Todos esperaron respetuosamente a que hablara, y entonces les contó algo que ninguno sabía.
– Mi padre era alcohólico y pegaba a mi madre todos los fines de semana sin excepción, después de cobrar la paga del viernes. Estuvieron casados cuarenta y nueve años, hasta que ella murió de cáncer. Sus palizas eran una especie de rito para mí, mi hermana y mis tres hermanos. Todos aceptábamos que era algo inevitable, como la misa del domingo. Yo solía refugiarme en mi habitación para no oír los gritos de mi madre, pero de todos modos los oía. Y después la oía llorar en su dormitorio. Pero ella nunca lo abandonó, nunca lo detuvo, nunca le devolvió los golpes. Todos detestábamos la situación, y cuando crecimos, mis hermanos empezaron a salir y emborracharse también. Uno de ellos, el mayor, maltrataba a su esposa; el segundo era un fanático religioso y se hizo sacerdote, y mi hermano pequeño murió alcoholizado a los treinta años. En caso de que se lo pregunten, les diré que no, yo no tengo problemas con la bebida. No me gusta mucho, apenas pruebo el alcohol y jamás me ha creado conflictos. Lo que sí me ha creado conflictos es la idea, la certeza, de que muchas mujeres son maltratadas en el mundo, la mayoría por sus maridos, y de que nadie hace nada al respecto. Me juré que algún día me comprometería en esta lucha, y ahora deseo hacer algo, cualquier cosa, que pueda contribuir a cambiar las cosas. Todos los días hay mujeres asaltadas en las calles, atacadas o acosadas sexualmente, violadas en citas o torturadas y asesinadas por sus novios o maridos, y por alguna razón misteriosa, nosotros lo aceptamos. No nos gusta, no lo aprobamos y lloramos cuando oímos la historia, sobre todo si conocemos a la víctima. Pero no remediamos la situación, no apartamos la pistola, el cuchillo o la mano, igual que yo nunca detuve a mi padre. Tal vez no sepamos cómo hacerlo, o tal vez nos falte interés. Pero yo creo que el problema nos preocupa; lo que pasa es que no queremos pensar en él. A pesar de todo, quiero que la gente empiece a pensar, que se ponga en pie y haga algo al respecto. Ya es hora; deberíamos haberlo hecho hace tiempo. Quiero que me ayuden a detener la violencia contra las mujeres, por mí, por ustedes, por mi madre, por nuestras hijas, hermanas y amigas. Deseo darles las gracias por estar aquí y por colaborar conmigo.
Cuando terminó, sus ojos estaban húmedos, y por un instante todos se limitaron a mirarla fijamente. No era una crónica inusual, pero convertía a Phyllis Armstrong en una mujer mucho más real.
La psicóloga, que había crecido en Detroit, contó una historia parecida, con el añadido de que su padre había matado a su madre y había ido a prisión. Dijo que era lesbiana y que había sido violada y apaleada a los quince años por un amigo de la infancia. Llevaba catorce años viviendo en pareja con una mujer y sentía que se había recuperado de los traumas infantiles, pero le preocupaba el constante aumento de agresiones contra las mujeres, incluso en la comunidad homosexual, y la tendencia general a mirar hacia otro lado cuando ocurrían esas cosas.
Algunos de los presentes no tenían experiencia personal con la violencia, pero los dos jueces de instrucción confesaron que sus padres habían maltratado a sus madres y que, durante su juventud, ellos habían creído que eso era lo normal. Llegó el turno de Maddy, que titubeó unos instantes. Nunca había contado su historia en público, y ahora que pensaba en ella se sentía desnuda.
