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Jack le dio un beso rápido y pocos minutos después se marchó a la Casa Blanca, donde el helicóptero presidencial lo esperaba para llevarlo a Camp David.

– Que te diviertas -dijo ella con una sonrisa mientras se servía una taza de café.

Jack parecía de buen humor. Nada le estimulaba tanto como el poder. Era una adicción.

Esa tarde, cuando se reunió con ella en el aeropuerto, estaba absolutamente radiante. Era obvio que se lo había pasado en grande con Jim Armstrong.

– ¿Y? ¿Resolvisteis todos los problemas de Oriente Medio o planificasteis una pequeña guerra en alguna parte? -preguntó Maddy con una sonrisa pícara.

Le bastó mirarlo al sol de junio para volver a enamorarse de él. Era tan atractivo, tan apuesto…

– Algo parecido -respondió Jack con una sonrisa misteriosa mientras la seguía hacia el avión que había comprado ese mismo invierno. Era un Gulfstream, y estaba encantado con él. Lo usaban todos los fines de semana, además de para los viajes de negocios de Jack.

– ¿Ya puedes contármelo?

Maddy se moría de curiosidad, pero él negó con la cabeza y se rió de ella. Le gustaba provocarla.

– Todavía no, pero lo haré muy pronto.

El avión, tripulado por dos pilotos, despegó veinte minutos después, mientras Jack y Maddy conversaban en los cómodos asientos de la parte trasera. Pusieron rumbo al sur, hacia la casa de campo de Virginia. Para disgusto de Maddy, los McCutchins estaban esperándolos cuando llegaron allí. Habían llegado en coche desde Washington esa mañana.

Paul McCutchins saludó a Jack con una sonora palmada en la espalda y abrazó a Maddy con excesiva confianza, sin que su esposa Janet dijera nada. Los ojos de la mujer se cruzaron fugazmente con los de Madeleine. Era como si temiese que descubriera un oscuro secreto si la mirada se prolongaba un poco más. Había algo en Janet que invariablemente incomodaba a Maddy, aunque no sabia de qué se trataba ni había dedicado mucho tiempo a pensar en ello.

Pero Jack quería hablar con Paul sobre un proyecto de ley que este respaldaba. Estaba relacionado con el control de armas, un tema extremadamente delicado y de eterno interés periodístico.

Los dos hombres se dirigieron a las cuadras prácticamente en cuanto llegaron Jack y Maddy, dejando a esta última con la pesada carga de entretener a Janet. La invitó a entrar y le ofreció limonada fresca y unas galletas hechas por la cocinera de la casa, una italiana maravillosa que llevaba años trabajando para ellos. Jack la había contratado poco antes de casarse con Maddy. La granja parecía más de su marido que de ambos, y él la disfrutaba mucho más que ella. Estaba aislada, lejos de todo, y a Maddy nunca le habían gustado mucho los caballos. Jack, en cambio, la usaba a menudo para recibir relaciones de negocios, como Paul McCutchins.

Mientras se sentaban en el salón, Maddy preguntó por los niños de Janet, y cuando terminaron la limonada sugirió que fuesen a dar un paseo por el jardín. La espera de Jack y Paul se le antojó eterna. Habló de cosas intrascendentes, como el tiempo, la granja y su historia y los nuevos rosales que había plantado el jardinero. Y se quedó de piedra cuando miró a Janet y vio que estaba llorando. No era una mujer atractiva: sobrada en kilos y pálida, tenía un aire de profunda tristeza. Ahora más que nunca: mientras las lágrimas se deslizaban incontrolablemente por sus mejillas, su aspecto era absolutamente patético.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Maddy, incómoda. Era obvio que Janet no se encontraba bien-. ¿Puedo hacer algo por usted?

Janet Cutchins negó con la cabeza y lloró con más ganas.

– Lo siento -fue lo único que atinó a balbucir.

– No se preocupe -dijo Maddy con tono tranquilizador y la acompañó a una silla de jardín para que Janet recuperara la compostura-. ¿Quiere un vaso de agua?

Mientras Maddy eludía su mirada, Janet se sonó la nariz y alzó la vista. Su expresión adquirió un aire apremiante cuando sus ojos se encontraron.

– No sé qué hacer -dijo con una voz frágil que conmovió a Maddy.

