– Entiendo. ¿Qué ha descubierto?
– El abuelo de Elliot fundó una compañía de fosfatos hace setenta y ocho años. Trabajó en ella, después trabajó el padre de Elliot y después el propio Elliot, pero a éste no le gustaba mancharse las manos con el negocio de los fosfatos y vendió la compañía un año después de que su padre muriera de un ataque al corazón. Era una empresa de propiedad privada, así que el registro de la venta no es público. Los periódicos de la época cifraron la venta en treinta y dos millones.
– ¿Y el crimen organizado?
– Mi hombre no ha podido encontrar ni rastro. Le pareció que fue una operación limpia, legal. Elliot te dijo que era un testaferro y que lo enviaron aquí para invertir su dinero. No dijo nada de que vendiera su propia compañía y trajera el dinero aquí. Ese tipo te está mintiendo.
Asentí con la cabeza.
– Vale, Cisco, gracias.
– ¿Me necesitas en la sala? Tengo unas cuantas cosas en las que sigo trabajando. He oído que el jurado número siete no ha aparecido esta mañana.
– Sí, ha desaparecido. Y no te necesito en el tribunal.
– Vale, colega, ya te llamaré.
Se dirigió hacia los ascensores y yo me quedé mirando a mi cliente departiendo con los periodistas. Empecé a sentir una quemazón y el calor fue aumentando al avanzar entre la multitud para recogerlo.
– Muy bien, amigos -dije-. No hay más comentarios. No hay más comentarios.
Agarré a Elliot del brazo, sacándolo de la multitud y llevándolo por el pasillo. Aparté a un par de periodistas que nos seguían hasta que finalmente estuvimos lo bastante alejados para poder hablar en privado.
– Walter, ¿qué estaba haciendo?
Estaba sonriendo con regocijo. Cerró el puño y golpeó el aire.
– Metiéndoselo por el culo. Al fiscal, a los sheriffs y a todos ellos.
– Sí, bueno, será mejor esperar con eso. Aún queda mucho. Quizás hayamos ganado la batalla, pero aún no hemos ganado la guerra.
– Oh, vamos. Está en el bote, Mick. Ha estado genial. O sea, ¡quiero casarme con ella!
– Sí, ha estado bien, pero mejor esperemos a ver cómo le va en el contrainterrogatorio antes de que le compre el anillo, ¿vale?
Otra periodista se acercó y le dije que se fuera a paseo, luego me volví a mi cliente.
– Escuche, Walter, hemos de hablar.
– Vale, hablemos.
– He pedido a un investigador privado que compruebe su historia en Florida y acabo de enterarme de que era todo mentira. Me mintió, Walter, y le dije que nunca me mintiera.
Elliot negó con la cabeza y pareció enfadado conmigo por pincharle el globo. Para él, que lo pillaran en una mentira era una inconveniencia menor, una molestia que no tendría que haber sacado a relucir.
– ¿Por qué me mintió, Walter? ¿Por qué urdió esa historia?
Se encogió de hombros y no me miró cuando habló.
– ¿La historia? La leí en un guión. Rechacé el proyecto, pero recuerdo la historia.
– Pero ¿por qué? Soy su abogado. Puede decirme cualquier cosa. Le pedí que me dijera la verdad y me mintió. ¿Por qué?
Finalmente me miró a los ojos.
– Sabía que tenía que encender un fuego bajo sus pies.
– ¿Qué fuego? ¿De qué está hablando?
– Venga, Mickey. No vamos…
Elliot se estaba volviendo para dirigirse a la sala, pero lo agarré con fuerza por el brazo.
– No, quiero escucharlo. ¿Qué fuego encendió?
– Todo el mundo va a volver a entrar. El descanso ha terminado y deberíamos volver.
Lo agarré con más fuerza.
– ¿Qué fuego, Walter?
– Me está haciendo daño en el brazo.
Aflojé un poco, pero no lo solté. No dejé de mirarlo a los ojos.
– ¿Qué fuego?
Elliot volvió a apartar la mirada y puso expresión de hartazgo. Finalmente lo soltó.
