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La carta de Méyerhold

Entre 1933 y 1939 fueron detenidos en todo el territorio de la Unión Soviética centenares de miles de ciudadanos sospechosos de actividades terroristas; eran enemigos del régimen: trotskistas unos, agentes de los servicios de espionaje de Europa y de Japón, otros. Entre ellos, en la madrugada del 16 de mayo fueron arrestadas dos personalidades intelectuales de relevancia: el escritor Isaak Babel, a quien todos conocemos, y el director teatral Vsiévolod Méyerhold, el más importante renovador del teatro ruso. Méyerhold fue al teatro lo que Eisenstein al cine.

En la fase final de la Perestroika una comisión de escritores dirigida por Vitali Chentalinski inició, después de lidiar fatigosa, arduamente con los organismos policiacos y sus custodios, la revisión de los archivos literarios de la KGB. Son documentos horrendos, estremecedores, todo el terror de las grandes purgas está encapsulado allí.

Los detenidos, por lo general, estaban convencidos de que en los altos mandos del estado no se sabía lo que estaba pasando en el país, que su caída en prisión era el resultado de una provocación organizada por mentes perversas para desprestigiar al sistema comunista, y ejecutada por asesinos de la peor ralea.

Las inmensas purgas se iniciaron en diciembre de 1934, después del asesinato de Serguéi Kírov, miembro del Comité Central del Partido Comunista, cuya popularidad oscurecía la figura de Stalin. Durante el periodo de Gorbachov se comenzó a hablar abiertamente sobre la posibilidad de que el asesinato hubiera sido organizado por la NKVD y ordenado por el propio Stalin. La persecución a los enemigos de Kírov permitió acabar con todos sus opositores. "Hay que exterminar al enemigo sin cuartel ni piedad, sin prestar la menor atención a los gemidos y suspiros de los humanistas profesionales", exige un Gorki senil y perturbado, en Pravda de 2 de enero de 1935. La labor sistemática de exterminio, las llamadas purgas, disminuyeron a finales de 1939. Una de las grandes virtudes de Gorbachov ha sido su intento por asear el pasado. El comunismo carecería de una base moral si no se rechazara con vigor los crímenes cometidos. Jruschov fue heroico al denunciar los crímenes de Stalin, liberar a los prisioneros políticos falsamente acusados y devolverles su honor cuando todo el mecanismo del terror estaba eñ movimiento, cuando los criminales aún estaban vivos. El aparato se tardó unos años pero terminó por frenarlo. Gorbachov trató de dar el paso siguiente. Las viejas guardias le pusieron las mismas trabas con las que vencieron a Jruschov y aun a otros. Le imposibilitaron la tarea, lo hicieron fracasar. Y lo que lograron fue un suicidio. Los tiempos eran otros y ellos, ajenos a la realidad desde hacía mucho tiempo, sucumbieron y destruyeron lo poco que quedaba del sistema socialista.

En el expediente de Vsiévolod Méyerhold, Chentalinski encontró una carta dirigida a Viacheslav Mólotov, presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo, con la seguridad de que si llegase a sus manos él sería liberado y, además, terminarían los procedimientos criminales que se empleaban en la Lubianka.

Los oficiales de instrucción me aplicaron métodos físicos, y fui golpeado pese a ser un anciano enfermo de sesenta y cinco años. Me obligaban a tumbarme boca abajo en el suelo y me pegaban en los talones y la espalda con una porra de goma. También hacían que me sentara en una silla, para golpearme fuertemente las piernas con el mismo instrumento. Los días posteriores, cuando mis muslos y mis pantorrillas mostraban abundantes huellas de hemorragias internas, volvían a pegarme golpes en los cardenales rojos, azules y amarillos. El dolor era tal que sentía como si me echaran agua hirviendo en los puntos más sensibles de mis piernas. Lanzaba alaridos y lloraba de dolor.

Siguieron golpeándome la espalda con la porra y dándome brutales puñetazos, acompañados de "ataques psíquicos", que me producían un miedo tan terrible que mi personalidad se vio afectada hasta lo más profundo.

Mis tejidos nerviosos llegaron a rozar mi tegumento, mi piel se hizo tan tierna y sensible como la de un niño, y mis ojos vertían torrentes de lágrimas debido al insoportable dolor físico y moral. Tirado por tierra, con la cara vuelta hacia el suelo, se reveló que yo era capaz de retorcerme y lanzar agudos aullidos como un perro a quien su amo golpeara con un látigo. Tenía tales temblores nerviosos que uno de los guardianes, al devolverme a la celda después de uno de esos tratamientos, me preguntó: "¿Es que tienes paludismo?" Cuando me tumbé en mi catre de tablas y me dormí, después de dieciocho horas de interrogatorio y ante el temor de una nueva sesión, fue mi propio gemido el que me despertó: mi cuerpo se hallaba sacudido por estremecimientos similares a los de los enfermos que mueren de fiebres tifoideas.

