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Durante siete años parece que se vieron sólo una vez clandestinamente, o de algún otro modo se valió él para darle a Marina noticias de su vida y anunciarle que derrotado el ejército del zar se incorporaría al Ejército Blanco en Crimea. La movidísima vida de Marina en Moscú en este tiempo es muy conocida; ella la tiene registrada en magníficos ensayos autobiográficos. Pasó miseria y hambre, aunque no parecía notarse demasiado porque medio mundo vivía de la misma manera. Por gestión de un conocido, después de morírsele su segunda niña por falta de recursos, consiguió una credencial para recibir una pequeña mensualidad y bonos alimenticios. Escribió varios libros que contribuyeron a afirmar su presencia literaria. Tuvo una vida amorosa variada, atropellada, intensa, exaltada y desdichada al mismo tiempo. Escribió un libro sin posibilidades de edición que consideraba el mejor de los hasta entonces escrito: Campamento de cisnes, poesía civil, épica, el saludo a los mejores, los blancos, los combatientes contra la hidra revolucionaria de mil cabezas, los caballeros del bien entre quienes se contaba su amado Serguéi. En tantos años de no verlo, lo había convertido en una figura épica, era Sigfrido, era Parsifal y muy rara vez el pobre y enfermizo Serguéi, esa bella y dócil criatura con la cual había contraído nupcias en la adolescencia, de quien no sabía si estaba aún vivo, combatiendo contra el mal y por el bien de Rusia o enterrado en el sur en una tumba sin nombre. Al encontrarse por fin en Berlín, ella le presentó de inmediato a Andréi Bély, el gran simbolista ruso, presintiendo que se harían buenos amigos. Tsvietáieva escribió la escena: "Recuerdo la deferencia acentuada de Bély hacia él [Serguéi Efrón], la atención a cada una de sus palabras, la avidez particular del poeta por el mundo de la acción, una avidez con una pizca de envidia… no olvidemos que todos los poetas del mundo han amado a los militares". A Efrón nada le parecía más repelente que su reciente pasado militar; no lograba olvidar las humillaciones recibidas durante esos años, las crueldades con las que convivió. Le costó a Marina entenderlo, y más aún oírle decir que el movimiento político que se desenvolvía en Rusia era muy complejo y muy difícil entenderlo desde Europa, por eso los rusos cultos, como ellos mismos y sus amigos, no lograban comprenderlo; todos estaban educados a la europea, insistía. Rusia es sólo parcialmente europea, la otra parte de su espíritu es asiática. Cuando llegó a Berlín él leyó esos poemas ditirámbicos de su mujer a esos cisnes que sólo con la elegancia de su plumaje hubieran podido derrotar a los bolcheviques. Le dijo que nada de eso tenía sentido, ni estético ni ético. Publicar ese libro sería un error moral. Su prestigio quedaría manchado. Sería un agravio a los judíos asesinados por los cosacos, y a los mismos campesinos rusos despojados por los blancos, "sería un agravio a tu inteligencia y a la poesía", le dijo. "Lo mejor que puedes hacer", insistía, "es destruir, quemar esos papeles, y olvidarte de ellos. No son cisnes, Marina, son buitres, créeme." Marina se quedó muy perturbada, dejó de defender su obra en público porque Serguéi se lo impuso. Le encantó su tono militar, era una orden; pero no destruyó los poemas.

En los años de ausencia había inventado a un marido. No sabía después cómo tratarlo. El amor por él no era constante, se exaltaba y se diluía. Así fue siempre. En 1915 le escribía a su cuñada: "Amaré a Seriocha toda la vida, me siento infinitamente cerca de él y no lo abandonaría por nadie. Le escribo casi a diario. Él sabe todo lo que me ocurre. Trato de hablarle poco de la cosa más triste (la muerte de Irina, su segunda hija). Tengo un peso terrible en el corazón. Todas las mañanas me despierto con ese peso".