– ¿Puedo ayudarla de alguna manera? -Se preguntó si la mujer estaría enferma, o si le pasaría algo a uno de sus hijos, pues parecía deshecha, profundamente infeliz. Maddy no podía imaginar lo que le ocurría.

– Nadie puede hacer nada. -Estaba desesperada, totalmente abatida-. No sé qué hacer -repitió-. Es Paul. Me odia.

– Claro que no -dijo Maddy sintiéndose como una estúpida. De hecho no sabía nada de la situación. ¿Por qué iba a odiarla?

– Lo ha hecho desde hace años. Me atormenta. Se casó conmigo solo porque me quedé embarazada.

– En los tiempos que corren, no seguiría a su lado si no quisiera.

El mayor de sus hijos tenía doce años, y habían tenido otros dos. Sin embargo, Maddy debía admitir que jamás había visto a Paul tratar con cariño a su mujer. Era una de las cosas que no le gustaban de él.

– Desde el punto de vista económico, no podemos permitirnos un divorcio. Y Paul dice que también lo perjudicaría políticamente. -En efecto, cabía esa posibilidad, pero otros políticos habían superado el trance. Maddy se quedó estupefacta con la siguiente declaración de Janet-: Me pega.

Mientras pronunciaba estas palabras, se levantó con nerviosismo la manga de la camisa y le enseñó unos feos cardenales. En el transcurso de los años Maddy había oído varias anécdotas desagradables sobre la arrogancia y el carácter violento del senador, y esto era una confirmación.

– Lo siento mucho, Janet. -No sabía qué decir, pero su corazón estaba con ella. Lo único que quería hacer era abrazarla-. No se quede a su lado -dijo en voz baja-. No permita que le haga daño. Yo estuve casada nueve años con un hombre parecido. -Sabía muy bien lo que era vivir así, aunque había pasado los últimos ocho años tratando de olvidarlo.

– ¿Cómo consiguió escapar? -De repente eran como dos prisioneras de la misma guerra, conspirando en el jardín.

– Me marché -dijo Maddy. Su respuesta la hizo parecer más valiente de lo que había sido en realidad, y ella quería ser sincera con esa mujer-. Estaba aterrorizada. Jack me ayudó.

Pero Janet no tenía un Jack Hunter en su vida. No era joven ni hermosa, no tenía esperanza ni profesión y debería llevarse con ella a tres hijos. La situación era muy diferente.

– Dice que me matará si me voy y me llevo a los niños. Y me ha amenazado con meterme en una institución psiquiátrica si le cuento a alguien lo que pasa. Ya lo hizo una vez, poco después de que naciera mi pequeña. Me sometieron a un tratamiento de electrochoque. -Maddy pensó que deberían habérselo aplicado a él en cierto sitio que seguramente le importaba, pero no se lo dijo a Janet. La sola idea de lo que estaría pasando esa mujer y la visión de sus hematomas la hicieron sentirse muy unida a ella.

– Necesita ayuda. ¿Por qué no se marcha a un lugar seguro? -sugirió Maddy.

– Sé que me encontraría. Y me mataría -añadió Janet entre sollozos.

– Yo la ayudaré. -ofreció Maddy. Debía hacer algo por esa mujer. Se sentía más culpable que nunca porque jamás le había caído bien. Pero ahora necesitaba que le echaran una mano, y como superviviente de la misma tragedia, Maddy tenía la sensación de que le debía su solidaridad-. Buscaré un sitio donde pueda refugiarse con los niños.

– La noticia saldría en los periódicos -respondió Janet, todavía llorando y sintiéndose impotente.

– También saldrá en los periódicos si él la mata -dijo Maddy con firmeza-. Prométame que hará algo. ¿Maltrata también a los niños?

Janet negó con la cabeza, pero Maddy sabía que la situación era más compleja. Aunque no los tocase, estaba trastornándolos y asustándolos, y algún día las niñas se casarían con hombres parecidos a su padre, tal como había hecho Maddy, y el hijo pensaría que era aceptable pegarle a una mujer. Nadie salía indemne de una casa en la que se agredía a la madre. Esa situación había arrojado a Maddy a los brazos de Bobby Joe y la había inducido a creer que él tenía derecho a pegarle.