Выбрать главу

Elliot asintió ligeramente y esbozó esa media sonrisa. Dio su primer bocado de pescado antes de responder a mi pregunta con la misma calma que si estuviéramos hablando de las posibilidades de los Lakers en el play off y no de un fraude en un juicio de homicidio.

– No tengo ni idea de quién es ni me importa, pero es nuestro. Nos dijeron que el número siete sería nuestro. Y no es un durmiente, es un persuasor. Cuando llegue a las deliberaciones, estará allí e inclinará la balanza hacia la defensa. Con el caso que Vincent construyó y que usted está presentando, probablemente sólo hará falta un empujoncito. Yo apuesto a que conseguiremos nuestro veredicto. Pero como mínimo, él se aferrará a la absolución y tendremos un jurado sin veredicto. Si eso ocurre, empezaremos de nuevo. Nunca me condenarán, Mickey. Nunca.

Aparté mi plato. No podía comer.

– Walter, basta de adivinanzas. Dígame cómo funcionó esto. Cuéntemelo desde el principio.

– ¿Desde el principio?

– Desde el principio.

Elliot chascó la lengua al pensarlo y se sirvió una copa de vino sin probarlo antes. Un camarero se acercó para hacerse cargo de la operación, pero Elliot le hizo una seña con la botella para que se alejara.

– Es una larga historia, Mickey. ¿Quiere una copa de vino para acompañarla?

Mantuvo la boca de la botella sobre mi copa vacía. Estuve tentado, pero negué con la cabeza.

– No, Walter, no bebo.

– No estoy seguro de poder confiar en alguien que no se toma una copa de vez en cuando.

– Soy su abogado. Puede confiar en mí.

– Confié en el último, y mire lo que le pasó.

– No me amenace, Walter. Sólo cuénteme la historia.

Bebió un buen trago y luego dejó la copa de vino sobre la mesa con fuerza. Miró a su alrededor para ver si alguien del restaurante se había dado cuenta y tuve la sensación de que era todo una actuación. En realidad estaba observando para ver si nos estaban vigilando. Yo examiné los ángulos sin ser obvio. No vi a Bosch ni a nadie al que calara como poli en el restaurante.

Elliot empezó su historia.

– Cuando llegas a Hollywood, no importa quién eres ni de dónde vienes, siempre y cuando tengas una cosa en el bolsillo. -Dinero.

– Exacto. Yo llegué aquí hace veinticinco años y tenía dinero. Lo invertí en un par de películas primero y luego en un estudio cutre por el que nadie daba una mierda. Y lo convertí en un aspirante. Dentro de cinco años ya no hablarán de los Cuatro Grandes, sino de los Cinco Grandes. Archway estará allí arriba con Paramount, Warner y el resto.

No esperaba que se remontara veinticinco años atrás cuando le había pedido que empezara desde el principio.

– Vale, Walter, ya sé todo eso del éxito. ¿Qué está diciendo?

– Estoy diciendo que no era mi dinero. Cuando llegué aquí, no era mi dinero.

– Pensaba que la historia era que procedía de una familia que poseía una mina de fosfatos en Florida.

Asintió enfáticamente.

– Todo es cierto, pero depende de la definición de familia.

Lentamente, lo comprendí.

– ¿Está hablando de la mafia, Walter?

– Estoy hablando de una organización de Florida con un tremendo flujo de efectivo que necesitaba negocios legítimos para moverlo y testaferros legales para que dirigieran sus negocios. Yo era un contable. Era uno de esos hombres.

Era fácil de comprender. Florida hace veinticinco años: la cúspide del flujo desbordante de cocaína y dinero.

– Me enviaron al oeste -continuó Elliot-. Yo tenía una historia y maletas llenas de dinero. Y me encantaba el cine. Sabía cómo elegir películas y cómo hacerlas. Cogí Archway y lo convertí en una empresa de mil millones de dólares. Y entonces mi mujer…

Una expresión de pena apareció en su rostro.

– ¿Qué, Walter?

Negó con la cabeza.

– En la mañana de nuestro duodécimo aniversario, después de que venciera nuestro contrato prematrimonial, me dijo que iba a dejarme. Quería el divorcio.

