En el adaptador se encendió la luz. Pavlysh veía que la tortuga cerraba la escotilla exterior, asiéndose a ella con un tentáculo. Otro descansaba sobre el interruptor. Resultaba que la luz la había encendido la tortuga.
— Lo vengo siguiendo desde el géiser mismo — dijo la tortuga —. ¿Es qué no se dio cuenta? ¿Tal vez se asustara?
El aire llenaba, ruidoso, el adaptador. La voz de la tortuga salía de un hemisferio que tenía en el caparazón.
— En el exterior no puedo gritar — explicó la tortuga —, mi aparato de fonación es poco potente. ¿Es usted nuevo aquí?
La escotilla interior se corrió a un lado. Pavlysh no pudo conservar el equilibrio, y la tortuga lo sostuvo con un tentáculo.
— ¡Cómo corría usted! — dijo Van, sin ocultar su alegría maligna —. Sí, ¡cómo corría! Las formas de vida locales infunden espanto a la intrépida Flota de Altura.
— No corría, lo que hacía era replegarse planificadamente — observó Pflug. Llevaba puesto un delantal. De las cazuelas salía un apetitoso humillo. Los platos estaban ya puestos en la mesa —. ¿Vas a cenar con nosotros, Niels?
La tortuga respondió con sorda voz mecánica:
— No me tomes el pelo, Hans. ¿Es que no te imaginas las ganas que tengo a veces de darme un atracón? ¿O de sentarme a la mesa como las personas? Es sorprendente: el organismo no lo necesita, pero el cerebro lo recuerda todo, hasta el sabor de las cerezas o del jugo de abedul. ¿Has bebido alguna vez jugo de abedul?
— ¿Acaso en Noruega hay abedules? — preguntó, sorprendido, Ierijonski.
— En Noruega hay muchas cosas, comprendidos abedules — respondió la tortuga. Luego, tendió hacia Pavlysh un largo tentáculo, le toco con el la mano y dijo —: Considere que ya nos conocemos. Soy Niels Christianson. No quise asustarlo.
— Me tiemblan las piernas — dijo Pavlysh..
— A mi también me hubieran temblado. La culpa la tengo yo, por no haberle hablado de Niels — dijo Ierijonski —. Cuando uno vive aquí un mes tras otro, se acostumbra de tal modo a las bioformas y a todo lo que lo rodea, que lo considera algo corriente… ¿Sabes, Niels? estoy enfadado contigo. ¿Por que tocaste el diagnosticador? ¿Te preocupa tu salud? ¿Qué te hubiera costado llamarme a la Estación? Habría venido enseguida. Por cierto, Dimov esta también enojado contigo. Hace tres días que no comunicas.
— Estaba en el cráter del volcán — dijo Niels —, regrese hace una hora. Utilicé el diagnosticador porque hube de trabajar en condiciones de grandes temperaturas. Luego te lo contaré todo. Ahora, decidme que hay de nuevo. ¿Ha llegado el correo de la Tierra?
— Tengo una carta para ti — respondió Pflug —. Cuando termine de guisar, te la daré.
— Bien. Mientras, utilizare la radio — dijo la tortuga y se deslizó hacia el aparato, que se hallaba en un rincón —. He de hablar con Dimov y con los sismólogos. ¿Hay algún sismólogo ahora en la Estación?
— Todos están allí — respondió Van —. ¿Qué pasa? ¿Habrá terremoto?
— Un terremoto catastrófico. Puede que toda esta isla salte por los aires. No, hoy la presión es todavía soportable. Quisiera cotejar algunas cifras con los sismólogos.
Niels conectó la emisora. Llamó a Dimov y, luego, a los sismólogos. Soltaba cifras y formulas con tanta rapidez como si las tuviera dispuestas por capas en su cerebro, atadas cuidadosamente con hilo de palomar, y Pavlysh pensó en lo pronto que se desvanecía el miedo. Acababa de decirse, mentalmente: «Niels ha conectado la emisora», pero hacía quince minutos huía a todo correr, para que Niels no se lo tragara.
— Drach se parecía a él. Y Grunin también. ¿Recuerda que Dimov le habló de ellos? — dijo en voz baja Ierijonski.
