El periodista negó con la cabeza.
– Bueno, el juicio real. Testimonios y pruebas. Lo van a publicar en portada este domingo.
– La portada del domingo. ¿Es una promesa?
– El lunes a lo sumo.
– Vaya, ahora es el lunes.
– Mire, es el mundo de la prensa. Las cosas cambian. Se supone que ha de salir en portada el domingo, pero si ocurre algo grande en el mundo podrían pasarlo al lunes. Se toma o se deja.
– Muy bien. Lo creeré cuando lo vea.
Vi que la zona que rodeaba los ascensores estaba despejada. Lorna y yo ya podíamos bajar sin encontrarnos con posibles jurados. Tomé a Lorna del brazo y empecé a dirigirme hacia allí. Pasé al lado del periodista.
– ¿Entonces estamos de acuerdo? -dijo McEvoy-. ¿Esperará?
– Esperar ¿qué?
– Para hablar con otro. Para ceder la exclusiva.
– Claro.
Lo dejé allí y me dirigí hacia los ascensores. Cuando salimos del edificio, caminamos una manzana hasta el ayuntamiento y le pedí a Patrick que nos recogiera allí. No quería que ningún posible jurado que pudiera andar cerca del edificio me viera entrar en la parte de atrás de un Lincoln con chófer; podría no caerles bien. Entre las instrucciones previas al juicio que le había dado a Elliot había una directiva para que renunciara a la limusina del estudio y viniera conduciendo él mismo al tribunal cada día. Nunca se sabe quién puede verte fuera del tribunal y qué efecto puede tener.
Le dije a Patrick que nos llevara al French Garden, en la calle Siete. Luego llamé al móvil de Bosch y el respondió de inmediato.
– Acabo de hablar con el periodista -dije.
– ¿Y?
– Y finalmente saldrá el domingo o el lunes. En primera página, así que esté preparado.
– Por fin.
– Sí. ¿Va a estar preparado?
– No se preocupe. Lo estoy.
– He de preocuparme. Es mi… ¿Hola?
Ya había colgado. Cerré el teléfono.
– ¿Qué era eso? -preguntó Lorna.
– Nada.
Me di cuenta de que tenía que cambiar de tema.
– Escucha, cuando vuelvas hoy a la oficina quiero que llames a Julie Favreau y veas si puede venir al tribunal mañana.
– Pensaba que Elliot no quería un asesor de jurado.
– No ha de saber que la estamos usando.
– Entonces, ¿cómo le pagarás?
– Sácalo de la cuenta operativa general, no me importa; lo pagaré de mi bolsillo si es necesario. Pero voy a necesitarla y me da igual lo que piense Elliot. Ya he quemado dos recusaciones y tengo la sensación de que mañana voy a agotar las que me queden. Quiero que me ayude en la fase final. Sólo dile que el alguacil tendrá su nombre en la lista y se asegurará de que tiene un asiento. Pídele que se aposente en la galería y que no se me acerque mientras esté con mi cliente. Dile que puede mandarme mensajes de texto cuando tenga algo importante.
– Vale, la llamaré. ¿Estás bien, Mick?
Debía de estar hablando demasiado deprisa o sudando en exceso, y Lorna había captado mi agitación. Me sentía un poco tembloroso y no sabía si era por los embustes del periodista, por la forma en que me había colgado Bosch o por la creciente sensación de que aquello para lo que había estado trabajando durante un año pronto estaría encima. Testimonios y pruebas.
– Estoy bien -solté bruscamente-. Tengo hambre. Ya sabes cómo me pongo cuando tengo hambre.
– Claro -dijo Lorna-. Comprendo.
La verdad era que no tenía hambre. Ni siquiera tenía ánimo para comer. Estaba sintiendo el peso sobre mí. El peso del futuro de un hombre.
Y no era en el futuro de mi cliente en lo que estaba pensando.
