– Lo ha llamado una reunión-cena -dijo Elliot sin levantar la mirada del menú-. ¿No va a mirar el menú?
– Tomaré lo mismo que usted, Walter.
Dejó el menú a un lado y me miró.
– Filete de lenguado.
– Perfecto.
Hizo una seña al camarero. Este se había quedado cerca, pero estaba demasiado intimidado para aproximarse a la mesa. Elliot pidió por los dos, añadiendo una botella de chardonnay con el pescado, y le dijo al camarero que no olvidara mi agua sin gas y limón. Juntó las manos sobre la mesa y me miró con expectación.
– Podría estar cenando con Dominick Dunne -comenzó-. Será mejor que esto valga la pena.
– Walter, esto va a valer la pena. Va a ser el momento en que deja de esconderse de mí. Es el momento en que me cuenta toda la historia; la verdadera historia. ¿Se da cuenta? Si yo sé lo que usted sabe no me embaucará la acusación. Sabré qué movimientos va a hacer Golantz antes de que los haga.
Elliot asintió con la cabeza, como si estuviera de acuerdo en que era el momento de entregar la mercancía.
– Yo no maté a mi mujer ni a su amiguito nazi -dijo-. Se lo he dicho desde el primer día.
Negué con la cabeza.
– No me basta. He dicho que quiero la historia, quiero saber lo que ocurrió realmente, Walter. Quiero saber lo que está pasando o voy a dejarlo.
– No sea ridículo, ningún juez va a dejarle abandonar en medio de un juicio.
– ¿Quiere apostar su libertad a eso, Walter? Si quiero salir de este juicio, encontraré una forma de salir.
Vaciló y me estudió antes de responder.
– Debería tener cuidado con lo que pregunta. El conocimiento doloso es un peligro.
– Me arriesgaré.
– Pero yo no estoy seguro de poder hacerlo.
Me incliné sobre la mesa hacia él.
– ¿Qué significa eso, Walter? ¿Qué está pasando? Soy su abogado. Puede decirme lo que ha hecho y no va a salir de aquí.
Antes de que pudiera hablar, el camarero trajo una botella de agua europea a la mesa y un plato lleno de limones cortados suficientes para todos los clientes del restaurante. Elliot esperó hasta que el camarero llenó mi vaso y se alejó lo suficiente para que no pudiera oírnos antes de responder.
– Lo que está pasando es que ha sido contratado para presentar mi defensa al jurado. Según mi estimación, ha hecho un trabajo excelente hasta el momento y su preparación para la fase de la defensa está en el nivel más alto. Todo ello en dos semanas. ¡Asombroso!
– ¡Ahórrese las chorradas!
Lo dije demasiado alto. Elliot echó un vistazo fuera del reservado y clavó la mirada en una mujer sentada a la mesa de al lado que había oído mi expletivo.
– Tendrá que mantener la voz baja -murmuró-. La confidencialidad abogado-cliente termina en esta mesa.
Lo miré. Estaba sonriendo, pero también sabía que me estaba recordando lo que yo ya le había asegurado: que lo que se dijera ahí se quedaría ahí. ¿Era una señal de que finalmente estaba dispuesto a hablar? Jugué el único as que tenía.
– Hábleme del soborno que pagó Jerry Vincent -dije.
Al principio, detecté un momentáneo asombro en sus ojos. Luego vino una expresión de complicidad cuando los engranajes giraron en su cerebro y llegó a una conclusión. Creí ver un rápido destello de arrepentimiento. Lamenté que Julie Favreau no estuviera sentada a mi lado; ella podría haberlo interpretado mejor que yo.
– Es un elemento de información muy peligroso de poseer -contestó-. ¿Cómo lo obtuvo?
Obviamente no podía decirle a mi cliente que lo había obtenido de un detective de policía con el que estaba colaborando.
– Supongo que se puede decir que venía con el caso, Walter. Tengo todos los registros de Vincent, incluidos los financieros. No fue difícil adivinar que canalizó cien mil dólares del anticipo a una parte desconocida. ¿Fue el soborno lo que le costó la vida?
