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El siguiente libro en ese maratón de lectura fue Un espíritu prisionero, recién publicado por Galaxia Gutenberg, en Barcelona. El ensayo más relevante del libro es una espléndida semblanza de Andréi Bély, escrita en 1934, al enterarse de la muerte del célebre autor de Petersburgo. La escritura de Tsvietáieva en los años treinta alcanzó una distinción notable y su prosa fue absolutamente original; todo ensayo en su pluma se convierte en una búsqueda del propio ser y de su entorno, lo que, claro, no es novedoso, pero sí lo es el tratamiento formal, la segura y audaz estrategia narrativa. Ella inventa una construcción diferente del discurso. En su escritura de ese periodo, los treinta, siempre autobiográfica, todo se transforma en todo: lo minúsculo, lo jocoso, la digresión sobre el oficio, sobre lo visto, vivido y soñado, y lo cuenta con un ritmo inesperado no exento de delirio, de galope, que permite a la misma escritura convertirse en su propia estructura, en su razón de ser.

Un espíritu prisionero es el ejemplo perfecto de este tipo de ensayo que escribió en sus últimos años; consiste en la creación de una atmósfera, retratos incompletos, no le interesa hacer biografías, pocos datos, más bien tics, extravagancias, digresiones sobre la escritura, el entorno, fragmentos de conversaciones, un sentido del montaje tan efectivo como el de Eisenstein; nada parecería importante, pero todo es literatura. La relación de amistad entre Bély y Tsvietáieva fue breve, unos cuantos meses, dos o tres nada más, en el animado Berlín de 1922, mientras Marina espera a su marido al cual no ha visto en siete años, que deberá recogerla para irse a Praga donde él estudia filología en la Universidad Carolina. Bély le imploró conseguirle un cuarto cerca del suyo, porque Berlín lo deprimía, temía morirse, le traía a todas horas malos recuerdos, su esposa se había fugado con alguien impresentable, decía, lo había abandonado para siempre, y a Moscú no se atrevía a volver, pues antes de salir había quemado para siempre todas las naves, de modo que un regreso podría ser peligroso, fatal. Tsvietáieva consiguió la habitación, pero él no recibió su carta porque en su desesperación había regresado a Rusia, de donde jamás volvió a salir. Tsvietáieva se enfureció por ese paso en falso, sin suponer que ella haría lo mismo, en circunstancias peores y, desde luego, con resultados fatales.

Las ediciones de Tsvietáieva, así como sus biografías, están ilustradas con fotografías de la escritora y los demás dramatis personae que la rodean. Ver los rostros de los personajes de esta tragedia, a través de las circunstancias temporales, significa leer una escritura más profunda. La primera foto que aparece en Un espíritu prisionero es la que prefiero; se trata de una pareja elegante, con una armonía interior que ilumina las figuras y el paisaje. Los personajes están sentados en la hierba de un bosque posiblemente cercano a Moscú. Parece ser un otoño muy entrado o el inicio suave del invierno. Llevan abrigos fuertes, bufandas de lana y cabeza cubierta. En ese instante evidentemente son felices; eso se deja ver en cada milímetro de la foto, desde luego por estar juntos en aquel hermoso bosque, me imagino, y, sobre todo, por volverse a reunir en su país natal, que habían abandonado muchos años atrás. Son un padre y una hija: Serguéi y Ariadna Efrón, es decir el esposo y la hija de Marina Tsvietáieva. La fecha de la foto es 1937, cuando la hija decidió regresar a Moscú a trabajar en una agencia de prensa, y también el año en que llegó Efrón, meses después, huyendo de la policía francesa que consideraba podía estar inmiscuido en un crimen político. Ni una sombra de preocupación se advierte en el cuadro rebosante de felicidad que revela la fotografía: un puro idilio. Menos aún se podría vislumbrar la tragedia que se iba a cernir muy pronto sobre ellos. En los momentos de esa dicha, Marina Tsvietáieva y Mur, el hijo menor, permanecen en Francia en condiciones económicas desesperadas, sin amigos, sin techo, rodeados por una hostilidad general. Pasan dos años y al fin la familia se reúne en una aldea, a un paso de Moscú. Dos meses después, Ariadna es arrestada y posteriormente condenada a ocho años de trabajos forzados en Siberia; a los pocos días Serguéi Efrón sigue el mismo destino, pero su condena es más dura: la pena capital. El segmento filomarxista de la familia desaparece sorpresivamente, y no en espacio enemigo, sino en el supuestamente propio. En cambio a Marina, la aristócrata, la que ha escrito poemas elegiacos a las guardias blancas, la que proyecta un poemario en el que cantaría la grandeza de la familia del zar, la enemiga de los bolcheviques, no se le toca; pero queda desprotegida en Moscú, con atroces dificultades económicas, en un mundo de terror, donde varios de sus amigos cercanos han desaparecido, secuestrados también por la policía política. El príncipe Sviátopolk-Mirski, su amigo, el más sutil historiador de la literatura rusa, el primero que la elogió en el extranjero y con eso concitó hacia ella el odio tribal de los rusos de París, retornado también a la patria y convertido al marxismo, desapareció como su hija, su marido y su hermana Anastasia, cuyo apoyo daba por seguro. Algunos otros amigos corren peligro, les han requisado sus casas, no pueden ayudarla. Ella no lo entiende. Supone, como la totalidad de los rusos exiliados en París, que cualquier intelectual que no combatiera abiertamente al gobierno tiene poderes especiales en el interior. Llega la guerra mundial; los alemanes cruzan las fronteras soviéticas. El caos es inmenso. Marina y su hijo pasan de un cuartucho a otro en un Moscú cada vez más precario. Gueorgui, el querido Mur, a quien ha tratado toda la vida como una mera extensión de su cuerpo y de su espíritu, se rebela: la acusa de destruir a su padre y a su hermana debido a actitudes irreflexivas, falta de tacto y soberbia; de ese modo, seguramente dentro de poco acabarían con ellos. Es el golpe más fuerte. Aquel hijo envuelto siempre en papel celofán para no ser tocado ni por el aire le reprocha su poca intuición para sobrevivir, la hostiga, la hace responsable por hacer todo lo que no debía hacerse. En efecto no sobreviven, Tsvietáieva acaba por suicidarse en 1941 y Gueorgui es enviado como interno a una escuela para hijos de padres enemigos de la patria, luego se incorpora al ejército y marcha al frente, donde, por supuesto, sucumbe, parece que en 1944.