35
A las tres en punto del segundo día de selección del jurado, Golantz y yo habíamos cruzado recusaciones perentorias y fundadas durante más de diez horas en sesión. Había sido una batalla. Nos habíamos atacado discretamente el uno al otro, identificando los jurados preferidos de cada uno y eliminándolos sin miramientos. Habíamos revisado casi todo el venire, y mi gráfico de asientos del jurado estaba cubierto en algunos lugares con hasta cinco capas de post-it. Me quedaban dos recusaciones perentorias. Golantz, al principio cauto con sus recusaciones, me había dado alcance y luego me había superado. Sólo le quedaba su perentoria final. Era la hora de la verdad. La tribuna del jurado estaba a punto de completarse.
En la composición de ese momento, la tribuna incluía a un abogado, un programador informático, dos nuevos empleados de correos y tres nuevos jubilados, así como un enfermero, un jardinero y un artista.
De los doce que se habían sentado originalmente la mañana anterior, todavía quedaban dos posibles jurados. El ingeniero del asiento siete y uno de los jubilados, en el asiento doce, de algún modo habían cubierto la distancia. Ambos eran varones blancos y ambos, según mi cálculo, tendentes al estado. Ninguno estaba abiertamente del lado de la fiscalía, pero en mi gráfico había tomado notas sobre ellos en tinta azul, mi código para un jurado que percibía como frío a la defensa. No obstante, sus inclinaciones eran tan leves que todavía no había usado una preciada recusación con ninguno de ellos.
Sabía que podía eliminarlos a los dos con un floreo final de mis últimas perentorias, pero ése era el riesgo del voir dire. Tachas a un jurado por la tinta azul y el sustituto puede terminar siendo azul eléctrico y un mayor riesgo para tu cliente que el original. Eso era lo que convertía la selección del jurado en un arte impredecible.
La última adición a la tribuna era la artista que ocupó el hueco en el asiento número once después de que Golantz hubiera usado su decimonovena recusación perentoria para eliminar a un trabajador del servicio municipal de recogida de basuras que yo había anotado como jurado rojo. En respuesta al interrogatorio general del juez Stanton, la artista reveló que vivía en Malibú y trabajaba en un estudio cerca de la autovía del Pacífico. Su medio de expresión era la pintura acrílica y había estudiado en el Art Institute de Filadelfia antes de venir a buscar la luz de California. Dijo que no tenía televisión y que no leía regularmente ningún periódico. Aseguró que no sabía nada de los crímenes que se habían producido seis meses antes en la casa de la playa y no muy lejos de donde ella vivía y trabajaba.
Casi desde el principio había tomado notas sobre ella en rojo y estaba cada vez más contento de tenerla en mi jurado a medida que iba respondiendo preguntas. Sabía que Golantz había cometido un error táctico. Había eliminado al empleado de recogida de basuras con una recusación y había terminado con un jurado aparentemente más perjudicial para su causa. Ahora tendría que convivir con el error o usar su recusación final para eliminar a la artista y volver a correr el mismo riesgo.
Cuando el juez terminó con sus preguntas generales, llegó el turno de los abogados. Golantz empezó y planteó una serie de preguntas con el objetivo de revelar una predisposición de la artista a fin de que ésta fuera eliminada con causa fundada y sin tener que recurrir a su última recusación perentoria. Pero la mujer aguantó, mostrándose muy honesta y sin prejuicios.
A la cuarta pregunta en la invectiva del fiscal, sentí una vibración en el bolsillo y saqué el móvil. Lo aguanté entre mis piernas por debajo de la mesa de la defensa para que no me viera el juez. Julie Favreau había estado mandándome mensajes de texto todo el día.
Favreau: Quédatela.
Le mandé otro inmediatamente.
Haller: Ya. ¿Y el 7, 8 y 10? ¿Cuál después?
Favreau, mi asesora de selección de jurado secreta, había estado en la cuarta fila de la galería en las sesiones de mañana y tarde. También me había reunido con ella durante el almuerzo mientras Walter Elliot había ido una vez más a revisar asuntos al estudio, y le había dejado examinar mi gráfico para que ella pudiera hacerse el suyo. Aprendía rápido y supo exactamente dónde estaba con mis códigos y recusaciones.