Hazañas de la memoria
"Unos veinte años después emprendí un viaje a Lausanne para ver a la vieja señora suiza que había sido institutriz de Sebastian y después mía. Debía de tener casi cincuenta años al dejarnos en 1914; había cesado la correspondencia que nos unía, de modo que no estaba seguro de encontrarla viva en 1936. Pero la encontré. Había allí, como pude descubrir, una unión de viejas damas suizas que habían sido institutrices en Rusia, antes de la revolución. Vivían 'en su pasado', como me explicó el amabilísimo caballero que me guió; aguardaban la muerte -y muchas de esas damas eran decrépitas o estaban chochas- comparando notas, riñendo entre sí y denostando las condiciones de Suiza, que habían descubierto después de los muchos años vividos en Rusia. Su tragedia consistía en el hecho de que durante todos aquellos años pasados en un país extraño se habían mantenido totalmente inmunes a su influjo (hasta el punto de no aprender la más simple palabra rusa). Hostiles, en cierto modo, al mundo que las rodeaba -cuántas veces había oído a Mademoiselle lamentarse por su exilio, quejarse del abandono y la incomprensión en que se la tenía, anhelar su tierra natal-, cuando esos pobres seres errabundos regresaron a su patria se encontraron como extranjeros en un país cambiado, y un capricho de los sentimientos hizo que Rusia (que había sido para ellas un abismo arcano, un retumbar remoto, más allá del rincón iluminado de un cuarto apartado, con fotografías en marcos de madreperla y una acuarela con la vista del castillo de Chillón), la desconocida Rusia, adquiriera ahora el aspecto de un paraíso perdido, un lugar vasto e incierto, pero -retrospectivamente- acogedor, poblado de pensativas fantasías. Encontré muy gris a Mademoiselle, pero tan llena de energía como siempre, y después de los primeros y efusivos abrazos empezó a recordar menudencias de mi niñez, tan deformadas o tan lejanas a mi memoria que dudé de su pasada realidad."
Vladimir Nobokov, La verdadera vida de Sebastian Knight, traducción de Enrique Pezzoni, Anagrama, Barcelona, 1988.
3 de junio
Martes, último día de mi estancia en la URSS. No sé si sea día festivo, al menos en las escuelas; me parece ver más gente joven en la calle que anteayer, domingo. Antes del desayuno hice mis maletas; basta llegar después y guardar las medicinas, algunos libros, los cuadernos donde he escrito estos días. Caminé un poco, visité las librerías de viejo. La de la planta baja del hotel Metropol sigue siendo estupenda. Me encantan los encuentros ocasionales, sentarme en la banca de un bulevar o de una plaza, iniciar conversaciones con viejas parlanchínas a las que apenas logro comprender, con jóvenes, fumar con ellos un cigarrillo, y listo, levantarme, dejarlos estupefactos por haber conocido por primera vez a un mexicano. Me di cita con Kyrim en el bar interior del Metropol, ese que parece una locación de cine negro americano, donde la mezcla de visitantes jamás parece tener coherencia con el hotel ni con Moscú. Desde el primer día que entré ahí, hace años, quedé fascinado. ¿Quiénes podrían ser aquellos rusos y quiénes los extranjeros tan extravagantes que aterrizaban en ese lugar? Son las preguntas que jamás les interesa plantearse a los politólogos, los kremlinólogos, por eso me daba tanto fastidio leerlos o escucharlos cuando cenaba con ellos en alguna embajada. Claro, ahora a la distancia pienso en excepciones notabilísimas: algunos italianos muy brillantes y, sobre todo, en dos polacos sin parangón, Ryszard Kapuszinski, el más culto, inteligente y penetrante cronista del mundo soviético, y K. S. Karol, ambos extraordinariamente capacitados para sopesar la gama amplísima de elementos, de detalles, sin dejarse capturar por los hechos escuetos, esos que por sí solos, muy rara vez constituyen verdades. Cuando trabajé en la embajada tuve oportunidad de oír hablar a corresponsales de periódicos extranjeros sobre la sociedad soviética, como si fuera igual a la época estalinista. Kapuszinski y Karol saben leer otros signos y por lo mismo proponen versiones más ricas y mucho más atinadas. A ningún "especialista" podría convencérsele de que abajo de la plana superficie examinada había distintas corrientes combatiéndose entre sí, aun en el mismo Kremlin, como las había en