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La carencia de referencias escritas sobre mi contacto cotidiano con Praga me desalentó. En cambio, en uno de mis cuadernos encontré un sobre con apuntes relativos a un breve viaje que hice a la Unión Soviética durante el experimento de Gorbachov. Al leer esas notas recordé los momentos de irritación pero también los de emoción purísima constantemente entreverados en las dos semanas transcurridas en el seno de aquel Imperio formado a través de varios siglos, del que ni yo ni nadie podía sospechar cuan cerca estaba del derrumbe final. Se me ocurrió trabajar esos apuntes, dejar los textos del diario y mencionar levemente, a manera de antecedente, algunas situaciones sobre mi experiencia en el periodo en que trabajé como consejero cultural en Moscú.

Al llegar a Praga busqué una maestra de ruso, y me recomendaron a una señora checa formidable, leía textos literarios, conversaba con ella en esa lengua y hacíamos ejercicios de traducción. Estaba jubilada, lo que le daba una libertad de movimientos de la que otros carecían. Nadie la podía expulsar de ningún lado por acercarse a un diplomático, ni le podían suprimir su pensión. Como todos los checos, sentía en la médula la herida de la historia; no creía ya en ninguna posibilidad de regeneración del socialismo. Cuando comenzaron a circular noticias de que un dirigente comunista relativamente joven intentaba en Moscú aliviar las tensiones internacionales e introducir en su propio país medidas liberales, entre otras una disminución de la censura literaria y cinematográfica, ella reía con sarcasmo. Había oído eso tantas veces, y todo quedaba en lo mismo si no peor. "Con toda seguridad se trata de una estratagema -decía- para engañar a los americanos y tratar de sacar ventajas de ellos." Pasó algún tiempo, casi un par de años, me parece, y un día llegó a la clase bastante alterada con un ejemplar de Ogoniok, una revista moscovita que todos mis conocidos en Moscú detestaban. "Una amiga mía, maestra también -me dijo-, me llevó esta revista; la he leído de la primera a la última página, y casi no he podido dormir estas noches. Todavía no puedo creerlo, pero lo cierto es que algo serio está pasando en el otro lado de nuestra frontera. ¡La revolución! Ni en el 68 se escribían aquí cosas como éstas." Nos pusimos a trabajar ese día sobre un artículo muy bien escrito en torno a los últimos días de libertad de Méyerhold y el hostigamiento monstruoso al que lo sometieron al final. La ayuda de Eisenstein, uno de sus mejores amigos, para salvar su archivo y algunos documentos, por si llegaba a pasar lo peor. El artículo terminaba con la crónica de su detención y las distintas versiones sobre su muerte y el campo de castigo al que había sido enviado.

Para entonces, veía el canal soviético de televisión ya no sólo el sábado por los programas de teatro, sino seguía todos los días el noticiero. Y cada semana pasaba por el expendio de prensa rusa, que ya no era, para nada, el espacio desolado de otros tiempos, para recoger Ogoniok. La pagaba con anticipación, porque por lo general se agotaba a las pocas horas de haber llegado. ¡Ogoniokl ¡Que Ogoniok se hubiese transformado, que se hubiera vuelto decente me resultaba inconcebible! Era un semanario de muchos años. En el periodo de Jruschov, se convirtió en un órgano monstruoso de intolerancia, de mentalidad represora, policiaca sobre todo. Lo dirigía entonces Vsiévolod Kochetov, uno de los escritores orgánicos del estalinismo, un novelista mediocre, primitivo hasta la exageración. Tras esa sanguijuela se encontraban fuerzas reaccionarias aún muy poderosas, ligadas al aparato represivo. Kochetov insultó con ferocidad a los intelectuales del deshielo, a los viejos porque se atrevían a decir lo que habían callado durante tantos años, a los jóvenes porque se expresaban irrespetuosamente y sin temores. El blanco en el que vaciaba casi todo su encono era la revista Novy Mir, y su director Alexander Tvardovski, quien se atrevió a publicar algo de la literatura que estuvo prohibida durante mucho tiempo, entre otras cosas Un día en la vida de Iván Denísovich, de Solzhenitsin, relato que fue auténticamente una conmoción. Kochetov desapareció poco después, hundido en el desprestigio personal y literario. Su primitivismo y su vileza lo perdieron. Cuando hablaba de los judíos lo hacía con un lenguaje de progrom; los duros requerían de gente más sibilina, que sostuviera lo mismo que decía aquel bárbaro, pero con más eficacia. El Ogoniok que leía yo en Praga era una publicación valiente, fresca, moderna, bien escrita. Se había echado la tarea de limpiar el pasado estalinista pero también el reciente, el de la parálisis económica y política y la corrupción del pasado inmediato. Cuando leía un número sentía una bocanada de oxígeno y me producía una enorme simpatía por lo que ocurría en el mundo soviético. Comparado a la planicie checa, a su letargo, a su pasivo fatalismo, aquello era una invitación a la vida y, en mi caso, un estímulo a la creatividad.

