– Ni idea -contestó.
– Tal vez está allí reconsiderando mi petición de un veredicto directo.
Sonreí. Golantz no.
– Estoy seguro -dijo con su mejor sarcasmo de fiscal.
El caso de la fiscalía se había prolongado durante toda la semana anterior. Yo había ayudado con un par de contrainterrogatorios prolongados, pero la mayor parte del tiempo la había ocupado Golantz insistiendo en el ensañamiento. Mantuvo en el estrado de los testigos durante- casi un día entero al forense que había realizado las autopsias de Mitzi Elliot y Johan Rilz, describiendo con exasperante detalle cómo y cuándo habían muerto las víctimas. Tuvo al contable de Walter Elliot en el estrado medio día, explicando las finanzas del matrimonio Elliot y cuánto perdería Walter con un divorcio. Y mantuvo al técnico criminalista durante casi el mismo tiempo, explicando su hallazgo de altos niveles de residuos de disparo en las manos y ropa del acusado.
Entre estos testimonios clave, llevó a cabo interrogatorios más breves de testigos menores, y por último finalizó el viernes por la tarde con uno lacrimógeno. Puso a la mejor amiga de toda la vida de Mitzi Elliot en el estrado. La mujer testificó sobre los planes de Mitzi de divorciarse de su marido en cuanto venciera el contrato prematrimonial. Habló de la pelea entre marido y mujer cuando se reveló el plan y mencionó que había visto moretones en los brazos de la señora Elliot al día siguiente. No paró de llorar durante la hora que estuvo en el estrado y continuamente cayó en testimonio de oídas, a lo que yo protesté. Como era costumbre, le pedí al juez en cuanto terminó la acusación un veredicto directo de absolución. Argumenté que la fiscalía no se había ni acercado a establecer prima facie las acusaciones que pesaban sobre Elliot. Pero también como de costumbre el juez rechazó de plano mi moción y dictó que el juicio pasaría a la fase de la defensa puntualmente a las nueve en punto del lunes siguiente. Pasé el fin de semana preparando la estrategia y a mis dos testigos clave: la doctora Shamiram Arslanian, mi experta en residuos de disparo, y el capitán de policía francés con jet lag llamado Malcolm Pepin. Ya era lunes por la mañana y estaba con las pilas cargadas y listo para empezar. Pero no había juez en el estrado delante de mí.
– ¿Qué está pasando? -me susurró Elliot.
Me encogí de hombros.
– Tiene las mismas probabilidades que yo de adivinarlo. La mayor parte de las veces que el juez no sale, no tiene nada que ver con el caso. Normalmente se trata del próximo juicio de su lista.
Elliot no se calmó. Se le quedó una profunda arruga en el entrecejo. Sabía que estaba ocurriendo algo. Me volví y miré a la galería. Julie Favreau estaba sentada tres filas más atrás con Lorna. Le guiñé el ojo y Lorna me respondió levantando un pulgar. Barrí con la mirada el resto de la galería y me fijé en que detrás de la mesa de la acusación había un hueco en los espectadores que se apiñaban hombro con hombro. No había alemanes. Estaba a punto de preguntarle a Golantz dónde estaba la familia de Rilz cuando un agente del sheriff uniformado se acercó a la barandilla de detrás del fiscal.
– Disculpe.
Golantz se volvió y el agente le hizo una seña con un documento que sostenía.
– ¿Es usted el fiscal? -preguntó el agente-. ¿Con quién he de hablar de esto?
Golantz se levantó y se acercó a la barandilla. Echó una rápida mirada al documento y se lo devolvió.
– Es una citación de la defensa. ¿Es usted el agente Stallworth?
– Exacto.
– Entonces está en el lugar adecuado.
– No, ni hablar. Yo no tengo nada que ver con este caso.
Golantz cogió la citación de nuevo y la estudió. Vi que los engranajes empezaban a girar, pero cuando comprendiera las cosas ya sería demasiado tarde.
– ¿No estaba en la escena de la casa? ¿Y en el perímetro o el control de tráfico?
– Estaba en casa durmiendo. Trabajo en el turno de noche.
