– Hicimos todo lo que pudimos para rescatarla -explicó con voz ronca y cargada de angustia. Por el tiempo que había pasado en cada uno de sus tres puestos diplomáticos, Maddy le había calculado unos sesenta años. Tenía pelo blanco, ojos azules, cara juvenil y cuerpo de aspecto fuerte y atlético-. El Departamento de Estado envió a varios negociadores para hablar con los representantes del grupo terrorista que la tenía como rehén. Querían un intercambio de prisioneros; decían que la liberarían a cambio de un centenar de presos políticos, pero el Departamento de Estado se negó a aceptar sus exigencias. Yo entendí sus razones, pero no quería perder a mi esposa. La CIA también intervino, tratando de secuestrarla, pero la intentona fracasó; poco después los terroristas trasladaron a mi mujer a las montañas y allí le perdimos la pista. Finalmente, yo pagué el rescate que pedían y luego cometí una tontería. -Su voz volvió a temblar, y Maddy, como los demás, se compadeció de él-. Traté de negociar solo. Hice todo lo que pude. Prácticamente me volví loco intentando recuperarla. Pero eran demasiado listos, rápidos y arteros. Tres días después del pago del rescate, la mataron. Dejaron su cadáver en la puerta de la embajada -dijo con voz ahogada y rompió a llorar otra vez-. Le habían cortado las manos.
Continuó sollozando unos instantes sin que nadie hiciera nada, hasta que Phyllis Armstrong tendió la mano y lo tocó. Bill Alexander respiró hondo mientras los demás expresaban sus condolencias en susurros. Era una historia pavorosa, y todo el mundo le preguntó cómo había podido sobrevivir a ese trance.
– Me sentía totalmente responsable del desenlace de la situación. Jamás debí tratar de negociar personalmente, pues eso pareció enfurecerlos más. Pensé que podía ayudar, pero sospecho que si hubiese dejado que los expertos se ocuparan del problema, los terroristas la habrían mantenido prisionera durante un par de años más, como hicieron con el resto de los rehenes, y luego la habrían soltado. Al hacer lo que hice, prácticamente la maté.
– Eso es una tontería, Bill -dijo Phyllis con firmeza-, espero que lo sepas. No puedes adivinar lo que habría ocurrido. Esa gente es implacable e inmoral; una vida no significa nada para ellos. Es muy probable que la hubiesen matado de todas maneras. De hecho, estoy segura de que lo habrían hecho.
– Siempre me he sentido responsable de su muerte -afirmó Bill con tristeza-, y la prensa también lo ha sugerido.
De repente, Maddy recordó que Jack le había dicho que Bill Alexander era un idiota y, ahora que conocía la historia, se preguntó cómo podía ser tan cruel.
– A la prensa le gusta hacer sensacionalismo. La mayoría de las veces los periodistas no saben de qué hablan -añadió Maddy, y él la miró con los ojos llenos de tristeza. Ella nunca había visto tanto sufrimiento en su vida, y hubiera querido tenderle la mano y tocarlo, pero estaba sentada demasiado lejos de él-. Solo quieren vender su historia. Se lo digo por experiencia, embajador. Lamento mucho lo que le ocurrió -dijo con cortesía.
– Yo también. Gracias, señora Hunter -respondió él. Sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz.
