Выбрать главу
, acompañado por Kyrim. Eramos unos siete u ocho visitantes en aquel momento más la anciana encargada de explicar la vida, la obra y los objetos del autor; todos comenzamos a actuar como personajes de Gógol, como si alguien nos hubiera hipnotizado o dado cuerda. No era un público intelectual ni estudiantil. Eran personas de condición modesta; uno pensaría que sólo entrarían a un museo si estuvieran a un paso de la puerta y se desencadenara de repente una terrible borrasca. Pero ése no era el caso. Pasé tal vez una media hora, o poco más, en aquel lugar fascinado por la conversación disparatada que surgió entre el mínimo grupo de espectadores y la directora, al parecer la única empleada, con ese aspecto que sólo tienen las señoritas viejas: frágil, trémula, sofisticada y modesta, una caricatura de ademanes y gestos de Marlene Dietrich y de Kay Francis, una voz silbante por querer ocultar la carencia de un diente frontal superior; los demás, hasta donde recuerdo, eran un viejo robusto y malhumorado, otro hombre de su edad, tímido y empavorecido, un joven sordo y una chica de su edad, tal vez su novia, que le traducía con las manos la exposición de la directora, y dos señoras maduras que se movían como muñecas de cuerda, sin pestañear, sin respirar, pero con vida, eso se sentía de inmediato. Creo que éramos todos. La vieja señorita nos contaba episodios intrascendentes de la vida de Gógol, tiñéndolos de una tonalidad moralista y didáctica; lo convertía en un escritor "positivo", "realista en la forma y nacional en el contenido", "progresista como el que más". El anciano tímido se atrevió, con voz empavorecida, a preguntar si su influencia había llegado hasta la Revolución de Octubre, y el otro viejo, el malencarado, el que desde el primer momento había asumido el mando, rugió: Boprosipatom! (¡las preguntas al final!). Cuando Kyrim me traducía al francés algo que no entendía o cuando yo le hacía un comentario, nos miraba con ferocidad y exigía respeto para la cultura rusa y para la obra revolucionaria del imperecedero procer en cuya casa estábamos. En otro momento, el mismo viejo conminó a la joven que le traducía al mudo el discurso de la vieja con el lenguaje de las manos, a ser discreta, y tratar de no llamar la atención con tantos movimientos, porque eso equivalía a un boicot a la cultura. En unos cuantos minutos se creó una tensión que nada tenía de terrible. Estaba claro que la situación tendría que desembocar en un final bufo, y comenzamos soterradamente a provocarlo. La vieja señorita, al oírnos hablar francés, quiso demostrarnos algunos conocimientos que seguramente no derrochaba a menudo. De repente dijo que Gógol escribía de pie como Hemingway, para que la sangre le irrigara mejor el cuero cabelludo y la fantasía floreciera como en un jardín de manzanos. El atrabiliario quiso saber quién era ese personaje que escribía de pie, y la dama con una cortesía burlona le respondió que era nada menos que Hemingway, un escritor norteamericano amigo de la Unión Soviética. "Responda, ciudadana, ¿por qué lo ha comparado con Gógol?" Y ella, vengativamente le respondió con el Boprosi patom! con que el viejo había hasta entonces abusado, y siguió esbozando la imagen de Gógol, pero ya no era de ninguna manera "positiva": se refirió a la primera salida del joven escritor al extranjero, cuando al desembarcar en Hamburgo le escribió a su madre que había salido de Rusia para curarse de una enfermedad venérea, una purgación terrible, difícil de curar en San Petersburgo, para luego, al final de esa misma carta, desdecirse y pedirle que no creyera nunca esa falacia que estaban esparciendo en San Petersburgo sus malquerientes, para desprestigiarlo ante el mundo y especialmente ante los ojos de su venerado Pushkin para que lo alejara de sí con asco. "Ciudadana, usted está llegando muy lejos en la insolencia, tenga cuidado, la estoy previniendo, hará bien en recapacitar", pero ella ya se había disparado del mundo y comentaba que algunos contemporáneos de Gógol, durante los años de Roma, insinuaban que era un depravado, no porque les temiera a las mujeres, que eso era lo de menos, sino porque estaba marcado por obsesiones terribles, como la de enamorarse de jóvenes agonizantes, de cuerpos señalados ya por una muerte casi inmediata, que sin eso no se podría uno explicar la creación maravillosa de aquel loco genial, y calló. Todos aplaudimos con entusiasmo. El vejete atrabiliario comenzó a patear el suelo. Abrió una puerta y dijo: "La conmino, ciudadana, a que me confiese qué guarda usted aquí", y en