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Y tampoco era porque ahora sabía que mi cliente era culpable. Podía contar los clientes verdaderamente inocentes que había tenido a lo largo de los años con los dedos de una mano.

La gente culpable es mi especialidad. Pero me sentía magullado porque me habían utilizado. Y porque había olvidado la regla básica: todo el mundo miente.

Y me sentía magullado porque sabía que yo también era culpable. No podía dejar de pensar en el padre y los hermanos de Rilz, en lo que le habían dicho a Golantz sobre su decisión de volver a su país. No esperaban a ver el veredicto si antes suponía ver a su difunta persona amada arrastrada por las cloacas del sistema judicial de Estados Unidos. Había pasado casi veinte años defendiendo culpables y en ocasiones hombres malvados. Siempre había sido capaz de aceptarlo y vivir con ello. Pero no me sentía muy bien conmigo mismo por la actuación que iba a realizar al día siguiente.

Era en esos momentos cuando sentía el deseo más fuerte de volver a las antiguas formas. A encontrar de nuevo esa distancia. A tomar la pastilla contra el dolor físico que sabía que amortiguaría mi dolor interno. Era en esos momentos cuando me daba cuenta de que tenía que enfrentarme a mi propio jurado y que el veredicto inminente era culpable, que no habría más casos después de aquél.

Salí a la terraza, esperando que la ciudad me sacara del abismo en el que había caído. La noche era clara, fría y reparadora. Los Ángeles se extendía delante de mí en un tapiz de luces, cada una un veredicto sobre un sueño. Alguna gente vivía el sueño y otra no. Algunos cumplían con el diez por ciento de sus sueños y otros los mantenían pegados al corazón y tan sagrados como la noche. No estaba seguro de que me quedara siquiera un sueño. Sentía que sólo tenía pecados que confesar.

Al cabo de un rato me sobrevino un recuerdo y en cierto modo sonreí. Era uno de mis últimos recuerdos claros de mi padre, el mejor abogado de su época. Una antigua bola de cristal -una herencia de México procedente de la familia de mi madre- se había hallado rota junto al árbol de Navidad. Mi madre me llevó a la sala para que viera el daño y para darme la oportunidad de confesar mi culpa. En aquella época mi padre estaba enfermo y no iba a ponerse mejor. Había trasladado su trabajo -lo que le quedaba- a casa, al estudio de al lado de la sala. Yo no lo veía a través de la puerta abierta, pero oí su voz en un sonsonete de canción de cuna.

«Que feo pinta, pide la Quinta…»

Sabía lo que significaba. Incluso a los cinco años era el hijo de mi padre en sangre y en ley. Me negué a contestar las preguntas de mi madre. Me negué a incriminarme a mí mismo.

Ahora reí ruidosamente al mirar a la ciudad de los sueños. Me agaché, con los codos sobre la barandilla e incliné la cabeza.

– No puedo seguir haciéndolo -me susurré a mí mismo.

La canción del Llanero Solitario sonó de repente desde la puerta abierta que tenía detrás de mí. Retrocedí de nuevo al interior y miré el teléfono móvil que estaba sobre la mesa, junto a mis llaves. La pantalla decía Número privado. Vacilé, sabiendo exactamente cuánto tiempo sonaría la canción antes de que saltara el contestador.

En el último momento cogí la llamada.

– ¿Es Michael Haller, el abogado?

– Sí, ¿quién es?

– Soy el agente de policía Randall Morris. ¿Conoce a una individua llamada Elaine Ross, señor?

Sentí un puñetazo en las entrañas.

– ¿Lanie? Sí. ¿Qué ha ocurrido?

– Eh, señor, tengo aquí a la señora Ross en Mulholland Drive y no debería conducir. De hecho, se ha desmayado desde que me ha dado su tarjeta.

Cerré los ojos un momento. La llamada parecía confirmar mis temores sobre Lanie Ross. Había vuelto a caer. Una detención volvería a colocarla en el sistema y probablemente le costaría otra temporada en prisión preventiva y rehabilitación.

– ¿A qué calabozo va a llevarla? -pregunté.

