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Otros cuatro o cinco pelagatos, todos encuerados, y, a mi parecer medio borrachos, estaban tirados como cochinos por la banca, mesa y suelo del billarcito. Como el cuarto era pequeño, y los compañeros gente que cena sucio y frío y bebe pulque y chinguirito, estaban haciendo una salva de los demonios, cuyos pestilentes ecos, sin tener por donde salir, remataban en mis pobres narices; y en un instante estaba yo con una jaqueca que no la aguantaba; de modo que no pudiendo mi estómago sufrir tales incensarios, arrojó todo cuanto había cenado pocas horas antes. A la ruidera de la evacuación de mi estómago despertó uno de aquellos léperos, y así como nos vio comenzó a echar sapos y culebras por aquella boca del demonio -¡Qué rotos tales de mierda! -decía-. ¿Por qué no irán a vomitarse sobre la tal que los parió, ya que vienen borrachos, en vez de venir a quitarle a uno el sueño a estas horas?

Januario me hizo seña de que me callara la boca, y nos acostamos los dos sobre la mesita del billar, cuyas duras tablas, la jaqueca que me infundieron aquellos encuerados a quienes piadosamente juzgué ladrones, los innumerables piojos de las frazadas, las ratas que se paseaban sobre mí, un gallo que de cuando en cuando aleteaba, los ronquidos de los que dormían, los estornudos traseros que disparaban y el pestífero sahumerio que resultaba de ellos me hicieron pasar una noche de perros.

La mujer de la primera fila perdió su actitud marmórea. Cuando me referí a "los estornudos traseros y el pestífero sahumerio que resultaba de ellos", gritó enardecida: "¡Ese, señores, es el México que adoro!", y después cuando pregunté si alguien deseaba hacer una pregunta o un comentario, ella se anticipó a todos. "¡Coincidencia de coincidencias! -dijo-. Vine a la biblioteca para buscar unos folletos escritos por mi marido, Adam Karapetián, el antropólogo, occiso por desgracia desde hace veinticinco años en Medellín, Colombia, donde yo vivo, armenio de nacimiento, claro, el nombre lo dice. Son estudios inspirados siempre a cielo abierto sobre el país de usted escritos primero en 1908 y luego en 1924. En esa última fecha yo lo acompañé a la selva. Estaba por salir de la biblioteca hace un momento cuando vi el anuncio de una conferencia sobre México, la de usted, maestro. Si mi marido viviera se hubiera puesto de pie para abrazarlo, porque ustedes trabajan en la misma dirección, de eso me he dado cuenta. Busco esos opúsculos, algunos son muy raros de encontrar, en esta biblioteca no los tienen, pero estoy segura de que los hallaré en donde menos lo piense. El más importante se refiere a una fiesta del trópico, una fiesta religiosa con final pagano. A Karapetián sólo le interesaba como tema antropológico la fiesta, la fiesta en México, en Bahía, en la Puglia, en Nueva Guinea, en Anatolia. La que más le interesó fue una a mitad de la selva mexicana en honor a un santo niño cagón. (Risas.) No, no es para asustarse de las palabras, lo que hay que pensar es en qué circunstancias se celebró el festín. ¡Estaba allí, lo vi todo! ¡El sol a plomo y la tierra con vertida en mierda! ¡En veinte días no me quité de la nariz esa hediondez!" Y en ese momento se levantó, puso en mi mano una tarjeta y salió con aires de alta dignidad del salón. Al cerrarse la puerta todos soltamos una carcajada. La tarjeta decía: Marietta Karapetián, y abajo del nombre la inscripción: "Se pinta porcelana fina". No conozco aún a la traductora de mis Juegos florales. Esperaba conversar con ella después de la conferencia, pero no se presentó. Me encantaría salir a pasear un rato, pero le temo a la humedad. No me gustaría despertar mañana de nuevo resfriado. Esta noche acabaré Miguel Strogof, y luego a dormir.