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Había ya preparado su ingreso a una orden de silencio en un monasterio en el Monte Athos. Su artículo se llamó "El escritor y la crítica"; allí Tsvietáieva minimizó a los críticos rusos de París, señaló su ignorancia y aldeanismo; descalificaban la poesía moderna por desinformación, por incultura. Era un ensayo arrogante e inclemente, pero estaba sustentado por verdades literarias y conceptos objetivos. Fue el final del culto a Tsvietáieva. Nunca se pudo recuperar, sino al contrario, aquél fue el primer paso en el descenso al silencio. Serguéi Efrón, quien jamás en la vida había trabajado, fue invitado por el príncipe Mirski a colaborar con él y algunos otros rusos destacados para publicar una revista literaria titulada Verstas, donde publicarían tanto a los rusos del exterior como a los del interior, es decir los del infierno, la Rusia soviética. Pasternak, Babel, Esenin, Tinianov, un cuadro notabilísimo en cualquier panorama literario del mundo, fueron calificados en París por el crítico más influyente del exilio, Peter Struve, como "mera carroña".

Sabemos, y Tolstoi lo ha recordado con palabras soberbias, que cada familia infeliz lo es de una distinta manera. Las causas de infelicidad pueden ser infinitas. Desde afuera se observan los efectos, los gestos, la epidermis; en el gossip cotidiano nos enteramos de infinidad de casos de separación, de fugas alucinantes, de divorcios color de rosa u otros infinitamente sórdidos. Nos manifestamos a veces a favor de uno u otro de los cónyuges. El macho violento, la mujer casquivana, la excesiva codicia de uno de ellos o de ambos, la intervención de los suegros, de los parientes, de los amigos, la tontería, los celos, pueden ser algunos elementos negativos. Sabemos eso y más, muchísimo más, pero jamás lograremos medir el desacuerdo silencioso de los sentidos, ni esas minucias ocultas en los pliegues interiores que son derivaciones de lo físico, la lucha de los sexos en todos sus aspectos, y aunque uno u otro de los cónyuges nos haga confidencias, que es lo peor que le puede suceder a uno, y que esos abusos contra la amistad sean horripilante, minuciosamente fisiológicos y nos hagan creer que lo sabemos todo, de ninguna manera es cierto. Todo lo que nos dicen, aun deformado por la pasión y la ira, puede ser cierto, pero no es sino un cerco a la verdad, una aproximación. Las biografías de Tsvietáieva, la de Simón Karlinski y la de Veronique Lossky, no dan sino mínimas luces de la vida conyugal de los Efrón. Por una parte se les agradece, pero en este caso tan oscuro un poco de intimidad podría aclarar algunas cosas, sobre todo porque en la poesía de Tsvietáieva lo físico juega un papel importante.

Cuando Serguéi Efrón decide en un primer impulso terminar el matrimonio, y la misma Marina, después de una separación de pocos días, se inclina también a esa decisión, pero terminan por no separarse ya que ambos consideran que cada uno tiene obligación de cuidar al otro cónyuge, puesto que sin esa protección no podrían orientarse en la vida, ambos han decidido establecer un pacto tácito o expreso para no separarse. Ambos tienen una experiencia excepcional para la sobrevivencia, la prueba está a la vista: las situaciones atroces que enfrentaron durante los siete años de separación, la guerra, amenazas de todo tipo, la pérdida de la seguridad económica, la muerte por hambre de una hija, veinte mil peligros de los que han escapado, él en el frente alemán y luego en los intermitentes combates de Crimea donde se sabía amenazado por dos frentes enemigos, los bolcheviques y los blancos, y habían salido con vida y en plena forma física, o casi, y él estudia una carrera de filología con una beca del gobierno checoslovaco, y ella se ha revelado como una figura literaria de primera clase; cuando todo eso lo han vivido y están en plena actividad, el argumento de no separarse para no dejar sin protección al otro suena a falso, a trivial. Para ella las frecuentes crisis amorosas implicaban un ulterior renacimiento, de cada historia desastrosa nacía un haz de espléndidos poemas. El pacto establecido en Praga se mantuvo hasta el final. A la larga, la solución fue la peor, la más despiadada que pudieron inventar. Ninguna de las partes se movió del hogar, pero a saber qué cantidad de energías perdidas, de limitaciones se pudrieron en su seno, qué toxinas se acumularon. Serguéi tuvo que desempeñar el papel más desairado. En el círculo intelectual de los rusos en Praga todos se enteraron de esa aguda crisis matrimonial. Marina hizo pública su pasión desmedida por aquel Casanova de segunda clase y las mujeres del círculo intensificaron su simpatía por el marido agraviado y la frialdad a su mujer. ¿Podía haber sido humillante para él esa conmiseración? ¿Le habría podido dar alguna satisfacción? Helo ahí, al héroe que luchó con las armas por la restauración del orden, embaucado por una mujer terrible; el joven oficial a quien su amigo traicionó seducido por una mala pécora, una antipática, pedante y extravagante mujeruca. Con Efrón es difícil orientarse. Poco después, nació un nuevo hijo, Gueorgui, a quien Marina, desde el primer momento, amó con desesperación, aisló del mundo, envolvió en papel transparente y declaró propiedad suya por entero. En una foto borrosa, en una escalera de madera de un lugar visiblemente miserable, se ve a una vieja mujer, sentada al lado de un muchacho rubio. La fotografía está fechada en 1935, de modo que el niño tendría apenas diez años, pero su aspecto es ya de adolescente, del tipo ruso deportivo, con un ceño de pocos amigos; la mujer, que está a su lado, mal peinada, desencajada, mira al fotógrafo con ansiedad y con algo parecido a la desesperación. Son, ya lo habrán adivinado, Marina Tsvietáieva y Gueorgui Efrón, el famoso Mur. Los biógrafos de ella, los cronistas del exilio ruso, están todos de acuerdo en que la madre había marcado un cerco invisible, de donde al hijo le fuera difícil salir; lo adoraba, lo mimaba, estaba orgullosa de él, pero le era imposible dejarlo respirar fuera de su alcance. Era suyo por entero. La fotografía es deficiente, y la reproducción peor. Nada tiene en común con una escena de plenitud familiar, de armonía entre madre e hijo. Viéndola, sabemos que Mur es ya quien manda y la vieja angustiada, que cree ser el ama, su víctima. El joven Teseo junto al Minotauro, el cual, por una extravagante metamorfosis, se ha convertido en un ser híbrido. Es un periodo terrible de Tsvietáieva; vive en la miseria desde que llegó a París, pero cada vez más exacerbada porque de todos los costados se la hostiga. En contraste radical con los otros dos miembros de la familia que, sentados en un bosque, en su amistad han logrado la armonía. Sus ideas son enemigas de las de Marina. Se han vuelto, como mucha gente en Francia, en Europa, en el mundo entero, desde la crisis económica del veintinueve, filosoviéticos.