– Supongo que mi vida no se diferencia de muchas otras -empezó-. Me crié en Chattanooga, Tennessee, y mi padre siempre golpeaba a mi madre. En ocasiones ella se defendía, pero la mayoría de las veces no lo hacía. A veces él estaba borracho; otras, simplemente le pegaba porque estaba enfadado con ella, con otra persona o con lo que le había pasado ese día. Éramos muy pobres y él parecía incapaz de mantener un empleo, de manera que también desfogaba esa frustración con mi madre. Todo lo que le ocurría a él era culpa de ella. Y si mi madre no estaba, me pegaba a mí, aunque no a menudo. Sus peleas fueron como la música de fondo de mi infancia, un tema familiar con el que crecí. -Se sintió sin aliento y, por primera vez en muchos años, su acento sureño se volvió perceptible mientras continuaba-: Lo único que yo deseaba era huir de esa situación. Detestaba mi casa, a mis padres y la forma en que se trataban. Así que a los diecisiete años me casé con mi novio del instituto, que empezó a maltratarme en cuanto nos fuimos a vivir juntos. Bebía en exceso y trabajaba poco. Se llamaba Bobby Joe, y yo le creía cuando él decía que todo era culpa mía, que si yo no fuera tan irritante, mala esposa, estúpida y torpe, él no tendría que pegarme. Una vez me rompió los dos brazos; en otra ocasión me empujó por la escalera y me fracturé la pierna. En ese entonces yo trabajaba en un canal de televisión de Knoxville que se vendió a un hombre de Texas, quien finalmente compró una cadena de televisión por cable en Washington y me trajo aquí. Supongo que todos sabrán a quien me refiero. Ese hombre era Jack Hunter. Yo dejé mi alianza y una nota sobre la mesa de la cocina de mi casa de Knoxville y me encontré con Jack en la terminal de autocares. Solo llevaba una maleta Samsonite con dos vestidos en el interior, y huía Washington para trabajar con él. Conseguí el divorcio y me casé con Jack un año después. Desde entonces, nadie ha vuelto a ponerme una mano encima. No lo permitiría. Ahora sé qué hacer. Basta con que alguien me mire con furia para que yo salga corriendo. No sé por qué tuve tanta suerte, pero así fue. Jack me salvó la vida. Me convirtió en lo que soy en la actualidad. Sin él, probablemente estaría muerta. Creo que Bobby Joe me habría matado, arrojándome por la escalera o dándome patadas en el estómago. O quizá habría muerto porque finalmente habría deseado morir. Nunca había hablado de este tema porque me sentía avergonzada, pero ahora quiero ayudar a otras mujeres como yo, mujeres que no han tenido tanta suerte, que piensan que están atrapadas y que no tienen a un Jack Hunter esperándolas en una limusina para llevarlas a otra ciudad. Quiero acercarme a esas mujeres y echarles una mano. Nos necesitan -añadió con lágrimas en los ojos-. Es nuestra obligación ayudarlas.
– Gracias, Maddy -dijo Phyllis Armstrong en voz baja.
Todas, o casi todas las presentes -abogadas, médicas y jueces, e incluso la primera dama-, tenían algo en común: habían vivido historias de violencia y sobrevivido gracias a la suerte y al coraje. Pero eran conscientes de que innumerables mujeres no eran tan afortunadas y necesitaban ayuda. El grupo reunido en las dependencias privadas de la primera dama estaba impaciente por hacer algo por ellas.
Bill Alexander fue el último en hablar, y tal como había sospechado Maddy, su historia fue la más original. Había crecido en una buena casa de Nueva Inglaterra, con padres que lo querían y se amaban entre sí. Se había casado cuando su mujer estudiaba en Wellesley y él en Harvard. Tenía un doctorado en política exterior y en ciencias políticas, había dado clases primero en Darmouth y luego en Princeton, y finalmente, cuando era profesor de la Universidad de Harvard, a los cincuenta años, lo habían nombrado embajador en Kenia. Su siguiente destino fue Madrid, de donde lo enviaron a Colombia. Contó que tenía tres hijos adultos: un médico, una abogada y un banquero. Todos eran personas respetables y con sorprendentes antecedentes académicos. Había llevado una existencia tranquila y «normal»; de hecho, dijo con una sonrisa, una vida bastante aburrida aunque satisfactoria.
Colombia había supuesto un reto interesante para él, pues la situación política era delicada y el tráfico de drogas afectaba a todo lo que ocurría en el país. Estaba estrechamente vinculado con todas las formas de comercio y con la corrupción política, que era un mal endémico. Lo que debía hacer allí lo había fascinado, y se había sentido apto para la tarea hasta el momento del secuestro de su esposa. Su voz se quebró al referirse a ese hecho. Su mujer había permanecido cautiva siete meses, dijo luchando contra las lágrimas, aunque por fin sucumbió a ellas. La psicóloga que estaba sentada junto a él le tocó el brazo para tranquilizarlo, y él le sonrió. Ahora todos eran amigos y conocían sus más íntimos secretos.