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suya en un periódico, pero no recuerdo para nada su aspecto. Tuvo cierta fama por los años cuarenta y quizás a principios de los cincuenta. Nunca vi sus obras, ni las he leído. Melodramas lacrimosos y blandengues. Sus títulos son ya una definición: Lo que sólo un hombre puede sufrir, El pecado de las mujeres, ¡Esos hombres! En el sueño la fui a saludar y me dijo que ese día comenzaba el congreso de literaturas eslavas, que nosotros, los únicos mexicanos, ¡qué gloria, qué homenaje!, abriríamos la primera sesión y que estaba un poco nerviosa por no haberme visto en esos días. Ella sola no hubiera podido traducir al lenguaje corporal la historia de Chéjov que habíamos elegido; ni aunque la premiaran, ni aunque la amenazaran con encerrarla de por vida en una mazmorra siberiana ella no lo haría sola. ¿A quién iba a tener como pareja? ¿Quién sabría expresar todos los registros de Un asesinato? Dudaba de que fuera de nosotros hubiese alguien competente. En el autobús me explicó la señora D'Erzell que se había preparado desde hacía meses para interpretar con formas intensísimas de expresión corporal el genio de Antón Pavlovich Chéjov. Un asesinato es una de las novelas cortas más difíciles de expresar. "Hay mucha filosofía, no crea, en ese combate entre un cristiano que está convencido de que Nuestro Señor nació y murió para enseñar a los hombres a vivir con dignidad y felicidad, mientras que su hermano, el que pasa todo su tiempo en ceremonias religiosas, y roba con toda clase de trampas a sus parroquianos, cree que Cristo es un equivalente del dolor y del castigo. Ésa es mi lectura, plena de filosofía como ve usted. Es lástima que ayer no haya llegado al auditorio de la Universidad. Hice yo sola el final, me lo pidieron. No pude rehuir el compromiso y como usted no estaba, qué iba a hacer. Expresé con todo el cuerpo la revelación cristiana, la verdadera epifanía, el hermano que pena su crimen en una cárcel siniestra, donde lo despojan de todo, le pegan, lo insultan, ha comenzado al fin a amar a Dios, a entender que El desea que nos queramos, que nos ayudemos, lo que también coincide con mi filosofía. No sé cuál sea la suya, pero sea cual sea, le ruego que en el largo desolato del final, que es tan arduo, me apoye firmemente: un paso largo y tres minúsculos, uno largo y tres pequeños, ¿me entiende?" Yo no entendía nada, lo que se dice nada. ¿Qué inmenso desfiguro íbamos a perpetrar ante el público?… ¿qué sarta de disparates?… De pronto estábamos ya en el centro del escenario. Se hizo la música, era Falling in Love Again, la canción insignia de Marlene Dietrich. Mi compatriota, vestida enteramente de negro, con un corsé que le hacía un cuerpo de delfín en salto vertical, pero al fin cuerpo, dio varias vueltas por el escenario, a veces con la lenta ferocidad de una pantera, otras con esa ternura que el espectador siempre asocia con un arrullo de palomas. Yo estaba casi escondido en un costado del escenario, a veces se aproximaba a mí, me hacía una reverencia, extendía su brazo, me señalaba y luego giraba hacia el público con un amplio ademán que nos envolvía a mí y a los espectadores. De repente, de los magnavoces surgió una voz aterciopelada, pero firme, grave, hasta severa podía uno pensar, que nos presentó como los dos más grandes conocedores de la literatura rusa, y en especial de Chéjov, no sólo de México sino de toda América. Los elogios a la dama eran desmesurados, un tanto extravagantes, diría yo, por ejemplo la anunciaron como "la máxima emperatriz de Chéjov a nivel internacional". ¿Qué quería decir eso? Descubrí entonces que no estábamos en un auditorio universitario, sino en un circo, y que el público no era de académicos o intelectuales sino más bien el que uno puede encontrar en los circos, familias, muchos niños, ruido, felicidad, y dentro de esa muchedumbre popular se veían las caras de las glorias internacionales. Una mujer en uniforme militar abrazó a mi compañera por la cintura, la tomó del brazo para saludar al público al mismo tiempo que exigía un aplauso ardiente, un aplauso cósmico que reconfortara el corazón de esa mujer mexicana que tanto había sufrido y que tantos tumbos había dado en la vida, así lo dijo. Yo, en cambio, no era nadie, una sombra, un cero a la izquierda. Si alguien ha sufrido un accidente de automóvil muy aparatoso podrá entenderme: todo ocurre al mismo tiempo, todo es simultáneo, un poco como en El Aleph, pierde uno la capacidad de asegurar qué fue primero y qué posterior. Las visiones en el sueño cambiaban sin tregua, se imbricaban unas en otras, se convertían en una metamorfosis permanente. Trataré de hacer una semblanza de orden, un relato con forma más o menos sucesiva, a pesar