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Con regocijo, con esfuerzo, con desbordada curiosidad llegué en un momento de exuberante optimismo a sentirme una partícula de Praga, pariente pobre de las lajas que empedraban sus calles, de sus erguidos estípites barrocos, de su pasión, sus luces, sus derrotas, su fango. ¿Por qué entonces -me pregunto- en los varios centenares de páginas de que constan los diarios de esa época, no aparecía ninguna mención a tales paseos, ni al permanente deslumbramiento con que yo deseaba integrar mi persona a su entorno?… ¿Sería por humildad? ¿Con qué palabras podía describir aquel milagro permanente? ¿Qué tono hubiera sido necesario para traducir a una lengua comprensible los murmullos que sentía a mi alrededor y qué me inclinaba a creer que muy pronto lograría traspasar una barrera mágica? Pero, ¿cuál barrera, carajo? En un ensayo ejemplar, Borges discurre que en El Corán los camellos no aparecen por ninguna parte, por la sencilla razón de ser presencias tan cotidianas que uno da ya por segura su existencia. Mencionarlos sería un pleonasmo. La verdad es que ninguna respuesta me reconforta. Leí página tras página los varios cuadernos que contienen mi diario, y con la mayor consternación advertí que en ninguna describía yo la ciudad. Parecía obedecer a una orden secreta de eludirla, omitirla, borrarla. A lo más que llegaba era a mencionar sin la menor trascendencia un restaurante, un teatro, una plaza: "hoy comí en el restaurante del Alkron con tales y tales personajes. Los hors d'oeuvre son allí deliciosos. Me atrevo a sostener que se cuentan entre los mejores que haya probado en esta ciudad", o "anoche en el teatro Smetana oí a Obrazova en la adivina de Un baile de máscaras. Le aplaudimos hasta morir. Mucho más que a la soprano que cantaba la Amelia, que por cierto también era perfecta", o bien "acabo de llegar del aeropuerto. Fui a recibir a Carmen, quien me dijo que le parecía pequeño en relación con la importancia de esta antigua ciudad". Un restaurante, un teatro, el aeropuerto. Nada, a fin de cuentas: boberías. En cambio, en los diarios a que me refiero me extiendo ampliamente en a) la mefítica atmósfera que respiraba en la cancillería, b) las visitas que frecuentemente recibía de México, España, Polonia y otros lugares, qué comentan los amigos, qué hacen, qué temas discutimos, c) mis males físicos, medicamentos, doctores, clínicas, convalecencias en spas fantásticos, d) mis lecturas; tal vez la mayor parte del espacio está dedicado a ellas. En esos años volví de lleno a las literaturas eslavas y germánicas, acorde con la historia y conformación de Checoslovaquia. Repasé con voracidad maniática los autores admirados desde adolescente y los años de Praga potenciaron de modo extraño, huidizo pero persistente, mi conocimiento de los checos. Leí todo Ripellino, sus libros sobre literatura rusa, la antología checa, sus ensayos todos podrían estar comprendidos en el título de uno de sus libros extraordinarios: Ensayos en forma de baladas; a los formalistas rusos, comenzando por Sklovski, cuya Teoría de la prosa estudié con constancia; al Bajtín de La cultura popular a finales de la Edad Media y a inicios del Renacimiento, que tuvo amplia participación en las novelas que escribí en Praga, y masivamente a Chéjov y Gógol, leídos y releídos a toda hora y en cualquier lugar. En esos seis años hice también un extenso recorrido del medievo al presente de la literatura en lengua alemana, la más influyente históricamente en las tierras de Bohemia y Moravia, en especial su variante austríaca. Estuve más cerca de Kafka que en ninguna lectura anterior. Me sentía, al frecuentar sus lugares cotidianos, más cerca de sus visiones. En la juventud, mi entusiasmo por Kafka se había transformado, como le ocurrió a toda mi generación, en una auténtica pasión, con todo lo que eso implica de excluyente, visceral e intransigente; equivalió al primer momento en que uno se siente subyugado por un espíritu al que reconoce como indudablemente superior, el único capaz de explicar en profundidad una época, aquel que nunca nos defraudará. En Praga su función creció inmensamente. No se trataba sólo de dar los alcances de una época, sino de conocer el Universo entero, sus reglas, sus secretos, sus caminos, la meta. En su escritura se esconden los signos para conocer la respuesta; hay que buscarlos denodadamente. Lancé anclas junto a otras dos figuras fascinantes: Thomas Bernhard e Ingeborg Bachmann, ambos austríacos.

