Me volví y miré de nuevo a la galería. La sala estaba una vez más repleta de periodistas y público, así como de aquellos con vínculos de sangre con el caso.
Directamente detrás de la mesa de la defensa estaba sentada la madre de Mitzi Elliot, que había viajado desde Nueva York. A su lado se sentaba el padre y dos hermanos de Johan Rilz, que habían viajado desde Berlín. Me fijé en que Golantz había colocado a la madre apenada al lado del pasillo, donde el jurado pudiera ver su constante flujo de lágrimas.
La defensa contaba con cinco asientos reservados en primera fila, detrás de mí. Sentados allí estaban Lorna, Cisco, Patrick y Julie Favreau, la última a mano porque había contratado sus servicios para que observara al jurado para mí durante todo el juicio. Yo no podía mirar a los miembros del jurado en todo momento, y en ocasiones ellos se delataban cuando creían que ninguno de los letrados los estaba mirando.
El quinto asiento libre había estado reservado para mi hija. Durante el fin de semana había tenido la esperanza de convencer a mi ex mujer para que permitiera que Hay ley se tomara un día de fiesta en la escuela para estar conmigo en la sala. Ella nunca me había visto trabajando y pensaba que las declaraciones de apertura serían el momento perfecto. Estaba muy confiado en mi caso. Me sentía a prueba de balas y quería que mi hija me viera así. El plan era que se sentara con Lorna, a la que conocía y apreciaba, y que me viera actuar delante del jurado. En mi argumento incluso había citado a Margaret Mead diciendo que quería sacar a mi hija de la escuela para que pudiera tener una educación. Pero fue un caso que en última instancia no gané: mi ex mujer se negó a permitirlo. Mi hija fue a la escuela y el asiento reservado quedó vacante.
Walter Elliot no tenía a nadie en la tribuna. No tenía hijos ni familiares con los que mantuviera relación. Nina Albrecht me había pedido sentarse en la galería para mostrar apoyo, pero como figuraba en las listas de testigos de la fiscalía y la defensa, no podía asistir al juicio hasta que se completara su testimonio. Por lo demás, mi cliente no tenía a nadie, y esto era por decisión suya. Tenía muchos asociados, simpatizantes y parásitos que deseaban estar allí; incluso tenía una lista de actores de cine dispuestos a sentarse allí por él y mostrar su apoyo. Pero le dije que si tenía una cohorte de Hollywood o a sus abogados corporativos en los asientos de detrás de él, estaría emitiendo el mensaje y la imagen equivocados al jurado. Le expliqué que todo se basaba en el jurado. Cada movimiento que se hacía -desde la elección de la corbata a los testigos que ponías en el estrado- se hacía en deferencia al jurado. Nuestro jurado anónimo.
Después de que los jurados se sentaran y se pusieran cómodos, el juez Stanton abrió la sesión preguntando si algún jurado había leído el artículo de esa mañana del Times. Nadie levantó la mano y Stanton respondió con otro recordatorio de no leer el periódico ni ver noticias del juicio en los medios.
A continuación, anunció a los miembros del jurado que el juicio empezaría con las declaraciones de apertura de los abogados de las dos partes.
– Damas y caballeros, recuerden que son declaraciones. No son pruebas. A cada parte le corresponde presentar las pruebas que respalden estas declaraciones. Y ustedes serán quienes al final del juicio decidan si lo han hecho.
Dicho esto, hizo un gesto a Golantz y anunció que la acusación empezaría. Como se había subrayado en una consulta previa al juicio, cada parte disponía de una hora para su declaración de apertura. No sabía qué haría Golantz, pero yo no me acercaría a ese tiempo.
Golantz, atractivo y de aspecto imponente con su traje negro, camisa blanca y corbata granate, se levantó y se dirigió al jurado desde la mesa de la acusación. Para el juicio tenía una ayudante, una joven y agraciada abogada llamada Denise Dabney Estaba sentada junto a él y mantuvo la mirada en el jurado durante todo el tiempo que habló el fiscal. Era una especie de defensa de cobertura: dos pares de ojos examinando constantemente las caras de los jurados, recalcando doblemente la seriedad y gravedad del asunto que nos ocupaba.
Después de presentarse a sí mismo y a su segunda, Golantz fue al grano.
