– Así que le dijeron todo esto y unieron fuerzas. ¿No es maravilloso? Gracias por decírmelo.
– Como he dicho, no necesitaba saberlo.
Un hombre con chaqueta del FBI cruzó la zona de aparcamiento por detrás de Bosch y su cara apareció momentáneamente iluminada desde arriba. Me sonaba familiar, pero no lograba situarlo. Hasta que lo imaginé con bigote.
– Eh, aquí está el capullo que me mandó el otro día -dije lo bastante alto para que el agente que pasaba lo oyera-. Tiene suerte de que no le metí una bala en la cara en la puerta.
Bosch me puso las dos manos en el pecho y me apartó unos pasos.
– Cálmese, abogado. Si no hubiera sido por el FBI, no habría tenido el personal suficiente para vigilarlo. Y ahora mismo yacería al pie de la montaña.
Le aparté las manos del pecho, pero me calmé. Mi rabia se disipó al aceptar la realidad de lo que Bosch acababa de decir. Y la realidad de que me habían usado como un peón desde el principio. No sólo mi cliente, sino también Bosch y el FBI. Bosch aprovechó el momento para señalar a otro agente, que estaba de pie cerca vigilando.
– Este es el agente Armstead. Ha estado dirigiendo el lado del FBI de la operación y tiene unas preguntas para usted.
– ¿Por qué no? Nadie responde las mías, así que puedo responder las suyas.
Armstead era un agente joven y bien cuidado, con un corte de pelo de precisión militar.
– Señor Haller, llegaremos a sus preguntas en cuanto podamos -dijo-. Ahora mismo tenemos una situación incierta y su cooperación será sumamente apreciada. ¿Es el jurado número siete el hombre al que sobornó Vincent?
Miré a Bosch con expresión de «¿quién es este tío?».
– ¿Cómo voy a saberlo? Yo no formaba parte de eso. Si quiere una respuesta, pregúntele a él.
– No se preocupe. Le haremos muchas preguntas. ¿ Qué estaba haciendo aquí arriba, señor Haller?
– Ya se lo he contado. Se lo conté a Bosch. Recibí una llamada de alguien que dijo que era policía. Dijo que había aquí una mujer a la que conocía personalmente y que podía subir y llevarla a casa y ahorrarle el problema de acusarla por conducir con exceso de alcohol.
– Comprobamos ese nombre que me dio en el teléfono -dijo Bosch-. Hay un Randall Morris en el departamento. Está en bandas en South Bureau.
Asentí con la cabeza.
– Sí, bueno, creo que ahora está bastante claro que era una llamada falsa. Pero conocía el nombre de mi amiga y tenía mi móvil. En ese momento me pareció convincente, ¿vale?
– ¿Cómo consiguió él el nombre de la mujer? -preguntó Armstead.
– Buena pregunta. Teníamos una relación (una relación platónica), pero no he hablado con ella desde hace casi un mes.
– Entonces, ¿cómo iba a saber de ella?
– Joder, me está preguntando cosas que no sé. Vaya a preguntárselo a McSweeney.
Me di cuenta inmediatamente de que había patinado. No conocería el nombre a no ser que hubiera estado investigando al jurado número siete.
Bosch me miró con curiosidad. No sé si se dio cuenta de que se suponía que el jurado tenía que ser anónimo incluso entre los abogados del caso. Antes de que pudiera hacerme una pregunta, me salvó alguien que gritaba desde los arbustos por donde casi me habían tirado.
– ¡Tengo la pistola!
Bosch me señaló con el dedo en el pecho.
– Quédese aquí.
Observé a Bosch y Armstead alejándose y uniéndose a unos pocos agentes más mientras estudiaban el arma que habían encontrado bajo el haz de una linterna. Bosch no tocó el arma, pero se inclinó a la luz para examinarla de cerca.
La obertura de Guillermo Tell empezó a sonar detrás de mí. Me volví y vi mi teléfono caído sobre la grava con su pantallita cuadrada brillando como un faro. Me acerqué y lo recogí. Era Cisco y respondí a la llamada.
– Cisco, luego te llamo.
– Que sea deprisa. Tengo buena información para ti. Vas a querer saber esto.
