Dimov se callo.
— ¿Pereció Grunin? — preguntó Pavlysh.
— Todo no se puede adivinar. Y a quien menos se puede culpar de ello es a Guevorkian. Al crear la bioforma sobre la base de un hombre concreto, debemos recordar que en el nuevo cuerpo queda su cerebro. Toda bioforma es un hombre. Ni más ni menos… Luego vino Drach, y también pereció.
Pavlysh recordó el retrato de Drach en la sala grande de la Estación. A Grunin no pudo recordarlo, pero a Drach, sí, debido, por lo visto, a que era muy joven y de expresión confiada.
— Regresó — dijo Dimov —. Se debía retransformarlo, es decir, devolverle su apariencia humana. Todo debía terminar sin novedad. Pero en Kamchatka, por desgracia, empezó la erupción de un volcán y había que volar el tapón que se había formado en la chimenea, había que meterse en el cráter, penetrar en la chimenea y volar el tapón, ¿comprende? Pidieron a nuestro instituto que ayudara. Guevorkian se negó en redondo. Pero Drach oyó casualmente la conversación. Fue y lo hizo todo, pero no logro volver.
— No querría yo ser bioforma — dijo Pavlysh —. A mi parecer, es inhumano.
— ¿Por qué?
— No sabría explicarlo. Lo creo una aberración. El hombre tortuga…
— ¿Donde esta el limite de sus tolerancias, colega? Diga, ¿es inhumano salir al cosmos con una escafandra?
— Eso es ropa que uno puede quitarse.
— El caparazón de la tortuga no se distingue en principio de la escafandra. La única diferencia es que lleva más tiempo despojarse de el. Hoy lo indigna a usted la bioformación, mañana lo indignaran los transplantes de corazón o de hígado, pasado mañana exigirá que se prohíba hacer abortos y empastar las muelas. Todo eso es injerencia en los asuntos de la altísima Providencia.
Ierijonski se dejó ver bajo el dintel de la puerta, muy a propósito, ya que Dimov no había logrado convencer a Pavlysh, pero éste no lograba encontrar argumentos y no quería parecer un retrógrado.
— ¡Mira en donde se han metido! — exclamó Ierijonski —. Iba buscando a Pavlysh. Nos disponemos a ir en canoa al Monte Torcido. Sandra y Stas nos mostrarán la gruta azul. Han salido para allá nadando, llegarán mañana por la mañana. ¿Dejará usted que Pavlysh venga con nosotros?
— No soy quien para mandarle. Que conozca a Stas Fere. Precisamente estábamos hablando de las bioformas. Casi pacíficamente.
— Me imagino que le habrá usted puesto la cabeza como un tambor — dijo Ierijonski —. Pavlysh conoce ya a Stas.
— ¿Cómo es eso? — exclamo, asombrado, Pavlysh.
— Lo vio usted abajo, cuando fuimos son Sandra al acuario.
— No — dijo Pavlysh —, yo no vi allí a Fere.
— Sandra se fue con él — dijo Ierijonski —. Con él y con Poznanski.
— ¿Los tiburones? — preguntó Pavlysh.
— Si, se parecen a los tiburones.
— ¿Son, entonces, bioformas?
— Fere actuó ya varios meses en los pantanos de Siena. Lo hicieron para trabajar allí. Es aquello un mundo de espanto — dijo Dimov.
— Stas me ha dicho — observo Ierijonski — que aquí se siente como en un balneario. Ni peligros, ni rivales… Es en este océano más fuerte y más veloz que todos.
— ¡Pero eso supone la reconstrucción de todo el organismo!
— Ahora hay en el mundo dos Fere. Uno, aquí, en el océano, y el otro en la Tierra, codificado, célula por célula y molécula por molécula, en la memoria del Centro.