– Damas y caballeros del jurado, estamos aquí hoy por la codicia y la rabia sin control, llana y simplemente. El acusado, Walter Elliot, es un hombre de gran poder, dinero y posición en nuestra comunidad. Pero eso no le bastó. No quería repartir su dinero y poder, no quiso poner la otra mejilla ante la traición y desató su ira de la forma más extrema posible. No sólo eliminó una vida, sino dos. En un momento de gran rabia y humillación, levantó el arma y mató a su esposa, Mitzi Elliot, y a Johan Rilz. Creía que su dinero y poder lo situaban por encima de la ley y que le salvarían del castigo por estos crímenes abyectos. Pero no será así. El estado probará más allá de toda duda razonable que Walter Elliot apretó el gatillo y es responsable de las muertes de dos seres humanos inocentes.
Yo me había vuelto en mi asiento, en parte para escudar a mi cliente del escrutinio del jurado y en parte para mantener una visión de Golantz y de las filas de la tribuna que había tras él. Antes de que Golantz completara el primer párrafo de su declaración, las lágrimas estaban resbalando por las mejillas de la madre de Mitzi Elliot, y eso era algo que tendría que sacar a relucir con el juez sin que lo oyera el jurado. La teatralidad era perjudicial y le pediría al juez que trasladara a la madre de la víctima a un asiento que estuviera lejos del punto focal del jurado.
Miré más allá de la mujer que lloraba y vi muecas duras en los rostros de los hombres de Alemania. Estaba muy interesado en ellos y en cómo aparecerían ante el jurado. Quería ver cómo manejaban la emoción y el ambiente de un tribunal estadounidense. Quería ver cuán amenazador podía resultar su aspecto; cuanto más nefasto y más amenazador pareciera, mejor funcionaría la estrategia de la defensa cuando me concentrara en Johan Rilz. Al mirarlos en ese momento, supe que había empezado con buen pie. Parecían enfadados y amenazadores.
Golantz presentó su caso a los componentes del jurado, contándoles los testimonios y pruebas que iba a presentar y lo que creía que significaban. No había sorpresas. En un momento recibí un mensaje de texto de una línea de Favreau, que leí por debajo de la mesa.
Favreau: Se están tragando esto. Será mejor que lo hagas bien.
«Bien -pensé-. Dime algo que no sepa.»
Era una ventaja injusta para la acusación implícita en cada juicio. La fiscalía tiene la fuerza y el poder de su lado. Es una fuerza que surge de la presunción de honestidad, integridad y justicia. La idea preconcebida en la mente de cada jurado y de cada espectador de que el acusado no estaría allí si el humo no llevara a un fuego.
Es una presunción que la defensa ha de superar. En teoría, a la persona a la que se juzga se la presume inocente. Sin embargo, cualquiera que haya pisado un tribunal como abogado o acusado sabe que la presunción de inocencia es sólo una de las nociones idealistas que te enseñan en la facultad de derecho. Ni a mí ni a nadie le cabía duda de que empezábamos este juicio con un acusado al que se presumía culpable. Tenía que encontrar una forma o bien de demostrar su inocencia o de probar que el estado había sido culpable de mala praxis, ineptitud o corrupción en su preparación del caso.
Golantz ocupó toda su hora asignada, aparentemente sin dejar secretos del caso ocultos. Mostró la arrogancia típica de la fiscalía; exponerlo todo y retar a la defensa a tratar de contradecirlo. El fiscal siempre era el gorila de trescientos kilos, tan grande y fuerte que no tenía que preocuparse de la finura. Cuando pintaba su cuadro, usaba un pincel de quince centímetros y lo colgaba de la pared con una almádena y un pico.
El juez nos había contado en la sesión previa al juicio que se nos exigiría permanecer en nuestra correspondiente mesa o usar el atril situado entre ambas mientras nos dirigíamos a los testigos durante el testimonio, pero las declaraciones de apertura y los alegatos finales eran una excepción a esta regla. Durante estos momentos de encuadre del juicio, contábamos con libertad de usar el espacio situado delante de la tribuna del jurado: un lugar que los veteranos de la abogacía llamaban el «campo de pruebas», porque es la única vez durante un juicio en que los abogados hablan directamente al jurado y o exponen convincentemente sus argumentos o fracasan.