— ¡Ah, es su correspondencia particular! — dijo, señalando con la cabeza hacia la máquina —. Usted tomó la nota casualmente porque la máquina empezó a funcionar y creyó que yo lo andaba buscando, ¿sí?
Pavlysh asintió con la cabeza.
— Y al leerla, claro; se disgustó. ¿A quién puede serle grato que no quieran verlo, aún si hay para ello fundamento bastante?
Dimov captó la mirada que Pavlysh había puesto en la foto con marco de negrita.
— ¿Se conocen ustedes?
— Sí.
— ¿Cuándo se conocieron? Créame, no lo pregunto por mera curiosidad. Si no es un secreto, quería saber como y cuando fue. Lo digo porque Marina es mi subordinada…
— No es ningún secreto — explico Pavlysh —. Hace medio año estuve en la Luna, en Lunaport. Precisamente entonces hubo allí un baile de máscaras. Y durante el conocí por pura casualidad, a Marina.
— Ahora todo esta claro.
— Nuestro conocimiento fue corto y extraño: Ella desapareció…
— No me lo cuente, lo sé todo. Todo.
Pavlysh se había sorprendido de su propio tono. Le pareció que había querido justificarse ante Dimov.
— ¿Sabía usted que ella estaría aquí?
— Me pidió que no la buscara.
A Pavlysh se le antojó ver unas chispas irónicas en los ojos de Dimov.
— ¿Cómo se enteró de que ella estaba en Proyecto?
— Yo hubiera venido aquí de todos modos. Spiro me pidió que trajera un carguero, y yo tenía tiempo disponible. Cuando el hablaba conmigo, de la saca del correo cayeron unas cartas. Vi en un sobre el nombre de Marina Kim. Y sentí interés… Por lo visto, debí preguntarle a usted por Marina nada más llegar, pero pensé que ella vendría a recoger la correspondencia y entonces podría verla… Además, no me consideraba con derecho a preguntar. Apenas si nos conocemos.
— La he visto hoy — dijo Dimov, colocando la nota en el receptor de la maquina —. Conversamos. Pero ella no me advirtió.
— Tiene derecho a no verme.
— Naturalmente, colega. Por otra parte, hoy no habría podido encontrarse con ella, ha volado al lugar en donde trabaja.
— ¿Queda eso muy lejos?
— No mucho. Quiere decirse que ella no desea verlo… Sí, para ello debe tener razones de peso. Y no tenemos derecho a despreciar el deseo de una mujer, sea cual fuera la causa. Incluso si es un capricho, ¿cierto?
— Estoy de acuerdo con usted.
— Magnifico. Mire, hablemos de la Estación. Como biólogo, le interesará familiarizarse con ella. Seguro que ya tiene alguna pregunta que hacer.
Era evidente que Dimov no quería seguir hablando de Marina.
— Ya que Marina es tema prohibido…
— Es usted excesivamente categórico, colega…
— No insisto. Si me lo permite, le preguntare por Sandra. Allí no lo entendí todo. Sandra se marchó con los tiburones, y Ierijonski desapareció.
— No tiene nada de extraño. Ierijonski sufre mucho por Sandra.
— ¿Amaestran ustedes a los animales de aquí?
— ¿A que se refiere, concretamente?
— Había allí unos tiburones. Sandra se fue con uno de ellos.
— Tome asiento — dijo Dimov, y el mismo ocupó una butaca.
Pavlysh lo imitó. ¿Por que estaría Marina enfadada con él? ¿Qué lo habría hecho merecer tal disfavor?
— Empecemos desde el comienzo mismo. Es siempre preferible — dijo Dimov —. Usted fuma. Yo no, pero me gusta cuando fuman en mi presencia ¿Conoce usted los trabajos de Guevorkian?
Pavlysh recordó al punto el retrato que había visto en el espacioso salón. Mechosas cejas sobre oscuras y profundas orbitas.
— A grandes rasgos. Me hallo todo el tiempo en las naves…
— Está claro. Yo tampoco tengo tiempo de seguir los acontecimientos en las ciencias colindantes. ¿Ha oído usted hablar de la bioformación?