Lo comprendí. Con el acuerdo prematrimonial vencido, Mitzi Elliot tenía derecho a la mitad de las acciones de Walter en Archway Studios, pero él era únicamente un testaferro. Sus acciones en realidad pertenecían a la organización y no era la clase de organización que permitía que unas faldas se llevaran la mitad de su inversión.

– Traté de convencerla -dijo Elliot-. No me escuchó. Estaba enamorada de ese cabrón nazi y creía que él podría protegerla.

– La organización la mató.

Sonó muy extraño decir esas palabras en voz alta. Me hizo mirar a mi alrededor y barrer el restaurante con la mirada.

– Se suponía que yo no tenía que estar allí ese día -dijo Elliot-. Me dijeron que me mantuviera alejado para que tuviera una coartada sólida.

– ¿Entonces por qué fue?

Sus ojos me sostuvieron un momento la mirada antes de responder.

– Todavía la amaba en cierto modo. En cierto modo la quería y aún la quiero. Quería luchar por ella. Fui para tratar de impedirlo, quizá para ser el héroe, sacarla del apuro y recuperarla. No lo sé, no tenía un plan. Pero no quería que ocurriera. Así que fui allí…, pero era demasiado tarde. Los dos estaban muertos cuando llegué. Fue terrible…

Elliot estaba contemplando el recuerdo, quizá la escena en el dormitorio de Malibú. Yo bajé la mirada al mantel blanco que tenía ante mí. Un abogado defensor nunca espera que un cliente le cuente toda la verdad. Partes de la verdad, sí, pero no la fría, dura y completa verdad. Tenía que pensar que había cosas que Elliot había omitido. Sin embargo, lo que me había dicho me bastaba por el momento. Era la hora de hablar del soborno.

– Y entonces llegó Jerry Vincent -le animé.

Sus ojos volvieron a enfocarse y me miró.

– Sí.

– Hábleme del soborno.

– No tengo mucho que contar. Mi abogado corporativo me presentó a Jerry y me pareció bien. Acordamos una tarifa y luego él me abordó (eso fue al principio, al menos hace cinco meses) y me dijo que se le había acercado alguien que podía untar al jurado. O sea, poner a alguien en el jurado que estaría por nosotros. No importara lo que ocurriera, él defendería la absolución, pero también trabajaría para la defensa desde dentro, durante las deliberaciones. Sería un hablador, un persuasor con talento, un estafador. La pega era que cuando estuviera en marcha, el juicio tendría que celebrarse según el calendario para que ese tipo terminara en mi jurado.

– Y le dijo a Jerry que aceptara la oferta.

– La aceptamos. Eso fue hace cinco meses. Entonces no tenía una gran defensa. Yo no maté a mi mujer, pero parecía que todo apuntaba contra mí. No teníamos bala mágica… y estaba asustado. Era inocente y aun así me daba cuenta de que me iban a condenar. Así que aceptamos la oferta.

– ¿ Cuánto?

– Cien mil de entrada. Como descubrió, Jerry lo pagó de su minuta. Infló su tarifa, yo le pagué y él pagó al jurado. Luego serían otros cien mil por un jurado sin veredicto y doscientos cincuenta por una absolución. Jerry me dijo que esa gente lo había hecho antes.

– ¿Se refiere a trampear un jurado?

– Sí, eso es lo que dijo.

Pensé que quizá el FBI se había enterado de anteriores trampas y por eso habían ido a por Vincent.

– ¿Eran juicios de Jerry los que amañaron antes? -pregunté.

– No me lo dijo, y yo no le pregunté. -¿Alguna vez mencionó algo del FBI husmeando en su caso?

Elliot se recostó, como si acabara de decir algo repulsivo.

– No. ¿Es eso lo que está pasando?

Pareció muy preocupado.

– No lo sé, Walter. Sólo estoy haciendo preguntas. Pero Jerry le dijo que iba a aplazar el juicio, ¿no?

Elliot asintió.

– Sí, el lunes. Dijo que no necesitábamos la trampa, que tenía la bala mágica e iba a ganar el juicio sin el durmiente en el jurado.

– Y eso le costó la vida.