– Espere.
Golantz volvió a su escritorio y abrió una carpeta. Vi que comprobaba la lista final de testigos que había entregado dos semanas antes.
– ¿Qué es esto, Haller?
– ¿Qué es qué? Está ahí.
– Esto es una argucia.
– No, no lo es. Lleva ahí dos semanas.
Me levanté y me acerqué a la barandilla.
– Agente Stallworth, soy Michael Haller.
Stallworth se negó a darme la mano. Avergonzado delante de la galería del público, insistí.
– Soy yo quien le ha citado. Si espera en el pasillo, trataré de que entre y salga en cuanto se inicie la sesión. Hay un poco de retraso con el juez, pero espere tranquilo y lo llamarán enseguida.
– No, se equivoca. No tengo nada que ver con este caso. Acabo de terminar el servicio y me voy a casa.
– Agente Stallworth, no hay ningún error, y aunque lo hubiera no puede no presentarse a una citación. Sólo el juez puede dejarle marchar a petición mía. Si se va a casa lo va a poner furioso. No creo que quiera que se ponga furioso con usted.
El agente resopló como si estuviera fuera de sí. Miró a Golantz en busca de ayuda, pero el fiscal sostenía un móvil contra su oreja y estaba susurrando en él. Tenía la sensación de que era una llamada de emergencia.
– Mire -le dije a Stallworth-, sólo vaya al pasillo y…
Oí que desde la parte delantera de la sala decían mi nombre y el del fiscal. Me volví y vi al alguacil señalándonos la puerta que conducía al despacho del juez. Finalmente, algo estaba ocurriendo. Golantz puso fin a su llamada y se levantó. Le di la espalda a Stallworth y seguí a Golantz hacia el despacho del juez.
El juez estaba sentado detrás de su escritorio, con su toga negra. Parecía a punto de levantarse, pero algo lo retenía.
– Caballeros, siéntense -dijo.
– Señoría, ¿quiere que venga el acusado? -pregunté.
– No, no creo que sea necesario. Siéntense y les explicaré lo que está ocurriendo.
Golantz y yo nos sentamos uno al lado del otro, enfrente del juez. Sabía que Golantz estaba pensando en silencio en la citación de Stallworth y en lo que podía significar. Stanton se inclinó y juntó las manos encima de un trozo de papel doblado en el escritorio delante de él.
– Tenemos una situación inusual aquí que implica la mala conducta de un jurado -dijo-. Todavía se está… desarrollando y pido disculpas por haberles tenido esperando sin saber.
Se detuvo y los dos lo miramos, preguntándonos si se suponía que teníamos que irnos y volver a la sala o si podíamos hacer preguntas, pero Stanton continuó al cabo de un momento.
– Mi oficina recibió una carta el jueves dirigida a mí personalmente. Desafortunadamente, no tuve ocasión de abrirla hasta después de la sesión del viernes; hago una especie de sesión de puesta al día antes del fin de semana y después de que todo el mundo se vaya a casa. La carta decía… Bueno, aquí está la carta. Yo ya la he tocado, pero no la toquen ninguno de los dos.
Desdobló el trozo de papel que había tocado con las manos y nos permitió leerlo. Me levanté para poder inclinarme sobre el escritorio. Golantz era lo bastante alto -incluso sentado- para no tener que hacerlo.
Juez Stanton, ha de saber que el jurado número siete no es quien cree que es ni quien dice ser. Compruébelo en Lockheed y compruebe sus huellas. Tiene antecedentes de detención.
La carta parecía salida de una impresora láser. No había otras marcas en la página más que las dos arrugas del pliegue.
Me volví a sentar.
– ¿Ha guardado el sobre en el que llegó? -pregunté.
– Sí -contestó Stanton-. No hay remite y el matasellos es de Hollywood. Voy a pedir al laboratorio del sheriff que examine la nota y el sobre.
– Señoría, espero que no haya hablado todavía con este jurado -dijo Golantz-. Deberíamos estar presentes y formar parte del interrogatorio. Esto podría ser una estratagema de alguien para quitar a este jurado de la tribuna.