– ¿Qué le parece noventa y cuatro?
– Algo así. Fueron muchos. Disparó a diestro y siniestro.
Stallworth estaba cansado y contenido, pero no dudaba en sus respuestas. No tenía ni idea de cómo encajaban en el caso Elliot y no parecía preocuparse por tratar de ayudar a la acusación con respuestas cortas y concisas. Probablemente estaba enfadado con Golantz por no haberle librado de testificar.
– ¿Así que lo detuvo y lo llevó a la vecina comisaría de Malibú?
– No, lo llevé hasta el calabozo del condado en el centro, donde lo pusieron en la planta psiquiátrica.
– ¿Cuánto duró el trayecto?
– Alrededor de una hora.
– ¿Y luego volvió a Malibú?
– No, primero llevé a reparar el cuatro-alfa. Wyms había roto el retrovisor lateral de un disparo. Mientras estaba en el centro fui al garaje y lo sustituyeron. Eso me ocupó el resto de mi turno.
– Entonces, ¿cuándo volvió el coche a Malibú? -Con el cambio de turno. Se lo entregué a los del turno de día.
Consulté mis notas.
– Es decir, ¿los agentes… Murray y Harber?
– Exacto.
Stallworth bostezó y hubo un murmullo de risas en la sala.
– Sé que hemos pasado de su hora de irse a dormir, agente. No tardaré mucho más. Cuando entregan el coche de un turno a otro, ¿limpian o desinfectan el vehículo de algún modo?
– Se supone. En realidad, a no ser que alguien vomite en el asiento de atrás no lo hace nadie. Los coches salen de rotación una o dos veces por semana y los limpian en el taller.
– ¿Eli Wyms vomitó en su coche?
– No, me habría enterado.
Más murmullo de risas. Bajé la mirada desde el atril a Golantz y él no estaba sonriendo en absoluto.
– De acuerdo, agente Stallworth, veamos si lo tengo claro. Eli Wyms fue detenido por dispararle y por disparar al menos otros noventa y tres tiros esa madrugada. Fue detenido, esposado con las manos a la espalda y transportado al centro. ¿Estoy errado en algo?
– Me suena correcto.
– En el vídeo se ve al señor Wyms en el asiento trasero derecho. ¿Estuvo allí durante el trayecto de una hora hasta el centro?
– Sí. Lo llevaba con el cinturón.
– ¿Es procedimiento estándar poner a un detenido en el lado derecho?
– Sí. No quieres tenerlo detrás de ti cuando estás conduciendo.
– Agente, también me he fijado en la cinta en que no puso las manos del señor Wyms en bolsas de plástico ni nada similar antes de colocarlo en el coche patrulla, ¿por qué?
– No lo consideramos necesario.
– ¿Por qué?
– Porque no iba a ser una complicación. Había pruebas abrumadoras de que había disparado las armas que tenía en su posesión. No nos preocupaba la cuestión de los tests de residuos de disparo.
– Gracias, agente Stallworth, espero que pueda dormir un rato.
Me senté y dejé el testigo para Golantz. Él se levantó lentamente y se situó tras el atril. Ahora el fiscal ya sabía exactamente adonde me dirigía, pero había poco que pudiera hacer para impedírmelo. Sin embargo, debo reconocer su mérito. Encontró una pequeña fisura en mi interrogatorio y se esforzó por explotarla.
– Agente Stallworth, ¿cuánto tiempo esperó aproximadamente a que repararan su coche en el concesionario del centro?
– Unas dos horas. Sólo tenían a un par de hombres en el turno de noche y tenían que hacer malabarismos.
– ¿ Se quedó con el coche las dos horas?
– No, aproveché una mesa que había en la oficina para redactar el atestado de la detención de Wyms.
– Y ha testificado antes que, al margen de cuál sea el procedimiento, generalmente confía en que el equipo del taller mantenga los coches limpios, ¿ es correcto?
– Sí, así es.
– ¿Hace una solicitud especial o el personal del taller se ocupa de limpiar y mantener el coche?
– Nunca he hecho una petición formal. Supongo que simplemente lo hacen.
– Veamos, durante esas dos horas que estuvo alejado del 356 coche y escribiendo el atestado, ¿sabe si los empleados del taller lo limpiaron o desinfectaron?
– No, no lo sé.