— Bien — dijo Dimov, y se levantó de la butaca —, basta ya de charlar, si no se reunirá aquí, poco a poco, toda la Estación. Siempre nos alegra no trabajar. Confío en que ahora tendrá ya usted una idea, a grandes rasgos, de lo que nos ocupa. Quizás cuando la primera impresión se sedimente, comprenda todavía más…
La canoa desatracó del muro de la gruta, y los rayos de luz de las lámparas se deslizaron, reflejándose en las convexas portillas. Inmediatamente, la canoa se sumergió, y tras las portillas se hizo la oscuridad. Van gobernaba los timones, y las luces de los aparatos ponían siniestros reflejos en su cara. La canoa se metió por debajo de la roca que cerraba la entrada a la gruta, navegó cierto tiempo a gran profundidad, fue luego subiendo, y, tras las portillas, el agua adquirió una luz azul marino y, después, verde botella.
La canoa emergió, se sacudió el agua y navegó rauda, cortando las crestas de las olas, que golpeaban ruidosa y duramente en el fondo, como si un hábil herrero la batiera con un mazo.
El joven, fuerte y grueso Pflug contaba las latas que había en la maleta.
— No podría usted imaginarse la de seres vivos que hay allí — dijo dirigiéndose a Pavlysh —. Si Dimov lo permitiera, me instalaría cerca del Monte Torcido.
— Y te alimentarías de moluscos — dijo Ierijonski.
— Vivir en esa isla es peligroso — terció Van —. Es una zona sísmica. Un paraíso para los geólogos: ahí nace un continente.
— Para mi también es un paraíso — dijo Pflug —. Nos hallamos aquí en un tiempo fabuloso: se forman grandes áreas de tierra firme, y el mundo animal empieza a poblarlas.
A la derecha apareció sobre el horizonte una negra columna.
— Es un volcán submarino — explico Van —. Allí habrá también una isla.
— ¿Por que eligieron este planeta? — preguntó Pavlysh.
— Es mejor que muchos otros — dijo Ierijonski —. Aquí las condiciones no son, digamos, extremas, pero al hombre no le es fácil explorarlo. La atmósfera es enrarecida, las temperaturas son bajas, y gran parte de la superficie está cubierta de océano primitivo. Aquí todo es aun joven, no ha terminado de formarse. En general, resulta un polígono cómodo. Aquí probamos nuevos métodos y buscamos nuevas formas, de ser posible universales. Aquí se entrenan bioformas que han de trabajar en puntos difíciles. Cuando pase algún tiempo con nosotros, comprenderá por que nos place que pusieran a nuestra disposición este charco…
Mientras tanto, el charco hacía rodar a su encuentro dulces olas verdes, y su inmensidad pasmaba. La conciencia de que por más que se navegara no se encontraría nada, de no ser islotes y rocas emergentes del agua, la conciencia de que no había allí ni continentes ni, siquiera, grandes islas, hacia que aquel océano pareciera la perfección misma. En la Tierra había océanos. Allí, Océano con mayúscula.
El sol tocaba a su ocaso, calmo, difuminado por las capas de esponjosas nubes que cubrían el astro con su cendal. Solo lejos, a un lado, se amontonaban negros nubarrones que apenas si se alzaban sobre el horizonte. Lo más seguro era que aquello fuese el infierno, que allí se afanaran los Volcanes.
La isla Monte Torcido apareció al cabo de unas tres horas. De la Estación a ella había cerca de quinientos kilómetros. Era un torcido monte que, al parecer, tratara larga y trabajosamente de salir del océano y hubiera logrado sacar ya del agua un solo hombro. El segundo quedaba sumergido. Por ello la cabeza del monte se inclinaba a un lado, y allí, sobre una profunda fosa, comenzaba un tajo de unos quinientos metros. En cambio, la otra parte de la isla era de dulce pendiente y la enmarcaba un playón salpicado de piedras y de peñascos.
Van imprimió mayor velocidad a la canoa y la hizo despegar de la superficie del agua, pasar por encima de una ancha franja de espumosas olas, que se arremolinaban alrededor de los arrecifes, y amerizar en lugar poco profundo.
Allí donde terminaba la franja del playón y comenzaba la ladera de la montaña había una pequeña cúpula argentada.
— Es nuestra casita — explicó Ierijonski.
Vistieron las caretas. Soplaba un ventarrón que arrastraba punzantes cristales de nieve. Una fina capa de hielo cubría el agua junto a la orilla.