La aprensión provoca miedo, y el miedo reacciones de autodefensa.

"¡La muerte (oh, desde luego), la muerte es mucho mejor que eso!", se dice el detenido. También yo me lo dije. Y me acusé a mí mismo con la esperanza de que esas calumnias me condujeran al cadalso…

Vsiévolod Méyerhold

22 de mayo

La mañana en el Museo Pushkin. Me quedé un buen rato en la sala donde están los Matisse, tanto al entrar como a la salida. Verlos de nuevo equivale a un premio. Quise luego ir al pequeño Museo Gógol. Fue en ese apartamento donde él pasó las últimas crisis, allí quemó los cuadernos escritos durante años, incluso la segunda parte de Las almas muertas, allí pasó su larga agonía y vivió su última escena, patética y grotesca como todo lo que a él atañe. El sacerdote que lo torturó por varios meses, el padre Matéi, una mente cruel y desvariada, le había clavado alrededor de las fosas nasales un racimo de sanguijuelas (para sacarle la sangre mala y las mucosidades fétidas que emitía); agonizaba ya, recobraba la conciencia de vez en cuando, y en una de ellas, muy alterado, se trató de arrancar aquellos repugnantes animales, horrorizado por creer que los dedos del diablo se estaban apoderando de su alma. Con esa convicción murió, y estuvo en lo cierto, sólo qvie el demonio se llamaba Matéi y él no lo sabía. El lugar es pequeño, me parece recordar que tenía pocos muebles, no en muy buen estado, todos de la época de Gógol, quizás realmente suyos. No pude entrar porque está en reparación. Solamente fui a ese lugar una vez, cuando trabajaba en la embajada, acompañado por Kyrim. Eramos unos siete u ocho visitantes en aquel momento más la anciana encargada de explicar la vida, la obra y los objetos del autor; todos comenzamos a actuar como personajes de Gógol, como si alguien nos hubiera hipnotizado o dado cuerda. No era un público intelectual ni estudiantil. Eran personas de condición modesta; uno pensaría que sólo entrarían a un museo si estuvieran a un paso de la puerta y se desencadenara de repente una terrible borrasca. Pero ése no era el caso. Pasé tal vez una media hora, o poco más, en aquel lugar fascinado por la conversación disparatada que surgió entre el mínimo grupo de espectadores y la directora, al parecer la única empleada, con ese aspecto que sólo tienen las señoritas viejas: frágil, trémula, sofisticada y modesta, una caricatura de ademanes y gestos de Marlene Dietrich y de Kay Francis, una voz silbante por querer ocultar la carencia de un diente frontal superior; los demás, hasta donde recuerdo, eran un viejo robusto y malhumorado, otro hombre de su edad, tímido y empavorecido, un joven sordo y una chica de su edad, tal vez su novia, que le traducía con las manos la exposición de la directora, y dos señoras maduras que se movían como muñecas de cuerda, sin pestañear, sin respirar, pero con vida, eso se sentía de inmediato. Creo que éramos todos. La vieja señorita nos contaba episodios intrascendentes de la vida de Gógol, tiñéndolos de una tonalidad moralista y didáctica; lo convertía en un escritor "positivo", "realista en la forma y nacional en el contenido", "progresista como el que más". El anciano tímido se atrevió, con voz empavorecida, a preguntar si su influencia había llegado hasta la Revolución de Octubre, y el otro viejo, el malencarado, el que desde el primer momento había asumido el mando, rugió: Boprosipatom! (¡las preguntas al final!). Cuando Kyrim me traducía al francés algo que no entendía o cuando yo le hacía un comentario, nos miraba con ferocidad y exigía respeto para la cultura rusa y para la obra revolucionaria del imperecedero procer en cuya casa estábamos. En otro momento, el mismo viejo conminó a la joven que le traducía al mudo el discurso de la vieja con el lenguaje de las manos, a ser discreta, y tratar de no llamar la atención con tantos movimientos, porque eso equivalía a un boicot a la cultura. En unos cuantos minutos se creó una tensión que nada tenía de terrible. Estaba claro que la situación tendría que desembocar en un final bufo, y comenzamos soterradamente a provocarlo. La vieja señorita, al oírnos hablar francés, quiso demostrarnos algunos conocimientos que seguramente no derrochaba a menudo. De repente dijo que Gógol escribía de pie como Hemingway, para que la sangre le irrigara mejor el cuero cabelludo y la fantasía floreciera como en un jardín de manzanos. El atrabiliario quiso saber quién era ese personaje que escribía de pie, y la dama con una cortesía burlona le respondió que era nada menos que Hemingway, un escritor norteamericano amigo de la Unión Soviética. "Responda, ciudadana, ¿por qué lo ha comparado con Gógol?" Y ella, vengativamente le respondió con el Boprosi patom! con que el viejo había hasta entonces abusado, y siguió esbozando la imagen de Gógol, pero ya no era de ninguna manera "positiva": se refirió a la primera salida del joven escritor al extranjero, cuando al desembarcar en Hamburgo le escribió a su madre que había salido de Rusia para curarse de una enfermedad venérea, una purgación terrible, difícil de curar en San Petersburgo, para luego, al final de esa misma carta, desdecirse y pedirle que no creyera nunca esa falacia que estaban esparciendo en San Petersburgo sus malquerientes, para desprestigiarlo ante el mundo y especialmente ante los ojos de su venerado Pushkin para que lo alejara de sí con asco. "Ciudadana, usted está llegando muy lejos en la insolencia, tenga cuidado, la estoy previniendo, hará bien en recapacitar", pero ella ya se había disparado del mundo y comentaba que algunos contemporáneos de Gógol, durante los años de Roma, insinuaban que era un depravado, no porque les temiera a las mujeres, que eso era lo de menos, sino porque estaba marcado por obsesiones terribles, como la de enamorarse de jóvenes agonizantes, de cuerpos señalados ya por una muerte casi inmediata, que sin eso no se podría uno explicar la creación maravillosa de aquel loco genial, y calló. Todos aplaudimos con entusiasmo. El vejete atrabiliario comenzó a patear el suelo. Abrió una puerta y dijo: "La conmino, ciudadana, a que me confiese qué guarda usted aquí", y en ese instante el mudo lo empujó y las dos mujeres de mediana edad, que no se habían manifestado de ninguna manera, cerraron la puerta. Todos salimos corriendo de la casa museo hasta el patio central del edificio. La señorita le pidió a un portero que se acercaba a nosotros que sacara a un loco del museo. Y vimos entonces salir al estrafalario despotricando solo, sin que nadie entendiera palabra. El viejo tímido fue interrogado, y contestó que aquel hombre furibundo se había lanzado contra la directora, amenazándola con castigarla si seguía aclarándonos la vida de Gógol y de otros escritores rusos, que lo único que deseaba es que le hablara de un escritor americano que escribía de pie, y de eso dieron fe las dos mujeres, y el loco fue conminado a no hacer más escándalos en lugares públicos, y que diera gracias de que a esa hora no había un miliciano de guardia, que si hubiera estado, ya vería cómo le habría ido por amenazar a aquella anciana, custodia de la cultura rusa. Ahora que escribo, creo que exagero, que todo entonces fue muy rápido, muy cotidiano, más loco y gogoliano, muchísimo más divertido, y no tan pretencioso, efectista, falso desde el principio como lo he escrito ahora. ¡Las preguntas al final! Almorcé hoy en el Bakú, con amigos diplomáticos, cuadros medios de la carrera, dos de ellos especializados en asuntos culturales. El Bakú es uno de los mejores restaurantes de Moscú, comida y música de Azerbayán, un público diferente al de los demás lugares, muchos rostros del Cáucaso, georgianos en especial. Me parecía qvie asistía a la réplica de alguna conversación sobre la Perestroika con diplomáticos en Praga. Más animada, desde luego, por estar en el centro de los acontecimientos. El anfitrión es un amigo brasileño, Antonio, conocedor de arte, coleccionista, con amplias lecturas, hijo de un maestro de estética; he coincidido en dos puestos con él pero por muy poco tiempo, cuando uno salía llegaba el otro; el gusto por las letras me unía a él más que a otros diplomáticos a quienes he tratado en varias ciudades por largos años. Estaba Angelo, también "cultural" a quien conocí en Hungría hace años en el Instituto Italiano de Cultura en Budapest, y al que volví a encontrar a mi llegada a Praga. Se fue pocos meses después, no lo imaginaba en Moscú. A él le debo dos escritores que me han sido fundamentales. En Budapest me habló con entusiasmo de un joven austríaco y sus obras y me envió de regalo Trastorno en italiano, fue mi primer contacto con Bernhard; y en Praga, a mi llegada, me dijo que la mejor clave para entender la cultura de Bohemia está en Ripellino, su tocayo Angelo María Ripellino, de quien también me envió Praga mágica. Por alguien de la embajada de México se enteró casualmente de que iba a pasar unos días en Moscú y le sugirió a Antonio, el brasileño, invitarme a ese almuerzo. La reacción ante lo que ocurre en el mundo es en buena parte una cuestión de biotipos: el pesimista, el escéptico, el optimista, el que sabe que en derredor suyo todos son ingenuos, por no llamarlos de otro modo más rudo, el que cree ser el único que posee la verdad, el que no se interesa en nada, el estudioso, el holgazán, el sensual, el adusto, etcétera. Dicen que de semana en semana cambia aquí la situación, las alianzas interiores se rompen con frecuencia, surgen otras imprevisibles, hay provocadores en las altas esferas para crear pánico en las masas. Se mantiene una labor de zapa para que los alimentos se pudran en los campos y no lleguen a las ciudades, los trenes y aviones no partan a tiempo y los salarios no estén disponibles los días de paga. Parecería que hubieran pasado décadas si s