todo el mundo socialista, con excepción tal vez de Albania y Rumania. Ahora la Perestroika les ha mostrado una trama diferente y de nuevo no entienden nada. Soterrados en una superficie engañosamente homogénea existían intereses varios, alianzas difícilmente concebibles y fobias y odios brutales donde se suponía una unidad monolítica. Kapuzsinski señalaba hace poco en una entrevista que "la gente, aun antes de la Perestroika, solía expresarse con el silencio, no con las palabras, los lugares en donde se presentaban y los que evitaban, la manera en que miraban algo, las palabras neutras en un comentario tenían su sentido. A pesar del desprecio y de la arrogancia hacia la sociedad, el poder no dejaba de prestar atención a la clase de silencio que ésta practicaba". A eso se debía la publicación de los autores castigados de antaño, los clásicos, digamos, los ejecutados, los silenciados, los desterrados a Occidente. Mándelstam, Pasternak, Ajmátova, Tsvietáieva, Babel, Bulgákov, Pílniak, Remizov, Bunin, otros más, cuyos libros en Moscú y Leningrado se vendían en tiendas de moneda extranjera, pero que los miembros de las Asociaciones de Escritores podían adquirir en rublos y a un precio muy reducido; y también, y sobre todo, los libros de autores contemporáneos que rozaban temas políticamente escabrosos, como La nave blanca de Chinguiz Aitmatov, o La casa sobre el río y El viejo, de Iuri Trifonov, y otros más que, publicados en ediciones limitadas y a regañadientes, llegaban a las librerías donde se agotaban en menos de una hora, pero que en los días siguientes habían sido ya devorados por millares de lectores, y el teatro de la Taganka, dirigido por Iuri Lúbimov con público internacional y colas de kilómetros de rusos en busca de entradas para ver la versión teatral de El maestro y Margarita de Bulgákov. El cine de Klímov, de Guerman, y el cine extranjero no anunciado en ninguna parte que se proyectaba a las diez u once de la noche, en un cine sin carteleras, con la fachada sin luces, ante un público exigente y entusiasta de cineastas, actores, escritores, gente de cultura, que se enteraba por amigos, quién sabe cómo, o los talleres de los pintores que uno visitaba para adquirir cuadros de la nueva guardia, especialmente abstractos, y muchas cosas que formaban parte de mi vida cotidiana cuando fui agregado cultural y de las que les fastidiaba a los corresponsales extranjeros enterarse, porque era más fácil continuar con una visión implacable que mantenía un clima de guerra fría. Sigo trabajando en el esquema de mi próxima novela. Se situará en varios lugares: Estambul, Roma, Cuernavaca o Tepoztlán, y un paraje en medio de la selva tabasqueña. Tengo también esbozos de los personajes. De los sueños absurdos de estas dos semanas y las extrañas coincidencias fecales que se coaligaron entre aviones y cuartos de hoteles ha surgido un título posible: Señora la Divina Garza. Hace diez años, un joven cineasta casado con una chica colombiana me habló en Moscú sobre las tendencias que él percibía en el pensamiento de sus contemporáneos, jóvenes universitarios o profesionistas, artistas o científicos, amigos suyos o primos, o amigos de sus amigos, gente con un nombre, con rostro conocido, no la abstracción de las encuestas, y esas tendencias por orden de importancia eran las siguientes: a) berdiaievistas, quienes seguían el pensamiento cristiano de Berdiaiev; b) neoeslavistas, o sea nacionalistas de derecha; c) pluralistas, demócratas de diversas tonalidades, a una de las cuales él se adscribía; d) zen-budistas y e) cheguevaristas; estas dos últimas categorías, minoritarias. Le pregunté por Trotski, ¿no hay trotskistas?, y la respuesta fue categórica: "casi ninguno". "¿Por qué?" "Porque se piensa que de haber ganado la pugna ideológica, hubiera seguido el mismo camino totalitario de Stalin, quizás sin la bestialidad del monstruo. Sus tesis sobre arte y literatura no tienen para nosotros ningún atractivo, se siente el tono militar, la brutalidad de la época, quizás. Algunos nos hemos preguntado: ¿Cómo fue posible que hayan sobrevivido a las purgas los formalistas: Sklovski, Eijenbaum y Tinianov, o aun los menos vistosos: Tomachevski, Propp, otros? Y la única respuesta que uno encuentra es que se salvaron gracias a la violencia verbal