– Mire -dijo-. Desde el principio necesitaba que creyera que no lo hice. Era la única forma de saber que iba a hacerlo lo mejor posible. Que sería implacable. -Lo miré y vi que la sonrisa se convertía en una expresión de orgullo-. Le dije que sé leer a la gente, Mick. Sabía que necesitaba algo en lo que creer. Sabía que si era un poco culpable, pero no culpable del crimen mayor, entonces le daría lo que necesitaba. Le devolvería su fuego.
Dicen que en Hollywood los mejores actores están detrás de la cámara. En ese momento supe que era cierto. Supe que Elliot había matado a su mujer y a su amante y que incluso estaba orgulloso de ello. Conseguí que me saliera la voz y hablé.
– ¿De dónde sacó la pistola?
– Ah, la tenía. La compré bajo mano en un mercado en los setenta. Era fan de Harry el Sucio y quería una cuarenta y cuatro. La guardaba en la casa de la playa por protección. ¿Sabe?, hay muchos vagabundos en la playa.
– ¿Qué ocurrió realmente en esa casa, Harry?
Asintió como si su plan en todo momento hubiera sido tomarse este momento para contármelo.
– Lo que ocurrió fue que fui a enfrentarme a ella y a quien se estuviera tirando todos los lunes como un reloj. Pero cuando llegué allí, me di cuenta de que era Rilz. Me lo había pasado por delante de mis narices como un maricón, lo llevaba con nosotros a cenas, fiestas y premieres y probablemente se reían de eso después. Se reían de mí, Mick.
»Me sacó de mis casillas. De hecho me enfurecí. Saqué la pistola del armario, me puse guantes de goma de debajo del fregadero y subí. Debería haber visto la expresión de sus rostros al ver esa gran pistola.
Lo miré un buen rato. Había tenido antes clientes que me habían confesado. Pero normalmente lo hacían llorando, retorciéndose las manos, batallando con los demonios que sus crímenes habían creado en su interior. Pero no Walter Elliot. El era frío hasta el final.
– ¿Cómo se desembarazó del arma?
– No había ido solo. Tenía alguien conmigo que se llevó el arma, los guantes y mi ropa. Volvió a la playa, subió a la autovía del Pacífico y tomó un taxi. Entre tanto, yo me lavé y me cambié, luego llamé al 911.
– ¿Quién le ayudó?
– No necesita saber eso.
Asentí. No porque estuviera de acuerdo con él, sino porque ya lo sabía. Tuve un fogonazo de Nina Albrecht abriendo con facilidad la puerta de la terraza cuando yo no supe hacerlo. Mostraba una familiaridad con el dormitorio de su jefe que me había asombrado en el momento en que lo había visto.
Aparté la mirada de mi cliente y miré al suelo. Lo habían gastado un millón de personas que habían caminado un millón de kilómetros en busca de justicia.
– Nunca conté con la transferencia, Mick. Cuando me dijeron si quería hacer el test, estuve encantado. Pensaba que estaba limpio y que ellos lo verían y sería el final. Ni pistola, ni residuo ni caso. -Negó con la cabeza por lo cerca que había estado-. Gracias a Dios que hay abogados como usted.
Lo fulminé con la mirada.
– ¿Mató a Jerry Vincent?
Elliot me miró a los ojos y negó con la cabeza.
– No. Pero fue un golpe de suerte porque terminé con un abogado mejor.
No sabía cómo responder. Miré por el pasillo a la puerta de la sala. El agente me saludó y me hizo una seña para que entrara. El receso había terminado y el juez estaba listo para empezar. Asentí y levanté un dedo para pedirle que esperara. Sabía que el juez no ocuparía su estrado hasta que le dijeran que los abogados estaban en su sitio.
– Vuelva a entrar -le dije a Elliot-. He de ir al lavabo.
Elliot caminó tranquilamente hacia el agente que esperaba. Yo me apresuré a entrar en el cuarto de baño y fui a uno de los lavamanos. Me eché agua fría en la cara, salpicándome mi mejor traje y camisa, pero sin que me importara en absoluto.
51
Esa noche envié a Patrick al cine porque quería la casa para mí. No quería televisión ni conversación. No quería interrupción ni a nadie observándome. Llamé a Bosch y le dije que ya no iba a salir. No era para preparar el que probablemente iba a ser el último día del juicio; estaba más que preparado para eso. Tenía al capitán de policía francés listo para entregar otra dosis de duda razonable al jurado.