ese instante el mudo lo empujó y las dos mujeres de mediana edad, que no se habían manifestado de ninguna manera, cerraron la puerta. Todos salimos corriendo de la casa museo hasta el patio central del edificio. La señorita le pidió a un portero que se acercaba a nosotros que sacara a un loco del museo. Y vimos entonces salir al estrafalario despotricando solo, sin que nadie entendiera palabra. El viejo tímido fue interrogado, y contestó que aquel hombre furibundo se había lanzado contra la directora, amenazándola con castigarla si seguía aclarándonos la vida de Gógol y de otros escritores rusos, que lo único que deseaba es que le hablara de un escritor americano que escribía de pie, y de eso dieron fe las dos mujeres, y el loco fue conminado a no hacer más escándalos en lugares públicos, y que diera gracias de que a esa hora no había un miliciano de guardia, que si hubiera estado, ya vería cómo le habría ido por amenazar a aquella anciana, custodia de la cultura rusa. Ahora que escribo, creo que exagero, que todo entonces fue muy rápido, muy cotidiano, más loco y gogoliano, muchísimo más divertido, y no tan pretencioso, efectista, falso desde el principio como lo he escrito ahora. ¡Las preguntas al final! Almorcé hoy en el Bakú, con amigos diplomáticos, cuadros medios de la carrera, dos de ellos especializados en asuntos culturales. El Bakú es uno de los mejores restaurantes de Moscú, comida y música de Azerbayán, un público diferente al de los demás lugares, muchos rostros del Cáucaso, georgianos en especial. Me parecía qvie asistía a la réplica de alguna conversación sobre la Perestroika con diplomáticos en Praga. Más animada, desde luego, por estar en el centro de los acontecimientos. El anfitrión es un amigo brasileño, Antonio, conocedor de arte, coleccionista, con amplias lecturas, hijo de un maestro de estética; he coincidido en dos puestos con él pero por muy poco tiempo, cuando uno salía llegaba el otro; el gusto por las letras me unía a él más que a otros diplomáticos a quienes he tratado en varias ciudades por largos años. Estaba Angelo, también "cultural" a quien conocí en Hungría hace años en el Instituto Italiano de Cultura en Budapest, y al que volví a encontrar a mi llegada a Praga. Se fue pocos meses después, no lo imaginaba en Moscú. A él le debo dos escritores que me han sido fundamentales. En Budapest me habló con entusiasmo de un joven austríaco y sus obras y me envió de regalo Trastorno en italiano, fue mi primer contacto con Bernhard; y en Praga, a mi llegada, me dijo que la mejor clave para entender la cultura de Bohemia está en Ripellino, su tocayo Angelo María Ripellino, de quien también me envió Praga mágica. Por alguien de la embajada de México se enteró casualmente de que iba a pasar unos días en Moscú y le sugirió a Antonio, el brasileño, invitarme a ese almuerzo. La reacción ante lo que ocurre en el mundo es en buena parte una cuestión de biotipos: el pesimista, el escéptico, el optimista, el que sabe que en derredor suyo todos son ingenuos, por no llamarlos de otro modo más rudo, el que cree ser el único que posee la verdad, el que no se interesa en nada, el estudioso, el holgazán, el sensual, el adusto, etcétera. Dicen que de semana en semana cambia aquí la situación, las alianzas interiores se rompen con frecuencia, surgen otras imprevisibles, hay provocadores en las altas esferas para crear pánico en las masas. Se mantiene una labor de zapa para que los alimentos se pudran en los campos y no lleguen a las ciudades, los trenes y aviones no partan a tiempo y los salarios no estén disponibles los días de paga. Parecería que hubieran pasado décadas si se piensa que apenas hace dos años Gorbachov comenzaba cautamente a introducir nuevos términos en el discurso oficial. En aquella época las repúblicas del Báltico eran sus mejores aliados, ahora hay conflictos con ellas. Las fuerzas se están radicalizando peligrosamente. En unos sectores todo es entusiasmo, en las universidades sobre todo, entre los intelectuales, pero en otros la resistencia es imponente. El país podría quedar parado con una huelga general de mineros. A varios escritores que en mis tiempos se movían en la esfera liberal, con posiciones críticas, como Valentín Rasputin, el siberiano, les ha asustado el ritmo de los cambios, cree que la influencia occidental es excesiva, y se ha aliado con un grupo deplorable. Como él, hay otros que en tiempos de Jruschov pasaban por liberales y ahora son lo contrario. Algunos de los diplomáticos de la comida no confían en Gorbachov, ni en la posibilidad de que