– ¿Qué tal el funeral? -preguntó Greg, preocupado por Maddy. La veía abatida y cansada.
– Deprimente. Ese cabrón lloró durante toda la ceremonia.
– ¿El senador? -Maddy asintió, con la boca llena-. Tal vez se sienta culpable.
– Debería. Puede que la haya matado. Jack todavía piensa que ella estaba mal de la cabeza.
Y con su forma de comportarse, empezaba a conseguir que ella también se sintiera desequilibrada.
– ¿Sigue enfadado? -preguntó Greg con cautela pasándole un pepinillo. Sabía que a Maddy le encantaban.
– Eso es decir poco. Cree que lo traicioné.
– Se le pasará -dijo Greg.
Se repantigó en la silla y miró a Maddy. ¡Era tan lista, buena y bonita! A él le gustaba comprobar que siempre luchaba por lo que creía, pero ahora parecía preocupada y triste. Le molestaba que Jack se enfadara con ella, y nunca, durante los siete años que llevaban casados, había estado tan furioso como ahora.
– ¿Por qué piensas que se le pasará? -Ella ya no estaba segura, y por primera vez sentía que su matrimonio estaba en peligro. Eso la aterrorizaba.
– Se le pasará porque te quiere -dijo Greg con convicción-. Y te necesita. Eres una de las mejores presentadoras de informativos del país, si no la mejor. Jack no está loco.
– No sé si esa es una buena razón para quererme. Se me ocurren otras que significarían mucho más para mí.
– Agradece lo que tienes, pequeña. Ya se calmará. Quizá durante el fin de semana.
– Este fin de semana tiene reuniones en el Pentágono.
– Debe de estar cociéndose algo importante -observó Greg con interés.
– Sí, y desde hace un tiempo. No me ha contado nada al respecto, pero se ha reunido con el presidente varias veces.
– Puede que estemos a punto de arrojar una bomba en Rusia -dijo Greg con una sonrisa.
Naturalmente, ninguno de los dos creía algo semejante.
– Estás algo desfasado, ¿no? -Maddy le devolvió la sonrisa-. Supongo que tarde o temprano nos lo dirán. -Consultó su reloj de pulsera y se puso de pie-. Tengo que ir a una reunión de la comisión de la primera dama. Es a las dos. Volveré a tiempo para que me maquillen antes de las noticias de las cinco.
– Tú no necesitas maquillaje -dijo él con galantería-. Diviértete. Y dale recuerdos míos a la primera dama.
Maddy sonrió, lo saludó con la mano y bajó a tomar un taxi. La Casa Blanca estaba a cinco minutos de la cadena, y cuando Maddy llegó allí, la primera dama acababa de regresar de la casa de los McCutchins. Entraron juntas, rodeadas por el personal de seguridad. La señora Armstrong preguntó si Maddy había asistido al funeral, y cuando esta contestó que sí, comentó lo trágico que había sido ver a los hijos de Janet.
– Paul también parecía desolado -dijo con tono compasivo, y añadió en voz más baja-: ¿De verdad cree que él la maltrataba? -No indagó sobre sus fuentes.
Maddy titubeó unos segundos, pero sabía por experiencia que podía confiar en la discreción de la primera dama.
– Sí, lo creo. Ella misma me contó que él le pegaba y la atormentaba. El fin de semana pasado me enseñó los cardenales que tenía en los brazos. Sé que decía la verdad, y me parece que Paul McCutchins está al corriente de su confidencia. Querrá que todos olviden lo que dije. -Precisamente por eso, Maddy no creía que fuese a demandar a la cadena.
La primera dama cabeceó con incredulidad y suspiró cuando salieron del ascensor al pasillo, donde los esperaban su secretaria y algunos agentes del servicio secreto.
– Lamento oír eso. -A diferencia de Greg y Jack, no dudó ni un instante de las palabras de Maddy. Como mujer, estaba dispuesta a aceptarlas. Además, Paul McCutchins nunca le había caído bien; le parecía un prepotente-. Supongo que por eso estamos aquí, ¿no? ¡Qué perfecto ejemplo de un acto de violencia impune contra una mujer! Me alegro mucho de que haya hecho aquel comentario en antena, Maddy. ¿Cómo han reaccionado los espectadores?
Maddy sonrió.
