— A la mañana, el hielo tendrá el grosor de un brazo — dijo Van —. Cierto que la salinidad no es aquí muy elevada.
— Ahora, a cenar y a dormir — dijo Pflug.
Saltó el primero a la arena desde la proa de la motora, que salía bastante lejos a la orilla, tendió luego las manos, y Van le paso un cajón con latas. Un frío viento hería las mejillas. Todos, a excepción de Pavlysh, se bajaron las transparentes viseras. Tenía el viento la fuerza y la lozanía de un mundo nuevo.
— Se va a helar por falta de costumbre — dijo Ierijonski, y su voz sonó en el casco laringofónico sordamente, como si llegara de lejos.
Van abrió la puerta del refugio. Por dentro soportaba la cúpula un sólido costillar metálico. La casita había sido construida de modo que pudiera resistir lo que fuese.
— En el peor de los casos — comentó Van —, se verá arrojada de la orilla, al mar, y nosotros luego la recogeremos.
Ierijonski conectó la calefacción y dio salida al aire. La casita se calentó muy rápidamente.
Un tabique dividía en dos partes el refugio, en la delantera, la común, había mesas de trabajo, máquinas y aparatos de control. Tras el tabique se hallaban el almacén y el dormitorio.
— Ahora mismo preparamos la cena — dijo Pflug —. Confieso, pecador de mí, que me gustan las conservas. Toda la vida comería rancho en frío, pero mi mujer no me lo permite.
— ¿Quién usó mi cuchara y durmió en mi cama? — preguntó rigurosamente Ierijonski, acercándose a la mesa —. ¿Quién estuvo aquí de visita?
— Lo sabes — dijo Van — ¿Para qué preguntas?
— Pedí que nadie tocara mi máquina.
Ierijonski mostró un diagnosticador portátil que se veía en un rincón. De el salía una cinta que se amontonaba en el piso.
— ¡Ay, esos amantes de la autoterapia! — suspiró Ierijonski.
— ¿Me permitirán que de un paseo por los alrededores? — preguntó Pavlysh —. Lo sé todo y no me alejare mucho de la casa, no me bañare en el mar ni luchare contra los dragones. Contemplaré el ocaso y volveré enseguida.
— Vaya — dijo Van —, pero no se ocupe de investigaciones por su cuenta, aunque antes no había aquí dragones.
Pavlysh se dirigió hacia al adaptador.
El sol se apretaba contra la ladera del monte, que cubría la mitad del cielo. La nevada era más espesa, y Pavlysh hubo de bajarse la visera. Los copos de nieve golpeaban con fuerza en el casco, por lo que el mundo parecía nubloso, como si Pavlysh se abriera paso a través de una nube de moscas blancas. Se volvió de lado al viento y bajó hacia el agua. La laguna, protegida por los arrecifes, aparecía calma, las olas invadían lentamente la orilla, haciendo crujir el hielo del borde de la playa, y, al retroceder, dejaban allí algas, pequeñas conchas y jirones de espuma. Tras la playa de guijarros se enhiestaban los negros dientes de las rocas, y las piedras desprendidas parecían también negras porque el sol daba en los ojos; más arriba, en la ladera, se alzaban de la negrura unas claras vedijas de vapor y alborotaba rítmicamente un cráter secundario, escupiendo cuajarones de humeante barro. Esta fluía hacia la orilla en arroyuelos ondulados como humo de tabaco y se enfriaba junto al agua. Si en aquella isla había seres vivos, estarían acorazados y serían capaces de tragar las sales minerales de las caldas. O bien bajarían a la orilla para recoger lo que el mar arrojaba parcamente a ella.
Pavlysh caminaba a lo largo de la orilla. El viento le daba en la espalda, lo empujaba. La cúpula de la casita disminuía rápidamente y apenas si se veía ya entre las rocas y las piedras. Pavlysh caminaba con la misma velocidad con que rodaba el sol hacia la ladera del monte. Se disponía a llegar a la lengua de tierra para ver como el astro se ocultaba tras el horizonte. El monte se cernía detrás como una gran fiera somnolienta. Las nubes habían desaparecido, como si se hubiesen apresurado en pos del sol hacia donde había luz y calor. El hielo de la orilla ya no cedía a los débiles golpes de las olas, no se rompía ni se acumulaba en larga cenefa de fragmentos a lo largo del borde de la playa, sino que cubría la laguna como si fuera aceite, y solo en algún que otro lugar de la aceitosa superficie mate podían verse manchas del color del cielo del ocaso. Pavlysh resolvió que debía ya volver sobre sus pasos.
