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— Las aletas son las aletas — respondió el hombre de la bata azul —. Eso no se cura en un día. ¿Qué hay del correo?

— Ahora voy — respondió Van —. Ya queda poco.

— ¿Hay algo para mi?

— Espera un instante.

— ¡Excelente! — exclamó el médico —. No esperaba de ti otra contestación. — Se acarició el corto bigote y se atuso la estrecha barba. Luego preguntó a Pavlysh —: ¿Llego en el carguero?

— Sí. En lugar de Spiro.

— Encantado, colega. ¿Por mucho tiempo? Se lo digo porque podemos encontrarle trabajo.

— Me agrada ver — dijo Pavlysh —, que, dondequiera que voy, me ofrecen trabajo en seguida, sin preguntarme siquiera que tal lo hago.

— Lo hace usted bien — replicó muy convencido el cirujano —. La intuición no nos engaña nunca. Yo me apellido Terijonski. Mi tatarabuelo era sacerdote.

— ¿Por qué debo yo saber eso?

— Me presento siempre así para evitar chanzas innecesarias. Es un apellido eclesiástico.

Pavlysh volvió a mirar la foto de Marina Kim, como si quisiera persuadirse de que no se había desvanecido. Pronto la vería. Tal vez al cabo de unos minutos. ¿Se asombraría? ¿Se acordaría del húsar Pavlysh? Claro que podía preguntar por ella a Van, pero no quería.

— Todo — dijo Van —. Vamos. ¿Viene usted con nosotros, Pavlysh?

Fueron a una espaciosa sala a la que daban luz varias ventanas abiertas en la roca. El piso estaba revestido de plástico azul. En la parte opuesta a la entrada había una larga mesa y dos hileras de sillas, y cerca de la puerta una mesa de ping pong con la red floja. Van dejo la saca sobre la mesa y, como si cumpliera un rito, fue sacando de ella montoncillos de cartas que disponía en fila.

— Ahora llamo a la gente — dijo Ierijonski.

— Ella misma vendrá — quiso disuadirlo Van —. No te apresures. Pero Ierijonski no le hizo caso. Se acercó a la pared, abrió la portezuela de un pequeño nicho y pulsó un timbre, cuyo intermitente sonido se esparció por los pasillos y las salas de la Estación.

Sobre la mesa de ping pong veíase una fila de retratos que recordaban los de los antepasados en alguna casona solariega. Aquello no era corriente. Pavlysh se puso a mirarlos.

El pomuloso cuarentón de tenaces ojos claros era Ivan Grunin. Al lado había un anciano con los ojos entoldados por espesas y mechosas cejas: Armen Guevorkian. El siguiente retrato pertenecía a un muchacho muy joven, de asombrados ojos azules y puntiagudo mentón. Algo unía a aquellos hombres y hacía que fueran queridos y respetados en la Estación. Habían hecho algo importante en la labor a que se dedicaban los demás y tal vez fueran amigos de Dimov o de Ierijonski… De un momento a otro acudiría la gente que hubiera oído la llamada. Entraría también Marina. Pavlysh se aparto de la mesa de ping pong, pero no quitaba ojo al largo sobre azul destinado a Marina. Yacía encima del montoncillo más pequeño.

Los primeros en aparecer fueron dos médicos que vestían batas azules como la de Ierijonski. Pavlysh procuraba no poner los ojos en la puerta y pensaba en cosas ajenas, por ejemplo, en si sería cómodo jugar al ping pong siendo tan pequeña allí la gravedad. ¿Habría que aumentar el peso de la pelota o bien habituarse a saltar lentamente? En Proyecto, los movimientos de la gente eran más suaves y espacios que en la Tierra.

Los médicos se precipitaron inmediatamente hacia la mesa, pero Van los detuvo:

— Esperad a que vengan todos. Ya sabéis…

Evidentemente, Van era un dogmático que adoraba los ritos.

A Pavlysh se le antojó por un instante que había entrado Marina. La chica aquella era también pelinegra, esbelta y cetrina, pero con eso terminaba todo el parecido. Tenía el pelo mojado y el blanco sari se había adherido en algunos lugares a su húmeda piel.

— Te vas a resfriar sin falta, Sandra — rezongo Ierijonski.

— Aquí no hace frío — dijo la joven.