El personaje más difícil de adivinar es Efrón. Inicia proyectos que no termina nunca. Los amigos de su mujer lo consideran poco inteligente. Parece no interesarle lo que piensen de él. Seguramente hoy ya su expediente de la Lubianka haya aclarado todos los misterios. Allí estarán clasificadas las piezas que pueden formar el rompecabezas. Pero tan sólo pensar en él, resulta un personaje narrativo muy sugestivo. Es posible que las hermanas mayores que lo educaron después del suicidio de su madre y el hermano mayor, y el trauma correspondiente, lo hayan convertido en un ser dependiente, un hombre superfluo como tantos hombres buenos y desgraciados que pueblan el mundo literario ruso, que tuviera temor a la soledad, que preferiría sufrir todas las humillaciones que sus superiores antes, y su mujer más tarde, le infligieran con tal de permitirle vivir a su sombra. Ella era una de las grandes figuras del exilio y él se había quedado en nada. Mirski ya a principios de los años veinte añadió una página sobre su poesía a la espléndida historia de la literatura rusa que publicó en Inglaterra. Su fama crecía con rapidez; tenía en su haber una decena de libros de poesía, Checoslovaquia había sido para ella un espacio fértil para la creación. Al parecer nada le interesó del país ni de su cultura, por estar arraigada hasta lo más profundo en su idioma y tener como interés ancilar la literatura alemana. Estaba preparada para dar el gran salto: París. Es posible que tales circunstancias pudieran serle gratas al marido, pero también podría ser que ocultara en su interior una cápsula de rencor sin siquiera tener conocimiento de su existencia. Y su efecto se manifestaba en convertirse en un peso muerto para la familia, en ese caso Marina. No llegar a terminar nada, como sus estudios en Moscú, ni la carrera de filología en Praga, o posteriormente tampoco la de estudios de cine en París. Su mujer sería famo sa, la aplaudiría con estruendo después en sus lecturas. Su mujer se acostaría con quien quisiera, y sostendría por correo relaciones platónicas con las más altas luminarias de Europa; él, entre tanto, leería periódicos y conversaría con su hija, cada vez más próxima. Dejó en libertad a Marina para que partiera a París, en donde él la alcanzaría meses más tarde, para instalarse a su gusto y ocupar el lugar que le correspondía. Le esperaba el reconocimiento, y en los primeros meses lo tuvo. Bastó sólo que Dimitri Sviátopolk-Mirski declarase en su revista la primacía de Tsvietáieva sobre todos los poetas en el exilio, y que ella escribiera un artículo literario, para demostrar que los críticos desterrados rusos no estaban capacitados para juzgar la nueva poesía, para que fuera ana-temizada por la casi entera comunidad rusa en Francia. Su arrogancia hizo lo demás. Serguéi Efrón llegó después a París y fue invitado por Sviátopolk-Mirski y algunos otros intelectuales para editar una revista de cultura rusa diferente a las del destierro, distinta sobre todo de como la concebían en los círculos parisienses. Para ellos nadie que se hubiera quedado en la Unión Soviética podía merecer el nombre de escritor, mucho menos de poeta. No eran sino basura, canalla, como Eisenstein en el cine, como Méyerhold en el teatro. La revista de Sviátopolk-Mirski y Efrón llevó por nombre el título de un libro de Tsvietáieva: Verstas. Esa cercanía bastó para que la escritora fuera considerada por los más necios como una voz al servicio de los bolcheviques. ¡Ella que en sus apariciones públicas no dejaba de leer algunos de los himnos a las guardias blancas! Tan temprano como en 1927, es decir al año y medio de estar en Francia, ya se lamenta: "En París, fuera de unas cuantas personas, los demás me detestan, escriben sobre mí toda clase de inmundicias. Según ellos yo escribo poemas al estilo 'Juventud comunista' y recibo un 'salario de los bolcheviques'".