Holder dejó el bolígrafo y me miró por encima de las gafas.
– ¿Qué?
– Renuncio. Volví demasiado pronto o probablemente no debería haber vuelto. Pero he terminado.
– Eso es absurdo. Su defensa del señor Elliot ha sido la comidilla de esta sala. Vi partes en televisión. Claramente le ha estado dando una lección al señor Golantz, y no creo que haya muchos observadores que apostaran contra una absolución.
Rechacé los cumplidos.
– En cualquier caso, señoría, no importa. No es la verdadera razón por la que estoy aquí.
La juez se quitó las gafas y las puso sobre la mesa. Parecía vacilante, pero enseguida me planteó la siguiente pregunta.
– Entonces, ¿por qué está aquí?
– Porque, señoría, quiero que sepa que lo sé. Y pronto lo sabrán todos los demás.
– Estoy segura de que no sé de qué está hablando. ¿Qué sabe, señor Haller?
– Sé que está en venta y que ha tratado de que me maten.
Ella espetó una risa, pero no había regocijo en sus ojos, sólo dagas.
– ¿Es algún tipo de broma?
– No, no es broma.
– Entonces, señor Haller, le sugiero que se calme y se serene. Si va por esta sala haciendo esta clase de acusaciones descabelladas, habrá consecuencias para usted. Severas consecuencias. Quizá tiene razón: está sintiendo el estrés de volver demasiado pronto de la rehabilitación.
Sonreí y supe por su expresión que ella se había dado cuenta inmediatamente de su error.
– Ha patinado, ¿verdad, señoría? ¿Cómo sabía que estaba en rehabilitación? Mejor aún, ¿cómo sabía el jurado número siete cómo sacarme de casa anoche? La respuesta es que me había investigado. Me tendió una trampa y envió a McSweeney a matarme.
– No sé de qué está hablando y no conozco a ese hombre del que dice que trató de matarlo.
– Bueno, creo que él la conoce a usted, y la última vez que lo vi estaba a punto empezar a cantar la canción de hagamos un trato con el gobierno federal.
La información le golpeó como un puñetazo en el vientre. Sabía que ni a Bosch ni a Armstead les haría gracia que se lo contara a la juez, pero no me importaba. Ninguno de ellos era el tipo al que habían usado como un peón y al que casi hacen saltar desde Mulholland. Ese tipo era yo, y eso me daba derecho a confrontar a la persona que sabía que estaba detrás de todo ello.
– Lo he descubierto sin tener que hacer un trato con nadie -expliqué-. Mi investigador hizo averiguaciones sobre McSweeney. Hace nueve años lo detuvieron por agresión con arma letal y ¿quién era su abogado? Mitch Lester, su marido. Ahí está la conexión. Lo convierte en un bonito triángulo, ¿no? Usted tiene acceso y control de la reserva de jurados y el proceso de selección. Puede acceder a los ordenadores y fue usted quien me colocó al durmiente en mi jurado. Jerry Vincent le pagó, pero cambió de idea después de que el FBI metiera las narices. No podía correr el riesgo de que Jerry hiciera un trato con el FBI y les ofreciera una juez a cambio. Así que envió a McSweeney.
»Luego, cuando ayer todo se fue al garete, decidió hacer limpieza. Envió a McSweeney (el jurado número siete) tras Elliot y Albrecht y luego a por mí. ¿Qué tal lo estoy haciendo, señoría? ¿Se me ha pasado algo hasta ahora?
Dije la palabra «señoría» como si tuviera el mismo significado que basura. Holder se levantó.
– Esto es una locura. No tiene pruebas que me relacionen con nadie que no sea mi marido. Y hacer el salto de uno de sus clientes a mí es completamente absurdo.
– Tiene razón, señoría. No tengo pruebas, pero ahora no estamos en un juicio. Esto es entre usted y yo. Sólo tengo mi instinto y me dice que todo vuelve a usted.
– Quiero que se vaya ahora.
– En cambio, los federales tienen a McSweeney.
Noté que le ponía el miedo en el cuerpo.