– Todos tenemos historias tristes que contar. Por eso estamos aquí. Por eso les he pedido que vinieran. -Phyllis Armstrong los condujo con delicadeza al tema de la reunión-. Yo no conocía la mayoría de estas historias cuando los invité. Lo hice simplemente porque son personas inteligentes y solidarias. Todos, o la mayoría de nosotros, hemos aprendido con la experiencia y de la manera más difícil. Sabemos de qué hablamos y lo que se siente en circunstancias difíciles. Ahora debemos averiguar qué podemos hacer al respecto, cómo ayudar a la gente que todavía sufre. Nosotros somos supervivientes, pero es posible que los demás no lo sean. Debemos llegar a ellos rápidamente, además de a la prensa y a la opinión pública. El reloj no se detiene, y debemos alcanzar a los que nos necesitan antes de que los perdamos. Todos los días mueren mujeres asesinadas por sus maridos, violadas en las calles, secuestradas y torturadas por desconocidos, pero la mayoría son víctimas de hombres que conocen, y en casi todos los casos de sus novios o esposos. Tenemos que educar a la gente e informar a las mujeres de adónde deben acudir antes de que sea demasiado tarde para ellas. Tenemos que cambiar las leyes, haciéndolas más severas. Debemos conseguir que las sentencias se correspondan con el delito cometido, de modo que agredir a una mujer salga muy caro. Es una especie de guerra; una guerra que hemos de librar y ganar. Quiero que cada uno de los presentes vuelva a casa y piense en qué podemos hacer para cambiar las cosas. Sugiero que volvamos a reunirnos aquí dentro de dos semanas, antes de que la mayoría de ustedes se marche de vacaciones, y que intentemos encontrar soluciones. El objetivo de la sesión de hoy era principalmente que llegaran a conocerse. Yo los conozco a todos, a algunos bastante bien, pero ahora ustedes también saben con quiénes trabajarán y por qué está aquí cada miembro del grupo. En rigor, todos hemos venido por la misma razón; puede que algunos hayan sufrido más que otros, pero todos deseamos cambiar la situación, y podemos hacerlo. Individualmente, todos somos capaces de ello; colectivamente, nos convertiremos en una fuerza invencible. He depositado toda mi confianza en ustedes, y yo también reflexionaré sobre el tema antes de que volvamos a vernos. -Se puso de pie y esbozó una sonrisa que abarcó a todos y cada uno de los presentes-. Gracias por venir. Siéntanse libres para quedarse aquí y conversar durante un rato. Por desgracia, yo tengo que retirarme para atender otro compromiso.
Eran casi las cuatro, y Maddy no podía creer cuántas cosas había oído en dos horas. La reunion había sido tan emotiva para todos que tenía la sensación de que había pasado varios días con el grupo. Se tomó un momento para acercarse a Bill Alexander y hablar con él antes de marcharse. Era un buen hombre, y había vivido una auténtica tragedia. Daba la impresión de que aún no se había recuperado del trance, cosa que no sorprendía a Maddy, dada la gravedad de los acontecimientos y el hecho de que habían ocurrido hacía apenas siete meses. Si acaso, le sorprendía que no hubiera perdido la razón.
– Lamento mucho lo que le pasó, embalador-dijo con delicadeza-. Recordaba la noticia, pero es muy diferente oírla de sus propios labios. Debió de ser una pesadilla.
– No sé sí algún día lo superaré -repuso él con franqueza-. Todavía sueño con ello. -Dijo que tenía pesadillas frecuentes, y la psicóloga le preguntó si estaba haciendo terapia. Alexander contestó que la había hecho durante unos meses, pero ahora esta tratando de seguir adelante solo.
Aunque parecía un hombre centrado y normal y saltaba a la vista que era extremadamente inteligente, Maddy no pudo evitar preguntarse cómo había conseguido sobrevivir a una experiencia semejante y seguir comportándose con serenidad y sensatez. Sm lugar a dudas, era una persona extraordinaria.
– Estoy impaciente por trabajar con usted -dijo con una sonrisa.
– Gracias, señora Hunter -dijo él devolviéndole la sonrisa.
– Llámeme Maddy, por favor.
– Yo soy Bill, y el otro día la oí hablar sobre Janet McCutchins. Naturalmente, sus palabras me conmovieron.
Maddy esbozó una sonrisa triste ante el cumplido y le dio las gracias.
– Mi marido aún no me ha perdonado. Le asustan las consecuencias que mi comentario podría tener para la cadena.