El presidente y la primera dama les estrecharon las manos en la Sala Este, y el presidente le dijo a Jack en voz baja que quería hablar en privado con él. Jack asintió y sonrió mientras Madeleine conversaba con la primera dama. Se conocían bien. Maddy la había entrevistado varias veces y los Hunter eran invitados con frecuencia a la Casa Blanca. Y mientras Madeleine entraba en la sala del brazo de su marido, mucha gente sonrió y la saludó con inclinaciones de la cabeza; todos la conocían. Había recorrido un largo camino desde Knoxville. No sabía dónde estaba Bobby Joe, y tampoco le importaba. La vida que había llevado con él ahora parecía irreal. Esta era su realidad: un mundo de poder y personas importantes, entre las cuales destacaba como una estrella rutilante.
Se mezclaron con los demás invitados, y el embajador francés charló afablemente con Madeleine y le presentó a su esposa mientras Jack hacía un aparte con el senador que estaba al frente del Comité de Ética del senado. Quería discutir cierto asunto con él. Madeleine los miró con el rabillo del ojo al tiempo que el embajador brasileño se acercaba acompañado por una atractiva congresista de Mississippi. Como de costumbre, fue una velada interesante.
En el comedor, Madeleine se sentó entre un senador de Illinois y un congresista de California que compitieron por su atención durante la cena. Jack estaba sentado entre la primera dama y Barbara Walters. No volvió a reunirse con su esposa hasta altas horas de la noche, cuando se deslizaron con soltura por la pista de baile.
– ¿Qué tal ha ido? -preguntó él con naturalidad, ojeando a varios personajes importantes mientras bailaban.
Jack rara vez perdía de vista a la gente que lo rodeaba; por lo general, sabía de antemano a quién deseaba ver o conocer, ya fuese por una noticia o por una cuestión de negocios. Pocas veces, si acaso alguna, dejaba escapar una oportunidad y nunca asistía a una fiesta sin planear con anterioridad lo que quería conseguir. Había dedicado unos minutos a hablar tranquilamente con el presidente Armstrong, que lo había invitado a comer a Camp David ese fin de semana para continuar con la conversación. Pero ahora Jack estaba totalmente pendiente de su esposa.
– ¿Qué tal está el senador Smith? ¿Qué te contó?
– Lo de siempre. Hablamos del proyecto de ley impositiva. -Sonrió a su apuesto marido. Ahora era una mujer de mundo, con considerable sofisticación y gran refinamiento. Era, como Jack solía decir, un ser enteramente creado por él. Se atribuía todo el mérito por lo lejos que había llegado Madeleine y por el sorprendente éxito que había logrado en su cadena de televisión, y le gustaba bromear con ella al respecto.
– Suena muy sexy -respondió. Los republicanos estaban furiosos, pero Jack pensaba que esta vez los demócratas ganarían, sobre todo porque contaban con el apoyo incondicional del presidente-. ¿Y el congresista Wooley?
– Es encantador -dijo ella, sonriéndole otra vez, siempre fascinada por su presencia. Había algo en el aspecto, el carisma y el aura de su marido que todavía la impresionaba-. Habló de su perro y de sus nietos. Siempre lo hace. -Le gustaba ese rasgo, igual que el hecho de que el congresista siguiera loco por la mujer con la que se había casado hacía casi sesenta años.
– Es un milagro que sigan eligiéndolo -dijo Jack cuando terminó la música.
– Yo creo que todo el mundo lo quiere.
El buen corazón de la sencilla joven de Chattanooga no la había abandonado, a pesar de su buena suerte. Nunca olvidaba de dónde procedía, y conservaba cierta ingenuidad, a diferencia de su marido, que era un hombre duro y en ocasiones brusco y agresivo. Pero a Madeleine le gustaba hablar con la gente de sus hijos. Ella no tenía ninguno, y Jack tenía dos en la universidad de Texas a quienes rara vez veía, pero que apreciaban a Maddy. Y a pesar del gran éxito de Jack, la madre de esos hijos tenía pocas cosas buenas que decir del padre y de su nueva esposa.
Llevaban quince años divorciados, y la palabra que ella usaba más a menudo para describirlo era «despiadado».