– Supongo que no ha tenido noticias suyas. Sí, no creo que le dejen hacer llamadas mientras lo interrogan. Será mejor que él no tenga ninguna de esas pruebas, porque si le pone en ese triángulo estará cambiando su toga negra por un mono naranja.
– Salga o llamaré a la seguridad del tribunal y le detendrán.
Holder señaló a la puerta. Me levanté con calma y lentitud.
– Claro que me voy. ¿Y sabe una cosa? Puede que nunca vuelva a ejercer mi profesión en esta sala, pero le prometo que volveré a ver cómo la procesan. A usted y a su marido. Cuente con ello.
La juez me miró, con el brazo todavía extendido hacia la puerta, y vi que la expresión de sus ojos cambiaba lentamente de la rabia al miedo. Bajó un poco el brazo y luego lo dejó caer del todo. La dejé allí de pie.
Bajé por la escalera porque no quería entrar en un ascensor repleto. Once pisos. Abajo empujé las puertas de cristal y salí del tribunal. Saqué mi teléfono y llamé a Patrick para pedirle que viniera a recogerme. Luego llamé a Bosch.
– He decidido encender un fuego bajo usted y el FBI -le dije.
– ¿Qué significa? ¿Qué ha hecho?
– No quiero esperar mientras el FBI se toma su habitual año y medio para cerrar un caso. En ocasiones la justicia no puede esperar, detective.
– ¿Qué ha hecho, Haller?
– Acabo de tener una conversación con la juez Holder. Sí, lo adiviné sin la ayuda de McSweeney. Le he dicho que los federales tenían a McSweeney y que estaba cooperando. En su lugar y en el del FBI, me daría prisa y mientras tanto la mantendría controlada. No me parece de las que se fugan, pero nunca se sabe. Que pase un buen día.
Cerré el teléfono antes de que Bosch pudiera protestar por mis acciones. No me importaba. El me había usado todo el tiempo. Me sentí bien al pagarle con la misa moneda y que fueran él y el FBI los que bailaran al extremo de la cuerda.
SEXTA PARTE. El último veredicto
54
Bosch llamó a mi puerta temprano el jueves por la mañana. No me había peinado, pero iba vestido. El, por su parte, parecía que había pasado la noche en vela.
– ¿Le he despertado? -preguntó.
Negué con la cabeza.
– He de preparar a mi hija para la escuela.
– Es verdad. Miércoles por la noche y un fin de semana de cada dos.
– ¿Qué pasa, detective?
– Tengo un par de preguntas y pensaba que podría estar 401 interesado en saber cómo está Ja situación.
– Claro. Sentémonos aquí. No quiero que mi hija oiga esto.
Me aplasté el pelo al caminar hacia la mesa.
– No quiero sentarme -dijo Bosch-. No tengo mucho tiempo.
Se volvió hacia la barandilla y apoyó en ella los codos. Yo cambié de dirección e hice lo mismo al lado de él.
– A mí tampoco me gusta sentarme aquí fuera.
– Yo tengo una vista parecida en mi casa -dijo-. Sólo que está al otro lado.
– Supongo que eso nos convierte en caras opuestas de la misma montaña.
Apartó un momento la mirada de la panorámica.
– Algo así.
– Bueno, ¿qué está pasando? Pensaba que estaría demasiado enfadado conmigo para decírmelo.
– La verdad es que yo también creo que el FBI se mueve demasiado despacio. No les gusta mucho lo que ha hecho, pero a mí no me importa. Ha puesto las cosas en marcha.
Bosch se enderezó y se apoyó en la barandilla, con la vista de la ciudad a su espalda.
– Así pues, ¿qué está pasando? -pregunté.
– El jurado de acusación volvió anoche con cargos. Holder, Lester, Carlin, McSweeney y una mujer que es supervisora en la oficina del jurado y que era quien tenía acceso a los ordenadores. Vamos a detenerlos a todos simultáneamente esta mañana. Así que mantenga la discreción hasta que todo el mundo esté detenido.
Era bonito que confiara en mí lo suficiente para decírmelo antes de las detenciones. Pensaba que sería aún más bonito ir al edificio del tribunal penal y ver cómo se llevaban a la juez Holder esposada.