Hablaba lentamente, como si se esforzara por recordar las palabras.

Luego aspiró profundamente, carraspeo y repitió, en voz más sonora:

— Aquí no hace frío.

La sala estaba ya llena de gente. Vestían todos ropa de trabajo, como si se hubiera sustraído por un instante de sus ocupaciones para reintegrarse a ellas inmediatamente. Pavlysh volvía la cabeza a derecha e izquierda, creyendo que Marina se hallaba ya en la sala y él no la había visto entrar.

Van parecía estar oficiando. Acercó el rimero de cartas oficiales a Dimov; luego fue tomando cartas y paquetes postales del mayor montón y leía en voz alta los apellidos de los destinatarios. Era evidente que aquel rito constituía ya una tradición, pues nadie gruñía, de no ser Ierijonski, rebelde de nacimiento.

La gente se acercaba, recogía las cartas y los paquetes postales para sí y para los que no habían podido acercarse, y la muchedumbre que rodeaba a Van iba perdiendo densidad. La gente se acomodaba allí mismo lo mejor que podía, para leer las cartas, o se marchaba apresuradamente, para escuchar sola alguna grabación. Los montoncillos de la correspondencia iban desapareciendo. Marina Kim no figuraba entre los destinatarios cuyos apellidos leyera Van.

Este tomo el penúltimo paquete y lo tendió a Sandra, diciéndole:

— Para la estación marina. Ahí va un paquete postal para ti.

Luego puso la mano en el ultimo montoncillo de cartas, en el sobre azul para Marina Kim.

— ¿No ha venido nadie de la Cima? — preguntó, y añadió al punto —: Yo lo llevaré. «Naturalmente — pensó Pavlysh —, lo harás con sumo placer». Se dijo que Marina, sin el menor fundamento para ello, estaba haciendo de él, bizarro piloto de altura, un trivial celoso.

— Pavlysh, ¿me oye?

Dimov se hallaba al lado.

— Ahora debo marcharme, pero, cuando regrese, le dedicaré media hora, para preguntas y respuestas. Adivino que, por ahora, no tiene ninguna pregunta que hacerme. Le aconsejo que acompañe a Sandra. Va abajo, a la estación marina.

— Yo me sumo — dijo Ierijonski. Luego se volvió hacia sus colegas y agrego —: Algunos, en vez de reintegrarse a sus puestos de trabajo, se acercan con fines egoístas a nuestro visitante. Responderé por él. No es de la Tierra. Sabe menos que nosotros de lo que sucede allí, no practica el deporte y no colecciona sellos. Es una persona poco interesante y poco enterada. Todo lo demás lo sabrán por el durante la cena.

Una vez que hubo dado fin a su monólogo, deslizó al oído de Pavlysh:

— Es por su propio bien, colega. Lejos del terruño, la gente se vuelve charlatana.

Mientras caminaban por un largo túnel inclinado, al que daban luz las escasas lámparas del techo, desarrolló su pensamiento:

— Si nuestro trabajo fuera intenso, si nos acecharan peligros a cada paso, no advertiríamos el correr del tiempo. Pero el trabajo es monótono, en los laboratorios no abundan las distracciones… Y por eso nos atrae la gente nueva.

— No estás del todo en lo cierto, Erico — dijo Sandra —. Es arriba donde reina la tranquilidad. Otros tienen un trabajo distinto.

La escalera de caracol que empezaban a bajar giraba en torno a un poste vertical, en el que se hallaba el ascensor. Pero prefirieron ir a pie.

— Soy un filosofo de tres al cuarto — continuo Ierijonski —. Debo decide, colega, que las circunstancias de mi trabajo inducen a pensar en abstracto. El carácter, aparentemente prosaico, de nuestra vida presente oculta la presión de futuros cataclismos y torbellinos. Pero, repito, todo eso lo percibimos tan solo como el fondo, y a todo fondo, incluso al más exótico, se habitúa uno muy pronto. Si, Sandra ha dicho que la vida de otros no es aquí tan tranquila. Tal vez… ¿A que hora lo espera Dimov?

— Dentro de treinta minutos.

— Entonces, le mostraremos el acuario y regresaremos en seguida. Escuchar a Dimov es muy interesante, pero no soporta la falta de puntualidad.