– Voy a ser honesto, señor Haller. Estaré en código siete dentro de veinte minutos. Si bajo para acusarla, serán dos horas más y ya he llegado al máximo de horas extra permitidas este mes. Iba a decirle que, si puede pasar usted o enviar a alguien a por ella, estoy dispuesto a darle otra oportunidad, ¿me entiende?

– Sí. Gracias, agente Morris. Iré a buscarla si me da la dirección.

– ¿Sabe dónde está el mirador de Fryman Canyon?

– Sí.

– Estamos ahí mismo. Dese prisa.

– Estaré allí en menos de quince minutos.

Fryman Canyon estaba a pocas manzanas del garaje convertido en casa de invitados donde un amigo dejaba que Lanie viviera sin pagar alquiler. Podía llevarla a casa, volver caminando y recuperar después su coche. Tardaría menos de una hora y eso salvaría a Lanie de ir a prisión y a su coche de ser víctima de la grúa.

Salí de la casa y subí por Laurel Canyon hacia Mulholland. Cuando llegué a la cima, giré a la izquierda y me dirigí al oeste. Bajé la ventanilla y dejé que entrara aire frío al sentir los primeros tirones de la fatiga del día. Seguí por la carretera serpenteante durante casi un kilómetro, frenando cuando mis faros iluminaron a un coyote que se alzaba junto a la carretera.

Mi teléfono móvil zumbó como había estado esperando.

– ¿Por qué ha tardado tanto en llamar, Bosch? -dije a modo de saludo.

– He estado llamando, pero no hay cobertura en el cañón -contestó Bosch-. ¿Es algún tipo de test? ¿Adónde diablos está yendo? Me llamó y me dijo que había terminado hasta mañana.

– Recibí una llamada. A una… dienta mía la han detenido por conducir ebria aquí. El poli le dará una oportunidad si la llevo a casa.

– ¿Desde dónde?

– Del mirador de Fryman Canyon. Ya casi estoy allí.

– ¿Quién era el agente?

– Randall Morris. No dijo si era de Hollywood o de North Hollywood.

Mulholland era frontera entre las dos divisiones policiales. Morris podía trabajar para cualquiera de las dos.

– Muy bien, pare hasta que pueda comprobarlo.

– ¿Parar? ¿Dónde?

Mulholland era una serpenteante calle de doble sentido sin sitio para parar salvo los miradores. Si me detenía en cualquier otro lugar, el siguiente coche que tomara la curva se me llevaría por delante.

– Entonces, reduzca.

– Ya he llegado.

El mirador de Fryman Canyon estaba en el lado del valle de San Fernando. Giré a la derecha y pasé junto al cartel que decía que la zona de aparcamiento estaba cerrada después de anochecer.

No vi el coche de Lanie ni un coche patrulla. La zona de aparcamiento estaba vacía. Miré mi reloj. Sólo habían pasado doce minutos desde que le había dicho al agente Morris que llegaría en menos de quince.

– ¡Maldita sea!

– ¿Qué? -preguntó Bosch.

Apreté la palma de mi mano en el volante. Morris no había esperado. Había seguido adelante y se había llevado a Lanie al calabozo.

– ¿Qué? -repitió Bosch.

– No está aquí -dije-. Ni tampoco el policía. Se la ha llevado al calabozo.

Me iba a tocar adivinar a qué comisaría habían transportado a Lanie y probablemente pasar el resto de la noche arreglando la fianza y llevándola a casa. Al día siguiente estaría destrozado en el juicio.

Puse la transmisión en Park, bajé y miré a mi alrededor. Las luces del valle se extendían más abajo del precipicio a lo largo de kilómetros.

– Bosch, he de irme. He de tratar de averiguar…

Capté movimiento con el rabillo de mi ojo izquierdo. Me volví y vi una figura saliendo de los altos arbustos que había junto al descampado del aparcamiento. Al principio pensé que era un coyote, pero entonces vi que era un hombre. Iba vestido de negro y llevaba un pasamontañas que le cubría la cara. Al enderezarse, vi que levantaba un arma hacia mí.