Más tarde, pasado lo que pasó y de la manera en que pasó, encontré en Efectos retardados, de Elias Canetti, unas líneas a las que me siento absolutamente integrado:

"Niños huérfanos -todos los que apostamos por Gorbachov, medio mundo, el mundo entero. En décadas, nunca creí tan firmemente en alguien, todas mis esperanzas se cifraron en él, por él hubiera orado -me habría negado a mí mismo. Pero no me avergüenzo de ello en lo absoluto."

A final de cuentas no escribo de Praga, lo haré más tarde, pero esa ciudad mágica me condujo a otros fragmentos de mi diario: al país de las grandes realizaciones y los horribles sobresaltos.

Fue un viaje inesperado. A principios de 1986, cuatro años después de mi llegada a Praga, recibí sorpresivamente una invitación de la Unión de Escritores de Georgia para visitar esa república el mes de mayo. Georgia se había hecho célebre de pronto por el tono subversivo de su cine, y se la consideraba como una de las plazas fuertes de la Perestroika, palabra que denotaba la transformación iniciada por Mijaíl Gorbachov en la URSS. Me invitaban a pasar unos días en la capitaclass="underline" Tbilisi y sus alrededores en calidad de escritor y no como miembro del Servicio Exterior. No se trataba de participar en ningún congreso ni celebrar el centenario de ninguna gloria nacional. Acepté, por supuesto. Empecé a recordar cosas. Una franja de la Georgia actual fue en otro tiempo la Cólquide famosa, la patria de Medea, el lugar perdido hasta donde llegó Jasón con los argonautas para apoderarse del Vellocino de Oro. Unos cuantos días más tarde, la Secretaría de Relaciones Exteriores me informaba que el Ministerio de Cultura de la URSS me transmitía una invitación para ir a Moscú del 20 al 30 de mayo de aquel año. Me solicitaban una conferencia sobre algún aspecto de la literatura mexicana, el que yo eligiera. La invitación era generada por la Asociación de Escritores Soviéticos. Di por hecho que era un alcance a la carta de Georgia, para que el mundo supiera que la metrópoli seguía siendo quien decidía enviar las invitaciones y lo demás un vago y amplio espacio periférico.

Desde que llegué a Moscú, comencé a preguntar por la fecha de salida a Tbilisi, pero los burócratas que me recibieron se desentendían de la cuestión, cambiaban de tema, y a lo más que llegaban era a decir que mantenían contacto con los colegas georgianos para establecer mi programa de viaje. "Usted que ha vivido aquí ya sabrá cómo son los caucasianos, gente del sur, amigos del mar, del sol, pero mucho más del vino y de la fiesta, en eso se les va el tiempo, los conocemos muy bien y por eso no nos preocupamos. Al final todo lo resuelven", y añadían que entre tanto ellos serían mis anfitriones, y estaban complacidos por atenderme en Moscú y en Leningrado, ciudad que no habían mencionado sino hasta ese momento. Luego, en Leningrado, me informaron que los georgianos estaban desolados por no poder recibirme, pues como siempre sucede en primavera, el turismo excede todas las posibilidades. Deberían de saberlo porque ya habían tenido incidentes tan penosos como éste, pero así eran ellos, sibaritas, gente de playa, de sol, de vino. Nunca se descomponían, gente alegre, sí, pagana, buenos para bailar y cantar, en eso nadie los superaba, con una fantasía desbordada, un folclor ancestral y refinado, pero eso sí, descuidados, caóticos, irresponsables, hasta peligrosos en algunas cosas, se podría decir… Me propusieron ir a Ucrania en vez de Georgia. Al lado de la antiquísima Kiev, Tbilisi no era sino un lugar pintoresco, decían. Sabía que Ucrania, y Kiev su capital, eran lugares hermosísimos, pero también que en las últimas décadas sus organismos culturales eran los más refractarios a cualquier cambio social, político o estético, y que en esa república las artes seguían sometidas a las consignas del realismo socialista de 1933, dirigidas por burócratas rutinarios, adocenados e inescrupulosos.