– Hemos recibido miles de cartas de mujeres celebrando mis palabras, pero muy pocas firmadas por hombres. Y mi marido está a punto de pedir el divorcio.
– ¿Jack? Qué estrechez mental. Me sorprende mucho. -De hecho, Phyllis Armstrong parecía sinceramente sorprendida. Al igual que su marido, siempre había apreciado a Jack Hunter.
– Tiene miedo de que el senador demande a la cadena -explicó Maddy.
– Si es verdad que la maltrataba, no creo que se atreva -observó Phyllis Armstrong con pragmatismo mientras entraban en la sala donde esperaban los demás miembros de la comisión-. Sobre todo si es verdad. No se arriesgará a que usted pruebe sus palabras. A propósito, ¿Janet dejó alguna nota?
– Supuestamente dejó una carta para sus hijos, pero no sé quien la leyó, si es que alguien lo ha hecho. La policía se la entregó a Paul.
– Apuesto a que no hará nada. Dígale a Jack que se tranquilice. Lo que usted hizo estuvo bien. Arrojó luz sobre el oscuro tema de los malos tratos y la violencia contra las mujeres.
– Le transmitiré lo que ha dicho -respondió Maddy con una sonrisa mientras paseaba la vista por la habitación.
Había ocho mujeres, contándola a ella, y cuatro hombres. Entre los hombres, reconoció a dos jueces de instrucción; y entre las mujeres, a una juez de paz y a otra periodista. La primera dama presentó a las demás mujeres: dos maestras, una abogada, una psicóloga y una médica. El tercer hombre también era médico, y el último que le presentaron a Maddy era Bill Alexander, el ex embajador de Colombia cuya mujer había muerto en manos de los terroristas. La primera dama explicó que había abandonado el Departamento de Estado para escribir un libro. Componían un grupo interesante y ecléctico: asiáticos, afroamericanos y caucásicos; algunos jóvenes, otros mayores, todos profesionales y varios famosos. Maddy era la más joven de todos -quizá por unos seis años- y sin duda la más conocida después de la primera dama.
Phyllis Armstrong dio por iniciada la sesión de inmediato, y su secretaria se sentó para tomar notas. El servicio secreto había quedado fuera, y los miembros de la comisión estaban sentados en un confortable salón, alrededor de una bonita mesa antigua de estilo inglés donde había una bandeja de plata con té, café y una fuente de pastas. La primera dama llamaba a todos por su nombre y los miraba con expresión maternal. Ya les había hablado del valiente comentario de Maddy en el informativo del martes sobre Janet McCutchins, aunque muchos de ellos lo habían oído y lo aprobaban incondicionalmente.
– ¿Sabe con seguridad que fue maltratada? -preguntó una de las mujeres, y Maddy titubeó antes de responder.
– No sé cómo responder a esa pregunta. Creo que sí, aunque no podría probarlo ante un tribunal. Lo sé de oídas. Me lo dijo ella. -Maddy se volvió hacia la primera dama con expresión inquisitiva-. Doy por sentado que todo lo que digamos aquí es información confidencial. -Solía ser así en las comisiones presidenciales.
– Así es -la tranquilizó Phyllis Armstrong.
– Yo le creí, aunque las dos primeras personas a quienes se lo conté no me creyeron. Fueron dos hombres, uno de ellos mi compañero de informativo y el otro, mi marido. Supongo que ambos deberían ser más listos.
– Estamos aquí hoy para discutir qué podemos hacer para combatir la violencia contra las mujeres -dijo la señora Armstrong a modo de preámbulo-. ¿Debemos cambiar las leyes o limitarnos a sensibilizar a la opinión pública sobre el problema de los malos tratos? ¿Cuál es la forma más eficaz de abordar el asunto? Me gustaría averiguar qué podemos hacer al respecto. Supongo que a ustedes les pasará lo mismo. -Todo el mundo asintió-. Quiero empezar con una propuesta inusual. Quisiera que cada uno explicara por qué está aquí, ya sea por razones profesionales o personales, siempre que eso no les incomode. Mi secretaria no tomará notas, y si no quieren hablar, no están obligados a hacerlo. Pero creo que sería interesante para todos. -Y aunque no lo dijo, sabía que sería una forma de crear un vínculo instantáneo entre los asistentes-. Si lo desean, comenzaré yo.