de las infinitas sacudidas, de esa vocación por el caos tan presente en los sueños. Un maestro de ceremonias anunció con voz divina el primer acto del Congreso, la lectura de esa asombrosa y enigmática joyita de Antón Chéjov: Un asesinato, realizada por una insigne actriz rusa (no sólo insigne sino la más insigne, me dijo en un susurro mi compatriota), cuyo nombre no mencionaron, lo que me pareció raro, e interpretado corporalmente por la no menos eminente fisiculturista Catalina D'Erzell y su asistente, mexicano también como ella. La D'Erzell entretanto me ordenaba: "respirar hondo, relajarse, creer en Dios sobre todas las cosas, ágiles los pies, la cabeza fría, todas las cosas en su lugar", mientras al escenario subían dos largas filas, una de hombres, por la derecha, y otra de mujeres por la izquierda. "¡Coro de bajos y contraltos, de barítonos y mezzos, de tenores y sopranos!", anunciaba el locutor, "¡Voces de cañón y de miriñaque, como es debido!", susurró con voz de pajarito mi compatriota. Una mujer majestuosa, toda dignidad y hermosura, subió al estrado y se sentó en un trono. Un haz de rayos nos bañó de luz. Se inició el acto. La actriz comenzó a leer con una voz absolutamente maravillosa, cadenciosa, sobrehumana, el relato de Chéjov; minutos después, los coros empezaron a repetir melodiosamente sus palabras. La prosa se hizo música; la actriz dejó de hablar, cantaba el texto y el coro cantaba con ella, con brío, con esplendor. A momentos el estruendo llegaba a ser ensordecedor, como para enloquecer a cualquiera, menos, por supuesto, a los congresistas de las literaturas eslavas, que estaban fascinados. De quién sabe qué parte surgió otra orquesta, menor, de balalaikas, que nos rodeó durante la interpretación corporal y siguió todos nuestros pasos, leales hasta el fin. Mi compatriota me ordenó: "¡Ya vas, cañón!", y fui: me hizo dar saltos de todos los calibres, caer al suelo en cuclillas, levantar una pierna, luego la otra, caerme como muerto y resucitar, correr con mi pareja alrededor del escenario, levantarla, lanzarla al aire, por encima de mi cabeza y detener su caída a unos cuantos centímetros del suelo, obligándola después a mantener una posición vertical con la cabeza hacia abajo y los pies en alto. Nuestro mayor triunfo fue una serie de vueltas que dimos en el escenario a una velocidad escalofriante, pero también con una precisión absoluta porque si se hubiera soltado se habría estrellado contra el público, y tal vez ella y algunos espectadores hubieran pasado a mejor mundo, pero nuestra habilidad fue extraordinaria y no se presentó ni el más mínimo incidente. Hubo momentos para bailar de puntas y otros en que saltábamos alegremente y nos comprimíamos como acordeones al caer en el suelo, para de inmediato proyectarnos en el aire por medio de resortes. Como en las danzas rituales africanas llegamos al éxtasis, al delirio, a otro cielo cuya existencia no sospechábamos, por lo menos yo. Fui Nijinski por unos momentos, lo juro, y ella, nada menos, Tepsícore. La oía gemir de repente, como si no pudiese más, como si estuviera por rendirse, para luego exigirme trémulamente mayor velocidad, más ritmo, más músculo. De golpe cesó todo, desaparecieron los músicos con sus balalaikas, silenciosos y cabizbajos bajaron por las escaleras los coros de bajos y contraltos, de barítonos y mezzos, de tenores y sopranos, ligeras y absolutas, y hasta la magistral actriz cuyo nombre no conocimos, que había leído con tan bella dicción el relato de Chéjov. Sin decir una palabra caímos como perros apaleados. Nos pasaron toallas empapadas con vinagre por la cara; comenzaron a acercársenos los admiradores. La multitud, enloquecida de entusiasmo, rodeaba a la D'Erzell. En mí nadie reparó. Logré escurrirme del escenario y deambular por un inescrutable laberinto de corredores y escaleras, un escenario parecido a las cárceles de Piranesi, que paulatinamente se convirtió en vm pasaje desvencijado, y luego en una calle gris, anodina, fea. Un instante después caminaba yo por un barrio desconocido. Unos jóvenes se detuvieron a mi lado, me observaron y uno de ellos me gritó con grosería: "Lávate la cara, payaso cabrón, o te la lavo yo con lejía". Una chica de ojos preciosos, cubierto el resto de su rostro por el cuello de un abrigo, puso un espejo frente a mi cara, y casi vomito. El rostro que vi, putrefacto, descompuesto, me anunciaba sólo unas horas más de vida. Lo que no puedo entender es por qué, entonces, desperté tan alegre y escribí con regocijo en la madrugada el primer bosquejo del sueño. ¿Por qué horas después, ya por entero despierto, seguí pensando que había tenido un sueño muy divertido por la noche, y ahora, mientras lo transcribo, me produce una angustia insoportable?