– Bueno, lo que ocurrió es que volví demasiado pronto. Me dispararon en.la tripa, señoría, debería haberme tomado mi tiempo. Me apresuré a volver, pero enseguida empecé a sentir dolores y los médicos me dijeron que tenía una hernia, así que me operaron y hubo complicaciones. Lo hicieron mal. Aumentó el dolor, hubo otra operación y, bueno, para hacerlo breve, estuve un tiempo fuera de combate. Decidí que la segunda vez no volvería hasta estar seguro de que estaba preparado -expliqué.
La juez asintió con compasión. Suponía que había hecho bien en omitir la parte sobre mi adicción a los calmantes y mi temporada en rehabilitación.
– El dinero no era problema -añadí-. Tenía algunos ahorros y también cobré de la compañía de seguros, así que me tomé mi tiempo para volver. Pero estoy preparado. Estaba a punto de contratar otra vez la contracubierta de las Páginas Amarillas.
– Entonces, supongo que heredar todos los clientes de un bufete le resultaría muy conveniente, ¿no? -dijo ella.
No sabía qué responder a su pregunta ni al tono meloso en que la había planteado.
– Lo único que puedo decirle, señoría, es que me ocuparía adecuadamente de los clientes de Jerry Vincent.
La juez asintió con la cabeza, pero no me miró al hacerlo. Conocía la señal. Ella sabía algo. Y le inquietaba. Quizás estaba informada de lo de la rehabilitación.
– Según los registros del Colegio de Abogados, le han sancionado varias veces -dijo la juez Holder.
Ya estábamos otra vez. Había vuelto a la idea de confiar los casos a otro abogado, probablemente algún contribuyente a su campaña de Century City que no sería socio del selecto club Riviera si ello dependiera de su capacidad de orientarse en unas diligencias penales.
– Eso es historia antigua, señoría. Todo por tecnicismos. Estoy en buenas relaciones con el Colegio de Abogados. Si les llama hoy, estoy seguro de que se lo dirán.
La juez Holder me miró durante un momento interminable antes de bajar la mirada al documento que tenía delante de ella en el escritorio.
– Pues muy bien -dijo.
Mary Townes Holder garabateó su firma en la última página del documento. Sentí un familiar cosquilleo de excitación en el pecho.
– Esto es una orden que le transfiere los casos a usted -dijo la juez-. Podría necesitarla cuando vaya a la oficina de Vincent. Y deje que le diga esto: voy a controlarle. Quiero un inventario de casos actualizado al principio de la semana próxima y el estatus de cada caso en la lista de clientes. Quiero saber qué clientes trabajarán con usted y cuáles buscarán otra representación. Después de eso, quiero actualizaciones de estatus quincenales de todos los casos de los cuales siga siendo responsable. ¿Estoy siendo clara?
– Perfectamente clara, señoría. ¿Durante cuánto tiempo?
– ¿Qué?
– ¿Durante cuánto tiempo quiere que le dé informes quincenales?
La juez me miró y se le endureció la expresión.
– Hasta nuevo aviso. -Me entregó la orden-. Ahora puede irse, señor Haller, y yo en su lugar iría a la oficina de Vincent y protegería a mis clientes de cualquier registro ilegal y requisación de sus archivos por parte de la policía. Si tiene algún problema, no dude en llamarme. He puesto mi número particular en la orden.
– Sí, señoría. Gracias.
– Buena suerte, señor Haller.
Me levanté para salir. Cuando llegué al umbral del despacho, me volví a mirarla. La juez Holder tenía la cabeza baja y estaba enfrascada en la siguiente orden judicial.
En el pasillo del Tribunal, leí el documento de dos páginas que me había dado la juez, confirmando que lo que acababa de ocurrirme era real.
Lo era. El documento que obraba en mi poder me designaba abogado sustituto, al menos temporalmente, en todos los casos de Jerry Vincent. Me garantizaba acceso inmediato a la oficina del difunto abogado, a sus archivos y a las cuentas ban-carias en las cuales se habían depositado los anticipos de sus clientes.