– Podrían haberlo hecho y no necesariamente lo habría sabido, ¿no?
– Sí.
– Gracias, agente.
Vacilé pero me levanté para la contrarréplica.
– Agente Stallworth, ha dicho que tardaron dos horas en reparar el coche porque andaban ocupados y faltos de personal, ¿correcto?
– Correcto.
Lo dijo con un tono de «joder, ya me estoy hartando de esto».
– Así que es poco probable que estos tipos tuvieran tiempo de limpiar el coche si no se lo pedía, ¿correcto? -No lo sé. Tendría que preguntárselo a ellos.
– ¿Les pidió específicamente que limpiaran el coche?
– No.
– Gracias, agente.
Me senté y Golantz renunció a otro turno.
Era casi mediodía. El juez hizo una pausa para comer, pero dio al jurado y los letrados únicamente cuarenta y cinco minutos porque pretendía recuperar el tiempo perdido por la mañana. A mí me venía de primera. A continuación, iba mi testigo estrella y cuanto antes la pusiera en el estrado, antes obtendría mi cliente un veredicto de absolución.
49
La doctora Shamiram Arslanian era una testigo sorpresa. No en términos de su presencia en el juicio -había estado en la lista de los testigos desde antes de que yo estuviera en el caso-, sino en términos de su apariencia física y personalidad. Su nombre y curriculum en investigación criminalística conjuraban la imagen de una mujer grave, taciturna y científica; una bata blanca de laboratorio y el pelo liso recogido en un moño. Pero no era nada de eso: era una rubia vivaz de ojos azules, con una disposición alegre y sonrisa fácil. No era sólo fotogénica: era telegénica. Sabía expresarse y tenía seguridad en sí misma, pero no era en absoluto arrogante. Su descripción en una palabra era la descripción que todo abogado desea de sus testigos: agradable. Y era raro conseguir eso en una testigo que presentaba tu caso criminalístico.
Había pasado la mayor parte del fin de semana con Shami, como prefería que la llamaran. Habíamos revisado los indicios de residuos de disparo en el caso Elliot y el testimonio que proporcionaría para la defensa, así como el contrainterrogatorio que podía esperar recibir de Golantz. Lo habíamos demorado hasta tan tarde para evitar problemas de revelación. Lo que mi testigo no sabía no podía revelarlo al fiscal, así que la mantuvimos en desconocimiento de la bala mágica hasta el último momento posible.
No cabía duda de que era una celebridad. En una ocasión había presentado un programa sobre sus propios éxitos en Cortes TV. Le pidieron dos veces un autógrafo cuando la llevé a cenar al Palm y tuteó a un par de ejecutivos de televisión que se acercaron a la mesa. También cobraba tarifa de celebridad. Por cuatro días en Los Ángeles para estudiar, preparar y testificar recibiría una tarifa plana de 10.000 dólares más gastos. Buen trabajo si podías conseguirlo, y ella podía. Era bien sabido que Arslanian estudiaba las numerosas peticiones que recibía y que sólo aceptaba aquellas en las que creía que se había cometido un error gravoso o un desliz de justicia. Tampoco venía mal tener un caso que atraía la atención de los medios nacionales.
Me bastaron diez minutos con ella para saber que merecía hasta el último centavo que iba a costarle a Elliot. Sería un problema doble para la acusación. Su personalidad iba a ganarse al jurado y sus hechos iban a ser la puntilla. Buena parte del trabajo en un juicio se reduce a quién testifica y no sólo a lo que su testimonio realmente revela. Se trata de vender el caso al jurado, y Shami podía vender cerillas quemadas. El testigo criminalístico de la acusación era un ratón de laboratorio con la personalidad de un tubo de ensayo. Mi testigo había presentado un programa televisivo llamado Químicamente dependiente.
Oí el rumor del reconocimiento en la sala cuando mi testigo hizo su entrada desde atrás, concitando todas las miradas al acercarse por el pasillo central, cruzar la cancela y el campo de pruebas hasta el estrado de los testigos. Llevaba un traje azul marino que se adaptaba a sus curvas y realzaba la melena de rizos rubios que caía sobre sus hombros. Hasta el juez Stanton parecía obnubilado. Pidió a un alguacil que le llevara un vaso de agua antes incluso de que prestara el juramento. Al experto crimina-lístico de la acusación no le había preguntado si necesitaba nada.