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Cenando con unos periodistas georgianos comenté el incidente del restaurante de la Asociación de Escritores, años atrás, cuando llegó Ajmadulina, en un momento difícil, del brazo con el ministro de Cultura de la República de Georgia, y la seguridad que eso le daba. 'Ya desde entonces sentíamos aquí la necesidad de abrir ventanas, de que corriera el aire. Sabíamos que tendría que llegar el momento, que nos acercábamos a él y que si no procedíamos a tiempo se nos escaparía." Me explica que el actual ministro de Relaciones Extranjeras Edvard Schevernadze era entonces el dirigente del Partido Comunista en Georgia, el hombre fuerte, pues. Schevernadze comenzó a elaborar una protoperestroika a nivel local desde hace más de diez años. Con pocas declaraciones y una acción firme se estimuló una cultura más cercana a la de Polonia o Hungría que a la imperante en la URSS. Y eso fue posible debido a la buena administración económica, a los niveles alcanzados, y a una política cauta y a la vez segura; tranquila pero audaz. Parece muy difícil, pero se ha logrado. Schevernadze es quizás el político más cercano a Gorbachov, el que goza de su mayor confianza. "¿Y la población apoya esta transformación política y social?", le pregunto. "Me parece que sí, por varias razones. Los estalinistas, que constituirían el frente enemigo más duro, más visceral, no se han manifestado en contra. Pienso que ellos avizoran como solución a largo plazo la autonomía, la independencia. Salir de la Federación y constituir un Estado Georgiano independiente, una república o monarquía, les daría lo mismo; se han cansado de los rusos, se sintieron intensamente traicionados después del XX Congreso. Georgia fue diezmada por el estalinismo; y sin embargo, el pueblo no daba crédito a los crímenes denunciados por Jruschov. La situación aquí era extremadamente delicada. Fue un milagro que no estallara una revolución. Revueltas sí las hubo, a veces sangrientas, pero sin trascendencia. Ahora vamos a ver. El futuro se ha abierto. ¿Qué traerá para nosotros?"

31 de mayo

He recorrido museos, algunas iglesias, tesoros artísticos de Georgia. Su pintura medieval y renacentista. La pintura bizantina es de calidad excepcional, comparable a las piezas de Rubliev, en la Rusia del Norte. Ayer por la tarde viajé a la antigua capital, donde hay dos iglesias portentosas. Una del siglo vi luce en un frontispicio de piedra labrada una Ascensión de Jesús, practicada por dos ángeles, con una ligereza que muy pocas veces se logra en piedra. El viento ha tenido su participación al devastar los rostros; bajo la cabellera sólo se divisa una boca en uno de ellos y de la cara del otro ángel sólo resta un ojo, lo que da un carácter casi abstracto a la pieza. Y otra del siglo XI: la iglesia de San Joveli (¿San Jorge?), en cuya fachada, entretejido en piedra, resalta un gran árbol de la vida. Una vez en el interior se tiene la sensación de haber entrado a una amplia caverna, existente en el seno de una montaña. Estamos milenio y medio atrás de nosotros. Los señores y los pastores, guerreros todos, reunidos por devoción a la fe verdadera, la de Cristo resucitado, piden en sus oraciones la victoria, pero casi aún más la exterminación de los turcos, de los persas, de todos los infieles. El recinto crece hacia lo alto. En la base tiene cuatro ángulos, que se van cerrando a medida que los muros ascienden; en la segunda tregua ya hay ocho costados, y más arriba dieciséis, y al final la cúpula se cierra en una bellísima corona de treinta y dos costados. Una réplica del templo de San Jorge en Jerusalén, me dicen. En uno de los muros hay un gran fresco, cuya antigüedad nadie logra precisar y donde se advierten visibles remiendos. Abundan, en él, las naves, deslizándose entre sirenas, tritones e hidras de siete cabezas. No veo ningún santo conocido. Todo parece pertenecer a un orden religioso diferente. Las figuras renacentistas y barrocas de la hagiografía católica: San Cristóbal cruzando un río con el niño en brazos, San Jerónimo con un libro al lado de un león, San Sebastián atado a un árbol y flechado, Santa Lucía mostrando en un plato los ojos que le han sido arrancados, San Antonio sumido en la melancolía de sus tentaciones, no existen en estos cielos. En la pintura ortodoxa apenas existen santas, o si las hay no las vi en estos lugares, ni recuerdo a ninguna prominente en mis antiguos paseos por las galerías y museos de Moscú. Lo más cercano a las santas son los ángeles, de aspecto epiceno, de masculinidad casi inexistente. Hay arcángeles flamígeros, armados y belicosos, y muchos otros santos a caballo, con cascos y corazas que ni por el aspecto, la vestimenta o el nombre puede uno asociar con los nuestros. Un San Francisco de Asís sería aquí la negación del culto. El aspecto marcial está marcado en la pintura de todas las épocas, y también en la calle, en los restaurantes, en donde quiera que usted mire por la ciudad. Son, además, uno de los pueblos más longevos del mundo. Los escritores rusos han escrito sobre la dignidad de los diversos pueblos, razas y culturas que pueblan y florecen en el Cáucaso. La atracción de esta larga faja de tierra montañosa que va del Mar Negro al Caspio ha sido proverbial, ininterrumpida desde Pushkin y Griboyedov hasta los de hoy día. Acercarse a esa región, convivir con sus aborígenes ha sido para ellos, más que conocer y deleitarse con una región física rica en paisajes, una experiencia espiritual y una educación sentimental. El Cáucaso ha sido