Saqué mi teléfono móvil y llamé a Lorna Taylor. Le pedí que buscara la dirección de la oficina de Jerry Vincent. Ella me la dio y yo le pedí que se reuniera conmigo allí y que comprara dos sandwiches por el camino.
– ¿Por qué? -preguntó.
– Porque no he comido.
– No, ¿por qué vamos al despacho de Jerry Vincent?
– Porque hemos vuelto al trabajo.
6
Me dirigía hacia el despacho de Jerry Vincent en mi Lincoln cuando pensé en algo y volví a telefonear a Lorna Taylor. Al no obtener respuesta, la llamé al móvil y la pillé en su coche.
– Voy a necesitar un investigador. ¿Cómo te sentirías si llamara a Cisco?
Hubo una duda antes de que ella respondiera. Cisco era Dennis Wojciechowski, su relación del último año. Yo era quien los había presentado cuando recurrí a él en un caso. Según mis últimas informaciones, estaban viviendo juntos.
– Bueno, no tengo problema en trabajar con Cisco. Pero me gustaría que me dijeras de qué va todo esto.
Lorna conocía a Jerry Vincent como una voz al teléfono. Era ella quien atendía sus llamadas cuando Jerry quería saber si yo podía estar en una sentencia o hacerme cargo de un cliente en una vista incoatoria. No recordaba si se habían conocido en persona. No quería darle la noticia por teléfono, pero las cosas estaban avanzando demasiado deprisa para eso.
– Jerry Vincent está muerto.
– ¿Qué?
– Lo asesinaron anoche y yo voy a tener la primera opción en todos sus casos, Walter Elliot incluido.
Lorna se quedó en silencio un buen rato antes de responder.
– Dios mío… ¿Cómo? Era un tipo muy agradable.
– No recordaba si lo habías conocido.
Lorna trabajaba desde su casa de West Hollywood. Todas mis llamadas y facturas pasaban por ella. Si había una oficina física para la firma legal Michael Haller & Associates, ésa era su casa. Pero no había asociados y, cuando trabajaba, mi oficina estaba en el asiento trasero de mi coche, lo cual dejaba pocas ocasiones para que Lorna se encontrara cara a cara con cualquiera de las personas a las que yo representaba o con las cuales me relacionaba laboralmente.
– Vino a nuestra boda, ¿no te acuerdas?
– Es verdad. Lo había olvidado.
– No puedo creerlo. ¿Qué ha pasado?
– No lo sé. Holder dijo que le dispararon en el garaje de su despacho. Puede que averigüe algo cuando llegue allí.
– ¿Tenía familia?
– Creo que estaba divorciado, pero no sé si tenía hijos. Me parece que no.
Lorna no dijo nada. Ambos estábamos sumidos en nuestros propios pensamientos.
– Deja que cuelgue para que pueda llamar a Cisco -dije finalmente-. ¿Sabes qué está haciendo hoy?
– No, no me lo ha dicho.
– Vale, ya lo veré.
– ¿De qué quieres el sandwich?
– ¿De qué zona vienes?
– De Sunset.
– Para en Dusty's y cómprame uno de pavo con salsa de arándanos. Hace casi un año que no me como uno de ésos. -Vale.
– Y coge algo para Cisco por si tiene hambre.
– Hecho.
Colgué y busqué el número de Dennis Wojciechowski en la libreta de direcciones que guardaba en el compartimento de la consola central. Tenía su número de móvil. Cuando respondió, oí una mezcla de viento y el petardeo del tubo de escape al teléfono. Cisco iba en su moto y, aunque sabía que llevaba un móvil con auricular y micrófono en el casco, tuve que gritar.
– Soy Mickey Haller. Para.
Esperé y oí que paraba el motor de su Harley Davidson Panhead del sesenta y tres.
– ¿Qué pasa, Mick? -preguntó cuando finalmente se hizo el silencio-. Hacía tiempo que no tenía noticias tuyas.
– Vas a tener que volver a poner silenciadores en los tubos, macho, o te quedarás sordo antes de que cumplas cuarenta y no tendrás noticias de nadie.
– Ya he cumplido cuarenta y oigo bastante bien. ¿Qué pasa?