con que fueron atacados por Trotski. Fue un salvoconducto para toda la vida. Si eran despreciados de esa manera, alguna virtud debían tener. Bujarin, en cambio, ejecutado durante las purgas después de un juicio estruendoso, por ser trotskista, en estos tiempos, no sé por qué razón, comienza a tener estudiosos y discípulos. Ahora, muchos como yo hablamos de memoria, de lo que oímos, yo personalmente no he leído a Trotski, nunca." No todos los rusos respondían como una aplanadora, los había, y no eran pocos, de amplísimos conocimientos y excepcional sensibilidad artística. Bastaba ir a un concierto en Moscú de algún gran artista para contagiarse con la intensidad de recepción. Desde su asiento uno se sentía en un templo, inmerso en una especie de halo religioso que procedía no sólo del artista que ejecutaba una pieza en el escenario, sino también de la sala, de la respiración de los varios centenares de feligreses que seguían nota a nota con todos sus sentidos, su inteligencia y su espíritu, el desarrollo de un concierto. Y al final se producía la apoteosis, la ascesis, la unión mística con el misterio. Pocas veces he vivido con tanta pasión la ópera como en el teatro de ópera de cámara de Moscú, una mínima sala perdida en un barrio anodino de la ciudad, que ni siquiera tenía derecho a anunciarse en las carteleras, ni en la prensa, ni a manifestar su existencia en la fachada del edificio. Sin embargo, a pesar del silencio oficial, obtener entradas en ese local era una hazaña complicadísima. Se compraban, y muy difícilmente, por lo menos con dos meses de anticipación. No era un lugar prohibido, ni clandestino, de ninguna manera; pero su existencia era sólo tolerada. Entrar allí era sentirse como un cristiano sumido en las catacumbas en tiempos de persecución. Era un santuario, un lugar protegido adonde se iba a celebrar un rito sagrado. Allí vi El progreso del libertino, de Igor Stravinski. No existía ninguna distancia física entre cantantes, orquesta y público. Éste se sentía ligado por la falta de espacio y la pasión del momento. Jamás recuerdo haber sentido una emoción y una angustia tan intensas como en esa función, y tampoco he sentido júbilo comparable al que experimenté en una delirante presentación de La nariz de Shostakovisch, sobre el cuento de Gógol, presentada en aquel mínimo teatro. Todo esto era posible en una sociedad tan compleja, irreal, gogoliana, kafkiana y dostoievskiana como era la moscovita a finales de Brezhnev. Los politólogos convertían la sociedad en una página sin relieves; su posición, por lo general, era reducir cualquier fenómeno a lo estadístico y a lo ideológico. Lo que decían de Brezhnev y Suslov, el pavoroso ideólogo del Comité Central, y de toda aquella caterva de ancianos decrépitos era cierto, así como era cierto que existía una censura de múltiples formas y enormes deficiencias, pero había también gente de primera, rusos sabios, refinados, imaginativos, y también individualidades espectaculares. ¡Ah, y la cuestión del alma! ¡Del alma rusa! Cioran comentaba: "Después de la guerra, Laurence Olivier y su compañía fueron a Moscú para representar Romeo y Julieta. Concluido el espectáculo, en el colmo de la emoción, los rusos se abrazaron como durante la noche de Pascua. Eso es tener un alma". Lo podía decir Cioran, pero uno no. A algunos amigos mexicanos les preocupaba mi ingenuidad, mi estupidez cuando comentaba esos fenómenos de la vida rusa. Y en España era imposible abrir la boca. En una ocasión, al final de una fiesta estupenda y divertida en Barcelona, comenté algo relativo al alma eslava, y un amigo entrañable se enfureció violentamente. Me insultó como si adulcorara yo la brutalidad de los campos de castigo, como si quisiera levantar una fachada color de rosa que disimulara los crímenes de Stalin. Creo que jamás me he sentido tan herido, tan injustamente juzgado. Bueno, las cosas han cambiado, la historia se ha movido… En el Metropol estaba ya Kyrim esperándome. Me dio una sorpresa magistral. Había localizado a algunos de mis amigos, la mayoría estudiantes de teatro ya en los últimos cursos cuando vivía en Moscú y comenzaban a hacer como ejercicio mínimos papeles en los teatros normales. E hizo una reservación en el restaurante privado más sofisticado que existe hoy día e