desde siempre un lugar excepcionalmente atractivo para los jóvenes rusos. Pushkin lo canta; de alguna manera encuentra allí una naturaleza humana semejante a la de los gitanos, inmaculada, no dañada por una rígida educación protocolaria, sino regida por el instinto. Desde los niños hasta los ancianos, las mujeres y los hombres son naturaleza. Naturaleza dentro de la naturaleza. Por eso el hombre allí no teme, como el del Norte, al instinto, ni lo reprime; por el contrario, hace de él su guía. Pushkin pasó algunos años de su juventud desterrado, por haber escrito una "Oda a la libertad", en las inmediaciones del Cáucaso, en Besarabia, sobre todo, donde escribió uno de sus primeros grandes poemas: El prisionero del Cáucaso, y al cumplir los treinta años hace por propia voluntad un viaje de placer a Georgia. De Moscú a Tiflis, en un viaje que fue calificado como rapidísimo, hizo veinticinco días. Recuerda esas jornadas en sus diarios como intensamente felices. Su llegada a la capital georgiana lo impresiona. Al entrar a la ciudad coincide con un cortejo fúnebre resguardado por altos oficiales georgianos y rusos. Pregunta quién es el difunto y de dónde lo trasladan. Y se queda petrificado al enterarse de que es su amigo y contemporáneo Alexander Griboyedov, diplomático en Teherán y autor de una comedia sarcástica de corte iluminista, La desgracia de ser inteligente, que nunca en vida suya pudo representarse ni publicarse, pero que toda la inteligencia rusa conocía de memoria. La embajada en Teherán fue asaltada por una turba y el personal entero asesinado. Pushkin, impresionado por esa nota luctuosa, redujo a dos semanas la estancia en Tiflis, apenas la mitad del tiempo que le lleva el regreso a Moscú. La curiosidad sexual de Pushkin comenzó a ser inclemente con él desde la pubertad, hasta convertirse en una compulsión venérea. Al día siguiente de haber llegado se dirigió a los baños de Tiflis, dispuesto a relajar los músculos del inmenso viaje; allí se sorprendió al ver a más de cincuenta mujeres, jóvenes y viejas, sólo con ropa interior o totalmente desnudas, bañándose junto a los hombres, y que no sucediera ningún oleaje sexual visible; el único alterado era él, pero nadie parecía percibir su excitación genital. "Sentí que había entrado a esa sala como un hombre invisible", escribe. El joven conde Tolstoi, años más tarde, harto de la vida cortesana se lanza al Cáucaso, y desde el principio queda rendido. Las tensiones que le producía la vida social desaparecen. Ha encontrado una tierra donde la Naturaleza crea las leyes y los hombres se someten a ella y no a la inversa. Todo acto humano que esté acorde con la naturaleza deja de ser pecado. Y esa vida natural se rige por un Eros radiante y vigoroso. El Cáucaso para él es la tierra de la poesía, la verdad y la pasión. En fin, un edén terrenal; un vigor semejante a los días inicia les de la creación. La primera verdadera novela de Tolstoi, Los cosacos, escrita a los 35 años, y la última, Hadji Murat, escrita a los 76, pero publicada postumamente, están situadas en el Cáucaso. Son libros de amor por los paisajes que lo asombran y devoción a sus personajes. Para él, espacio y protagonistas son en estas novelas lo mismo: verdad, dignidad humana. La peregrinación al Cáucaso, en especial a Georgia y Armenia, se vuelve una obligación literaria. Lermontov, Bulgákov, Mándelstam, Pasternak, tantos más. Pero no todo ha sido felicidad en "la Perla del Cáucaso", como ineludiblemente las guías turísticas llaman a Georgia. En una de sus aldeas nació uno de los hombres más temibles del siglo XX, un demonio, José Stalin, una encarnación condensada del mal, quien mandó vejar, torturar y liquidar a millones de sus aterrorizados súbditos. Si tierra de felicidad para los escritores fueron las repúblicas del Cáucaso, Georgia, Armenia, Azerbaiján y otras regiones autónomas como Chechenia y Da-guestán, la relación con la tierra rusa era visiblemente menos feliz y voluptuosa, pero igualmente intensa. Es una relación que el pobre ser humano, el sufrido, el humillado ruso establece con lo sagrado. La tierra rusa es la Madre. La naturaleza se disimula en beneficio del misterio de aquella zona que para cada uno de nosotros es imposible captar con la razón, sino sólo con el sentimiento, con el corazón, con la piedad. Cioran, uno de los pensadores que más se han acercado a lo ruso, ha escrito: "Un pueblo no representa tanto una suma de ideas y de teorías como de obsesiones: las de los rusos, de cualquier parte que sean, aunque no siempre sean idénticas, guardan un parentesco. Un Chadaiev, occidentalista, que no le encontraba ningún mérito a su nación, o un Gógol, eslavófilo, que la escarneció sin piedad, estaban tan ligados a ella como Dostoievski. El más furibundo de los nihilistas, Netchaiev, estaba tan obsesionado por ella como Pobiedenestsev, reaccionario violento procurador del Santo Sínodo. Sólo esta obsesión cuenta. Lo demás es pose…" Me emociona y sorprende siempre la asimilación de Rusia con el cuerpo de Dios. En Gente de catedral, de Leskov, el novelista ruso que Walter Benjamin prefería a otros más nombrados, un sacerdote se emociona al saber que un anciano muy pobre, casi un pordiosero, ha recogido a un niño huérfano, con quien comparte sus mínimos bienes, y apenas oye la noticia exclama: "¡Oh, tú, mi querida Rusia, qué hermosa eres!" Y en el más terrible relato que uno podría imaginarse, En el barranco, de Chéjov, un anciano encuentra a una joven que lleva en brazos a su hijo muerto. La invita a subir a su carretela y le dice: