa en los caprichos del destino y la suerte y en ser capaz de preguntar la pregunta adecuada a la persona adecuada en el momento adecuado.

Y sin embargo, empezamos cada juicio con ella.

La selección del jurado en el caso California versus Elliot empezó puntualmente en la sala del juez James P. Stanton a las diez de la mañana del jueves. La sala estaba repleta, en buena parte con el venire -los ochenta potenciales miembros del jurado llamados aleatoriamente del pozo de jurados de la quinta planta del edificio del tribunal penal- y en buena parte con periodistas, profesionales del tribunal, portadores de buena voluntad e incluso mirones que habían conseguido entrar.

Me senté a la mesa de la defensa con mi cliente, cumpliendo con su deseo de un equipo legal de una sola persona. Delante de mí tenía una carpeta abierta, un bloc de post-it y tres rotuladores diferentes: rojo, azul y negro. En la oficina, había preparado el terreno usando una regla para dibujar una cuadrícula. Había doce bloques, todos del tamaño de un post-it. Cada bloque era para uno de los doce jurados que podían ser elegidos para sentarse a juzgar a Walter Elliot. Algunos abogados usaban ordenadores para llevar el control de potenciales jurados. Incluso tenían software que podía aportar la información revelada durante el proceso de selección, filtrarla mediante programas de reconocimiento de patrones sociopolíticos y escupir al instante recomendaciones sobre la conveniencia de aceptar o rechazar a un miembro del jurado. Yo seguía usando el sistema de rejilla de la vieja escuela desde mis tiempos de abogado novato en el turno de oficio. Siempre me había funcionado bien y no iba a cambiarlo entonces. No quería usar el instinto de un ordenador cuando se trataba de elegir un jurado, quería usar el mío. Un ordenador no puede oír cómo alguien da una respuesta. No puede ver los ojos de alguien cuando miente.

El funcionamiento consiste en que el juez tiene una lista generada por ordenador a partir de la cual llama a doce ciudadanos del venire, y éstos toman asiento en la tribuna del jurado. En ese punto, cada uno de ellos es miembro del jurado. Pero sólo conservarán sus asientos si sobreviven al voir dire: un interrogatorio sobre su trasfondo personal y sobre sus puntos de vista y comprensión de la ley. Se trata de un proceso. El juez les plantea una serie de preguntas básicas y a continuación los abogados tienen la oportunidad de seguir con cuestiones más específicas.