De la ladera del monte se desprendió una piedra, pasó junto a el dando saltos, fue a parar al mar y levantó un surtidor de agua y de pedacitos de helado aceite. Pavlysh miró hacia arriba: ¿no sería un alud? No; la piedra se había desprendido porque del monte bajaba lentamente el dueño y señor de aquellos lugares. Por lo visto, había decidido regalarse con los moluscos de la orilla.
El dueño y señor del lugar ofrecía un aspecto un tanto estremecedor, pero no puso atención alguna en el intruso.
Pavlysh no pudo observarlo como lo habría deseado porque aquel ser se movía por la sombra de la ladera. Se parecía, más que a cualquier otra cosa, a una tortuga de un metro de altura. Sus patas no se veían.
Comprendió Pavlysh que la tortuga no se dirigía simplemente a la orilla, sino hacia el refugio, cortándole el camino de regreso. Se detuvo indeciso. Tal vez fuera una coincidencia casual, y la tortuga no lo hubiera descubierto, aunque también pudiera ocurrir que lo fingiese.
La tortuga llego a una pequeña torrentera de unos dos metros y al instante aparecieron de debajo del caparazón dos brillantes tentáculos que recordaban sierpes; se asió con ellos a las desigualdades de las piedras, salto con facilidad, pendió por un segundo, balanceándose suspendida de los tentáculos, y pasó a la plazoleta junto al geyser. Pavlysh comprendió que la tortuga tenía varias patas, gruesas, fuertes y ágiles.
La tortuga había fingido. No era ni torpe ni lenta. Únicamente aparentaba serlo. Cauteloso, para no llamar la atención del monstruo, Pavlysh tomó a lo largo de la orilla, confiando en que la tortuga solo llegaría a cortarle el camino. Como si hubiera adivinado las intenciones del hombre, la tortuga se deslizó veloz pendiente abajo, ayudándose con sus tentáculos y extremidades, y entonces Pavlysh, presa de un miedo irracional ante la fuerza cruel y primitiva que emanaba del monstruo, echó a correr. Sus pies resbalaban en los guijarros, y la nieve le azotaba la visera.
Corría por el borde mismo de la orilla, el hielo crujía bajo sus pies, y se le antojó ver por un segundo una cara en la negra portilla del refugio… Si lo habían visto, abrirían la puerta.
La escotilla estaba abierta. Pavlysh la cerró rápido, apoyó contra ella la espalda y se esforzó por recuperar el aliento. Ya no le faltaba más que apretar el botón, dejar entrar el aire al adaptador y abrir la escotilla interior. Cuando lo contara todo, seguro que Van le diría: «Ya le advertí que fuera prudente».
Pero Pavlysh no tuvo tiempo de tender la mano hacia el botón de la toma de aire, cuando se dio cuenta de que la escotilla exterior se abría lentamente.
Lo más sensato en aquel instante habría sido cerrarla. Tirar de la palanca y cerrarla. Pero Pavlysh había perdido la presencia de espíritu. Vio que un brillante tentáculo negro se había asido al borde de la escotilla. Y se precipitó adelante para abrir la escotilla interior y ocultarse en el refugio. Sabía que la escotilla interior no se abriría hasta que el adaptador se hubiese llenado de aire, pero confiaba en que los de dentro sabrían ya todo lo que estaba sucediendo y, por ello, desconectarían el equipo automático.
La escotilla no cedía. El adaptador se puso más oscuro. La tortuga llenaba toda la portilla exterior. Pavlysh se volvió, apretó la espalda contra la escotilla interior y levantó las manos a la altura del pecho, aunque comprendía que los tentáculos de la tortuga serían más fuertes que su brazos. Todo lo decidirían unos segundos, ¿habrían comprendido por fin allí dentro lo que ocurría?