algo serio suceda en el país porque piensan que es un farsante, que utiliza una fachada libertaría para confundir a Occidente, intenta que los americanos se descuiden para que cuando lo advierta, hayan ya firmado documentos sobre desarme que pongan en peligro al mundo entero; o porque sabe muy bien que la Perestroika no puede triunfar porque los rusos no están educados para la libertad, no la quieren, no es parte de su cultura. La Rusia profunda rechazará todos los cambios porque el elemento sagrado es aquí en esencia pagano, panteísta: la tierra, el bosque, los inmensos ríos, la Naturaleza sigue siendo la deidad mayor; Gorbachov sabe muy bien todo eso, pero esta excitación nacional le sirve para deshacerse de sus oponentes. A cada momento hay un funcionario que cae, un político poderoso que sale con una larga comisión técnica al Ártico o como embajador en África. Cuando se haya deshecho de todos, se olvidará de la democracia, de la creación sin censura y se convertirá en un zar como los otros. Ésos y otros argumentos escuché. Al terminar la comida, mi amigo italiano, Angelo, me dice que jamás hubiera pensado vivir un momento tan formidable como éste, tocar la historia con la mano. Le conté mi conversación de ayer con Markov en la Asociación de Escritores, lo de la bancada ucraniana que podría frenar cualquier novedad. "En efecto", dice, "están nerviosos, lo que pasó con los cineastas los tiene al borde de la histeria, jamás pensaron que algo así pudiera suceder. Nadie, absolutamente nadie podía prever que Bondarchuk hubiera tenido que irse con los brazos cruzados a su casa, ni siquiera los propios cineastas rebeldes. Tal vez los escritores no den pasos tan trascendentales en su congreso, pero es posible que obtengan una ampliación del espacio creativo. Si los literatos duros permanecen, que Dios no lo quiera, tendrán que hacer más concesiones de las que había en tus tiempos. Claro, gritarán, amedrentarán, parecerán más intolerantes que nunca, ya ahora sus lemas son atroces, los expresan groseramente, como si Stalin y su pistolero Zhdánov hubieran resucitado, pero eso, me imagino, es de boca para fuera. Han perdido muchísima fuerza." En la noche, Gógol de nuevo, esta vez en el Sovremenik, un teatro perfecto, una soberbia función de El inspector. Cuando los rusos son buenos en el teatro, nadie les gana, son supremos. Jlestiakov, el falso inspector general, es un joven perdulario, un imbécil y un frívolo, como lo requiere el texto; esta representación hubiera podido ser sólo un graciosísimo juguete cómico y estaría ya bien, pero en cambio adquiere una notable complejidad, se transforma en un juego de claroscuros sin dejar de ser inmensamente divertida. El supuesto inspector, a pesar de su insignificancia y su vacuidad evidentes, es una encarnación del mal. En la primera escena aparece subordinado a su criado sin darse siquiera cuenta de ello, su cerebro a pájaros no se lo permite. Jlestiakov es anémico y descolorido, inexistente; el lacayo, en cambio, rotundo y activo. El es el cerebro y Jlestiakov su instrumento, un muñeco modelado con plastilina. Adquiere la forma que le imprimen los demás personajes; obedece a reflejos, se mimetiza de inmediato, las palabras que pronuncia son las que su interlocutor anhela oír. Es la voz de su amo, y el amo es Osip, el sirviente. En esta puesta en escena se acentúa el aspecto casi psicopático de esa relación, y el clima de terror que cualquier don nadie puede causar en un entorno. Estamos frente a un mundo aterrorizado por un orate grotesco, un pelele, manejado como un muñeco de cuerda, un gólem de pacotilla. En el vestíbulo del teatro hay una gran fotografía de Jlestiakov en una puesta en escena de 1926 realizada por Méyerhold. El actor se llamó Erast Garin, está caracterizado y vestido de manera ridicula y macabra, una figura expresionista, semejante al personaje que actúa Conrad Veidt en El gabinete del Dr. Caligari. Me recordó a momentos una versión genial dirigida por Erwin Axer en Varsovia de El irresistible ascenso de Arturo Ui, de Brecht, en donde muestra cómo una banda de pistoleros inventa a un capo y lo transforma en soberano absoluto de un estado. La escenografía muestra un mundo atestado de legajos oficiales amarillentos, rasgados, manchados de cagarrutas de moscas que añaden a ese espanto el marco burocrático. El ritmo es genial, acelerado, delirante. El joven, formidable actor que lo interpreta, se llama Vasili Michenko. Ha pasado un rato largo, estoy en mi cuarto, pero me parece no poder ni querer salir del teatro. Mañana volaré a Leningrado.