— Al amanecer vendrá un flayer con un sismólogo — anunció Niels y desconectó la radio —. Dimov ha pedido que advierta a los submarinistas.
— ¿Puedes localizarlos? — preguntó Van a Ierijonski.
— No — Ierijonski parecía preocupado —. Sandra nunca toma consigo la radio. Dice que la estorba.
— ¿En donde vive usted, Niels? — preguntó Pavlysh.
— No necesito vivienda — respondió Niels. No duermo. Y apenas si como. Todo el tiempo estoy en movimiento. Trabajo. A veces vengo aquí, cuando me siento muy solo. Mañana quizás vaya con ustedes a la Estación.
Cenaron rápidamente y luego se tendieron en unos colchones en el compartimiento trasero del refugio. Niels se quedo en el delantero, junto a la radio. Leía. Al retirarse para dormir, Pavlysh lo miró. Aquel hemisferio de un metro de altura, cubierto de rasguños, mordido por el calor y los ácidos, golpeado por las piedras, se había arrimado a la pared, sujetaba contra ella con dos tentáculos un libro y pasaba de vez en cuando la página con otro, que aparecía rápido como un rayo de debajo del caparazón y volvía a ocultarse en el.
En el dormitorio reinaba la penumbra. Pflug resoplaba. Ierijonski dormía como un bendito, las manos cruzadas sobre el vientre. Van hizo sitio a Pavlysh.
— Ya es hora de dormir — dijo Niels tras el tabique.
— ¿Te preocupas por nuestro régimen de vida? — le preguntó Van.
— No — contesto Niels —. Simplemente me agrada poder decir unas palabras a alguien. No formulas u observaciones, sino algo corriente. Por ejemplo: Masha, pásame la compota. O bien esto otro: Van, duerme, que mañana hemos de levantarnos temprano.
Pavlysh lo estuvo pensando unos minutos y, luego, preguntó a Van:
— ¿Esta Marina Kim muy lejos de aquí?
Van no respondió. Seguramente había agarrado el sueno.
Despertó a Pavlysh una sacudida sísmica. Los demás se habían levantado ya. Pflug, metiendo ruido con sus latas, se disponía a salir de caza.
— Pavlysh, ¿te has despertado ya? — preguntó Ierijonski.
— Voy.
De detrás del tabique llegaba el aroma del café.
— Lávate en la jofaina — dijo Ierijonski.
La jofaina se hallaba junto a la ventana que daba al mar. El agua de la jofaina estaba fría. La orilla había cambiado de modo extraño durante la noche. Se hallaba cubierta de nieve, la laguna se había helado hasta los arrecifes mismos, contra los que rompían las olas, y por la capa de nieve que cubría la coraza de hielo se arrastraba Niels, dejando en pos una huella extraña, como si por nieve virgen pasara un carro.
Después de desayunarse, Pavlysh se vistió y salió al exterior. El sol había aparecido de detrás de las nubes, y la nieve se iba derritiendo. Sobre la negra ladera, cubierta de barro, flotaba un leve vapor. La nieve crujía bajo las suelas.
Pflug estaba sentado en cuclillas y escarbaba con un cuchillo la nieve.
— Hoy haremos, por lo menos, tres descubrimientos — dijo a Pavlysh. Su voz sonaba entusiasmada en el casco laringofónico.
— ¿Por que solo tres? — preguntó Pavlysh.
— Esta la octava vez que vengo aquí, y cada una encuentro tres familias que la ciencia desconoce ¿acaso no es maravilloso?
En el cielo apareció el punto negro de un flayer. El sol achicharraba, y Pavlysh amenguó la calefacción individual. Una nube blanca bogaba lentamente por el cielo, y el flayer pasó por debajo de ella, descendiendo hacia el refugio.
Llegaron Dimov y el sismólogo Goguia.
Dimov saludó a Pavlysh y le preguntó:
— ¿Dónde esta Niels?
— Seguramente habrá ido al cráter.
— Malas noticias — terció Goguia. Era joven y flaco y le salían los colores por menos de nada —. Niels tenía razón. La presión sobre la corteza crece más rápidamente de lo que creíamos. El epicentro se encuentra a unos diez kilómetros de aquí. La Estación no sufrirá.