– ¿Te parece que nos vayamos? -preguntó Jack mientras volvía a pasear la vista por el salón y decidía que había hablado con todas las personas que le interesaban y que la fiesta prácticamente había terminado.
El presidente y la primera dama se habían retirado, y los invitados eran libres de marcharse. Jack no veía motivos para permanecer allí. Y Maddy se alegró de volver a casa, pues tenía que estar en el estudio a primera hora de la mañana siguiente.
Se dirigieron discretamente hacia la puerta, donde los esperaba el chófer. Maddy se arrellanó en la limusina, junto a su marido. Había recorrido un largo camino desde la furgoneta Chevrolet de Bobby Joe, las fiestas a que asistían en el bar local y los amigos que vivían en caravanas. A veces aún le costaba creer que dos vidas tan distintas pudieran formar parte de una misma. Esto era muy diferente. Se movía en un mundo de presidentes, reyes y reinas, políticos, príncipes y magnates como su marido.
– ¿De qué hablaste con el presidente? -preguntó, reprimiendo un bostezo.
Estaba tan guapa e impecable como al principio de la velada. Y era más valiosa para su marido de lo que él imaginaba. En lugar de verlo como el hombre que la había inventado, la gente lo veía como el marido de Madeleine Hunter. Pero si él lo sabía, jamás lo admitía ante ella.
– El presidente y yo hemos estado discutiendo un asunto muy interesante -respondió Jack con vaguedad-. Te lo contaré cuando tenga permiso para hacerlo.
– ¿Y cuándo será eso? -preguntó ella con renovado interés. Además de ser su esposa, se había convertido en una hábil reportera que amaba su trabajo, la gente con la que trabajaba y los informativos. Se sentía como si tuviera los dedos en el pulso de la nación.
– Todavía no estoy seguro. Comeré con él el sábado en Camp David.
– Ha de ser importante. -Pero todo lo era. Cualquier cosa relacionada con el presidente era una gran noticia en potencia.
Recorrieron el breve trayecto hasta la calle R conversando sobre la fiesta. Jack le preguntó si había visto a Bill Alexander.
– Solo de lejos. No sabía que hubiera vuelto a Washington.
El embajador había vivido recluido durante los últimos seis meses, desde la muerte de su esposa en Colombia. Había sido una tragedia que Maddy recordaba bien. La mujer había sido secuestrada por terroristas y el embajador Alexander llevó las negociaciones personalmente, al parecer con torpeza. Después de cobrar el rescate, los terroristas se asustaron y mataron a la mujer. Y el embajador dimitió poco después.
– Es un idiota -declaró Jack sin compasión-. No debería haber tratado de solucionar las cosas solo. Cualquiera habría podido predecir lo que pasaría.
– Supongo que él no lo creyó así -respondió Maddy en voz baja, mirando por la ventanilla.
Poco después estaban en casa. Subieron por la escalera y Jack se quitó la corbata.
– Mañana tengo que estar en el despacho temprano -dijo ella mientras Jack se desabotonaba la camisa en el dormitorio.
Madeleine se quitó el vestido y quedó de pie ante él, vestida únicamente con unos panties y las sandalias plateadas de tacón alto. Tenía un cuerpo espectacular, y su marido no lo menospreciaba, como tampoco lo habían menospreciado en su antigua vida, aunque los dos hombres con quienes había estado casada eran totalmente distintos. El primero había sido brutal, cruel y agresivo, indiferente a sus sentimientos o gritos de dolor cuando le hacía daño; el segundo era tierno, sensible y aparentemente respetuoso. Bobby Joe le había roto los dos brazos en uno de sus arrebatos de ira, y en otra ocasión la había empujado por la escalera, fracturándole una pierna. Todo esto había ocurrido inmediatamente después de que Madeleine conociera a Jack, durante un ataque de celos de Bobby. Ella le había jurado que no estaba liada con Jack, cosa que en su momento era verdad. Él era su jefe y mantenían una relación de amistad; el resto llegó después, una vez ella se marchó de Knoxville y se trasladó a Washington para trabajar en la cadena de televisión. Un mes después de su llegada a Washington, Jack y ella se habían hecho amantes, pero entonces el divorcio de Maddy ya estaba en trámite.