El odio hacia los rusos era intenso, monolítico, visceral; y no se permitía ninguna fisura, ni el menor matiz. Se extendía, aunque con menos intensidad, a los otros países socialistas por haber colaborado en la ocupación militar que truncó de tajo el experimento conocido como el "socialismo con rostro humano" en Praga en 1968. Cuando llegué a ocupar mi puesto en la embajada se habían cumplido ya quince años de esa infamia, pero el recuerdo de los tanques en la calle, los días de humillación e impotencia, el argumento absurdo de que los checos y eslovacos pidieron esa ayuda para acabar con los enemigos del socialismo reconcentraba la cólera de la población en vez de amainarla. En el centro de la ciudad había dos espaciosas librerías soviéticas siempre atestadas de público. Pero ningún checo o eslovaco ponía un pie en ellas. La multitud febril que se arremolinaba en el interior para llegar a las estanterías antes que los demás las vaciaran en exorbitantes compras estaba formada por turistas rusos o por excursionistas de las demás repúblicas soviéticas, quienes tan pronto como llegaban a la ciudad se lanzaban a las librerías para hacerse de libros de arte y ediciones literarias que en su país se agotaban de inmediato, debido al reducido tiraje editorial para las obras que diferían del canon oficial, o aquellas que rozaban temas "peligrosos", que en Moscú se podían comprar sólo con moneda fuerte, divisas del mundo occidental, y que en Praga pagadas en coronas checas les resultaban casi un regalo. En esas colecciones estaban Ana Ajmátova, Marina Tsvietáieva, Mijaíl Bulgákov, Alekséi Remizov, Andréi Platónov, Isaak Babel, Osip Mándelstam, Boris Pasternak, Iván Bunin, Borís Pílniak, Andréi Bely y otros más de los escritores perseguidos por el estalinismo, los enemigos del pueblo, los cosmopolitas que dieron la espalda a la nación, los burgueses recalcitrantes, los que fueron ejecutados, los que pasaron largos años en campos de castigo; otros, los mejor tratados, que en largos periodos de su vida no tuvieron derecho a publicar su obra, los que comenzaron a resucitar después de la muerte de Stalin, fueron reivindicados y a lo largo del tiempo se convirtieron en los más grandes creadores de su siglo, en clásicos de la literatura y ejemplos notables de la dignidad humana. Había rusos que llegaban por la mañana a Praga y regresaban por la tarde a Moscú, sólo para comprar docenas de esos libros que venderían en Moscú o en Leningrado a precios tan exorbitantes que aun viajando por avión resultaba un negocio. Cerca de las oficinas de mi embajada había un local de prensa exclusivamente soviética, al que nadie se asomaba. Me detenía a veces ante los escaparates y jamás vi a ninguna persona comprar un periódico o una revista. En la televisión se podía ver perfectamente un canal soviético con programas menos banales que los nacionales y hasta me aventuraría a decir que también menos rígidos ideológicamente pues, como sucede siempre, para ganar la confianza del superior había que rebasarlo en celo ideológico, ser más papista que el Papa. Una vez por semana, los sábados, veía en ese canal obras teatrales a veces magistralmente dirigidas y actuadas, a lo que me acostumbré desde la época en que viví en Moscú. Pero si mencionaba eso en presencia de mis amigos checos ellos solían quedarse mudos, fingiendo no haber escuchado mis comentarios, como si de repente sospecharan alguna trampa.