— Naturalmente — respondió Pavlysh con excesiva premura.
— Esta claro — dijo Dimov —, a grandes rasgos. No tiene por que excusarse. Y no debe justificarse. Yo mismo le hice la pregunta casi seguro de que la respuesta sería afirmativa. De lo contrario, sería usted un haragán impertinente, un eterno pasajero que alguna que otra vez cura un arañazo y sabe conectar el pronosticador.
— El año pasado hice practicas de reanimación asesorado por Singh — explicó Pavlysh —. Mis vacaciones largas las he pasado en Corona. Hacen allí trabajos interesantes. De un gran futuro.
— Si no me equivoco, Singh esta en Bombay.
— En Calcuta.
— ¿Ve? el mundo no es tan grande. Sandra trabajo en tiempos con él.
— Seguramente, después que yo.
— De Corona tengo una idea muy vaga. Y no porque no me interese. Me falta tiempo. Así que no me censure si le hablo de nuestro trabajo un poco más prolijamente de lo que pueda parecerle necesario. Si cuento algo que ya sabe, ármese de paciencia. No puedo soportar que me interrumpan.
Dimov sonrió turbadamente, como si pidiera perdón por su insoportable carácter.
— Cuando se organizó nuestro instituto — continuó —, un bromista propuso que nuestra ciencia se llamara ictiandria. Aunque tal vez no fuera un bromista. En tiempos hubo un personaje literario que se llamaba Ictiandro, un hombre-pez, dotado de agallas. ¿No leyó ese libro?
— Si, lo leí.
— Claro que lo de ictiandria quedo en eso, en una broma. Los especialistas exigimos términos más científicos. Eso es nuestra debilidad. Y nos llamaron instituto de bioformación… Las nuevas ciencias suelen nacer en la cresta de una ola, por decirlo así. Primero se atesoran hechos, experimentos, ideas, y cuando su numero supera el nivel admisible, aparece una nueva ciencia. Dormita en la entraña de ciencias colindantes o lejanas, sus ideas flotan en el aire, de ella escriben los periodistas, pero aun no tiene nombre. Es pertenencia de unos cuantos entusiastas y extravagantes. Eso mismo ocurrió con la bioformación. Las primeras bioformas eran como los hombres-lobos. Monstruos fabulosos, nacidos de una fantasía primitiva, que veía en los animales sus parientes cercanos. El hombre todavía no se había desgajado de la naturaleza. Veía fuerza en el tigre, astucia en el zorro, perfidia o sabiduría en la serpiente. Su imaginación trasplantó almas humanas al cuerpo de los animales, y en los cuentos atribuía a estos cualidades propias del hombre. La cima de ese tipo de fantasía fueron los magos, los brujos, malvados hombres-lobo. ¿Me escucha?
Pavlysh asintió. Recordaba la promesa de no interrumpir.
— La gente quiere volar, y volamos en sueños. La gente quiere nadar como los peces… La humanidad, movida por la envidia, fue haciendo suyas las argucias de los animales. Apareció el aeroplano, que semejaba un pájaro, apareció el submarino, que recordaba un tiburón…
— Creo que la envidia no desempeñó ningún papel en esos descubrimientos.
— No me interrumpa, Pavlysh. Me lo prometió. Quiero, simplemente, hacerle ver que la humanidad seguía un camino equivocado. A nuestros antepasados puede justificarlos el que no tuvieran suficientes conocimientos ni posibilidades para marchar por el camino acertado. El hombre copiaba distintos aspectos de la actividad de los animales, imitando sus formas, pero el mismo quedaba inmutable. En cierta medida, el desarrollo de las ciencias hizo al hombre excesivamente racional. Retrocedió un paso, en comparación con sus antecesores primitivos. ¿Me entiende?
— Sí.
Era interesante, estarían destinadas aquellas conferencias solo a los visitantes o también los que trabajaban en la Estación habían de pasar aquella prueba? ¿Y Marina? ¿Qué ojos tenía? Se decía que, unos años después de la muerte de Maria Estuardo, nadie recordaba el color de sus ojos.