Cerré el teléfono y observé a Bosch terminando su estudio del arma y luego acercándose a McSweeney. Se inclinó junto a él y le susurró algo al oído. No esperó respuesta. Se limitó a darse la vuelta y caminó de nuevo hacia mí. Sabía incluso bajo la tenue luz de luna que estaba excitado. Armstead lo siguió.
– La pistola es una Beretta Bobcat, como la que buscábamos por Vincent -dijo-. Si la balística coincide, tenemos a este tipo envuelto para regalo. Me encargaré de que reciba una mención de honor del ayuntamiento.
– Bueno. La enmarcaré.
– Explíqueme esto, Haller, y puede empezar con él siendo la persona que mató a Vincent. ¿Por qué quería matarle también a usted?
– No lo sé.
– El soborno -preguntó Armstead-, ¿es el que cobró el dinero?
– Misma respuesta que le di hace cinco minutos: no lo sé. Pero tiene sentido.
– ¿Cómo conocía el nombre de su amiga?
– Tampoco lo sé.
– Entonces, ¿de qué me sirve? -preguntó Bosch. Era una buena pregunta y la respuesta inmediata no me sentaba bien.
– Mire, detective, yo…
– No se moleste. ¿Por qué no se mete en el coche y se larga? Nos ocuparemos desde aquí.
Se volvió y empezó a alejarse y Armstead lo siguió. Yo vacilé y entonces llamé a Bosch. Le hice una seña para que volviera. Él le dijo algo al agente del FBI y se me acercó solo.
– Nada de mentiras -dijo con impaciencia-. No tengo tiempo.
– Vale, ésta es la cuestión. Creo que quería que pareciera que salté.
Bosch lo consideró y luego negó con la cabeza.
– ¿Suicidio? ¿Quién creería eso? Tenía el caso de la década. Está en la cima, en la tele. Y tiene una hija de la que ocuparse. Suicidio no colaría.
Asentí con la cabeza.
– Sí colaría.
Me miró y no dijo nada, esperando que me explicara.
– Soy un adicto en recuperación, Bosch. ¿Sabe lo que es eso?
– ¿Por qué no me lo cuenta?
– La historia sería que no pude soportar la presión del gran caso y toda la atención, y que había recaído o estaba a punto de hacerlo. Así que salté en lugar de volver a eso. No es algo fuera de lo común, Bosch. Lo llaman la salida rápida. Y me hace pensar que…
– ¿Qué?
Señalé por el descampado al jurado número siete.
– Que él y la persona para la que trabajaba sabían mucho de mí. Hicieron una investigación profunda. Averiguaron lo de mi adicción y el nombre de Lanie. Luego pensaron un plan sólido para deshacerse de mí, porque no podían volver a dispararle a otro abogado sin atraer un escrutinio masivo sobre lo que tenían en marcha. Si lo mío pasaba por suicidio, habría mucha menos presión.
– Sí, pero ¿por qué necesitaban desembarazarse de usted?
– Supongo que pensaban que sabía demasiado.
– ¿Sabía demasiado?
Antes de que pudiera responder, McSweeney empezó a gritar desde el otro lado del descampado.
– ¡Eh! Allí con el abogado. Quiero hacer un trato. ¡Puedo darle algunos peces gordos! ¡Quiero hacer un trato!
Bosch esperó a ver si había más, pero eso era todo.
– ¿Mi consejo? -dije-. Vaya y golpee ahora que el hierro está caliente, antes de que recuerde que tiene derecho a un abogado.
Bosch asintió.
– Gracias, entrenador. Pero creo que sé lo que hago.
Empezó a cruzar el descampado.
– Eh, Bosch, espere -lo llamé-. Me debe algo antes de ir allí.
Bosch se detuvo y le hizo una señal a Armstead para que fuera con McSweeney. Luego volvió conmigo.
– ¿Qué le debo?
– Una respuesta. Esta noche le llamé y le dije que no iba a salir hasta mañana. Se suponía que tenía que reducir la vigilancia a un coche, pero aquí está Dios y la madre. ¿Qué le hizo cambiar de idea?
– No lo ha oído, ¿no?
– ¿Oír qué?
– Puede dormir hasta tarde mañana, abogado. Ya no hay juicio.