Elliot levantó su martini sujetando con dos dedos el delicado pie de la copa y bebió lo que le quedaba. Luego hizo una señal a alguien a quien no veía por encima de mi hombro. Quería otro. Por fin, me miró.
– Creo que se puede decir sin temor a equivocarse que una confluencia de sucesos provocó la muerte de Jerry Vincent.
– Walter, no estoy para bromas. He de saberlo, no sólo para defenderle, sino también para protegerme yo.
Dejó la copa vacía a un lado de la mesa y alguien se la llevó en dos segundos. Asintió como para mostrar su acuerdo conmigo y entonces habló.
– Creo que podría haber encontrado la razón de su muerte -dijo-. Estaba en el expediente. Incluso me la mencionó.
– No entiendo. ¿Qué mencioné?
Elliot respondió con tono impaciente.
– Planeaba aplazar el juicio. Usted encontró la moción. Lo mataron antes de que pudiera presentarla.
Traté de comprenderlo, pero me faltaban elementos.
– No lo entiendo, Walter. ¿Quería aplazar el juicio y por eso lo mataron? ¿Por qué?
Elliot se inclinó sobre la mesa hacia mí. Habló en un tono que era poco más que un susurro.
– Muy bien, me lo ha preguntado y se lo voy a contestar. Pero no me culpe cuando lamente saber lo que sabe. Sí, hubo un soborno. Él lo pagó y todo estaba en orden. El juicio estaba programado y lo único que teníamos que hacer era estar preparados. Teníamos que mantenernos en la fecha. Sin atrasos, sin aplazamientos. Pero a última hora cambió de opinión y quiso aplazarlo.
– ¿ Por qué?
– No lo sé. Creo que pensaba que podía ganar el caso sin ayuda.
Al parecer, Elliot no sabía nada de las llamadas del FBI y de su aparente interés en Vincent. Si lo sabía, habría sido el momento de mencionarlo. La presión del FBI sobre Vincent habría sido una razón tan buena como cualquier otra para aplazar un juicio con un soborno.
– ¿Así que retrasar el juicio le costó la vida?
– Creo que sí, sí.
– ¿Usted lo mató, Walter?
– Yo no mato a gente.
– Lo mandó matar.
Elliot negó con la cabeza, cansinamente.
– Tampoco mando matar a gente.
Un camarero llegó al reservado con una bandeja y una me-sita auxiliar y los dos nos recostamos para dejarlo trabajar. Quitó las espinas del pescado, lo emplató y lo puso en la mesa junto con dos pequeñas salseras con salsa beurre blanc. Luego colocó el nuevo martini de Elliot junto con dos copas de vino. Descorchó la botella que Elliot le había pedido y le preguntó si quería probar el vino ya. Elliot negó con la cabeza y pidió al camarero que se retirara.
– Muy bien -retomé cuando nos dejaron solos-. Volvamos al soborno. ¿A quién sobornaron?
Elliot se bebió medio martini de un trago.
– Eso debería ser obvio si lo pensara.
– Entonces soy estúpido. Ayúdeme.
– Un juicio que no puede aplazarse. ¿Por qué?
Mis ojos permanecieron fijos en él, pero ya no lo estaba mirando. Me puse a reflexionar sobre el acertijo hasta que di con la solución. Descarté las posibilidades: juez, fiscal, policías, testigos, jurado… Me di cuenta de que sólo había un lugar donde se cruzaban un soborno y un juicio inamovible. Sólo había un aspecto que podría cambiar si el juicio se retrasaba y reprogramaba. El juez, el fiscal y todos los testigos seguirían siendo los mismos sin que importara cuándo se reprogramara, pero la reserva de jurados cambia de semana en semana.
– Hay un durmiente en el jurado -dije-. Contactó con alguien.
Elliot no reaccionó. Me dejó seguir adelante y yo lo hice. Mi mente repasó las caras de los jurados de la tribuna; dos filas de seis. Me detuve en el jurado número siete.
– El número siete. Lo quería en la tribuna. Lo sabía, es el durmiente. ¿Quién es?