De ellos sólo Ariadna sobrevive y resiste con inconcebible energía los ocho años de campo de concentración. En 1948, al cumplir su condena, es liberada, para meses después ser arrestada otra vez y sentenciada de por vida a residir en una región atroz de la Siberia Boreal, en un clima donde los termómetros llegaban a registrar hasta cincuenta grados bajo cero, donde soporta aún seis años, hasta ser rehabilitada a la muerte de Stalin. En circunstancias infrahumanas, Ariadna comienza a establecer, desde aquel punto perdido en los mapas, contacto con familiares y amigos de su madre, escritores contemporáneos, editores, redactores, todos aquellos que pudieran tener conocimiento del paradero de los papeles de su madre. Tsvietáieva, antes de volver a Moscú había depositado en un instituto literario de Suiza algunas carpetas con escritos que podían poner en peligro a la familia, los poemas políticos en elogio de los blancos: Campamento de cisnes, Perekop, y los fragmentos de uno último aún no terminado: La familia del zar, o tan íntimos que le resultaría letal saber que hubiesen sido leídos por ojos enemigos, una mínima gota en el inmenso mar de su producción. Lo demás, todo, puede decirse, quedó desparramado en casas de amigos, o de gente que fue amiga y se volvió enemiga, o que le negó el acceso por miedo a comprometerse. Al volver del exilio, Ariadna hurgó las señas de redacciones de Moscú, Berlín, Belgrado, Praga, París, y se informó de ediciones difícilmente localizables y textos publicados en revistas y periódicos inexistentes desde hacía décadas, y también los inéditos. Gracias a la metódica y sacrificada actividad de su hija, el cuerpo de la obra quedó completo, salvo algunas astillas menores. Casi todo lo recuperado ha sido publicado. Ariadna, antes de morir, entregó en custodia a un Instituto de Literatura soviético varias carpetas que consideró inconveniente dar a conocer antes del año 2000. Este legado podrá darnos grandes sorpresas. Es posible que algunos enigmas queden aclarados. La respuesta a la obra de Tsvietáieva ha conocido en las dos últimas décadas un carácter de epifanía, una revelación inmensa e inesperada. Durante los años del comunismo de guerra, en época de hambruna, de caos, de incertidumbre, solas en un Moscú caótico, cuando Serguéi Efrón estaba fuera, adscrito al ejército regular zarista y luego al Ejército Blanco del general Wrangel, la pequeña Ariadna fue la amiga más cercana de su madre, su confidente. A ratos Marina se volvía niña y en cambio la hija se transformaba en un fenómeno raro que asombraba a todos; leía lo que leía la madre, hablaba como ella, declamaba a Rilke y a Homero; los amigos de Tsvietáieva se quedaban atónitos ante su presencia. Era la primera a quien la madre le leía sus versos, sus textos en prosa, las cartas a sus familiares, colegas, amigos. Y la niña opinaba como si estuvieran entre pares sobre el ritmo, o la eficacia de tal o cual efecto que podría perfeccionar su escritura. Una década más tarde, en Checoslovaquia, al nacer su hermano Gueorgui, llamado Mur desde la cuna en homenaje al fabuloso gato de Hoffmann, Ariadna quedó desplazada y durante algún tiempo estuvo en un internado para niños rusos en el campo checo. Al regresar a su casa, aquel fenómeno infantil que manejaba la retórica con virtuosismo inconcebible se había transformado en una niña al borde de la adolescencia, casi normalizada. Se aleja de la madre, para quien Mur lo es todo, y cada vez más se acerca al padre, ese ser melancólico, delicado siempre de salud, relegado por todos, impotente ante la vida, o al que quería ver así. A partir de entonces, vivió a su sombra, y aceptó sus ideas. Para Efrón los años pasados en el Ejército Blanco fueron una pesadilla; quedó traumatizado por ellos. Por parte de padre era judío; su madre, aristócrata, fugada muy joven de su casa, militante de sociedades terroristas, pasó varios periodos tras las rejas, y terminó suicidándose, igual que su hijo mayor, al final de un juicio del que con seguridad hubiese sido condenada. El antisemitismo era una enfermedad endémica en los sectores reaccionarios del país; en Crimea, en la Galitzia ucraniana los progroms estaban a la orden del día. Cortarles las barbas a los judíos, destrozarles sus comercios, golpearlos era algo normal, un alegre deporte, sin importar que las víctimas fueran viejos, mujeres o niños. Si alguno moría de la golpiza, Nuestro Señor no se enojaría por ello, es más, hasta podría añadir indulgencias para rebajarle algunos pecados al golpeador. Incorporarse y vivir durante años entre esa gente que con toda naturalidad odiaba a alguien como él, judío, enfermizo, literato, no retirarse a tiempo, fue una de las mayores equivocaciones de esta historia. Por supuesto, hubo muchas otras más.