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Jack también estaba al tanto de lo ocurrido. Su móvil sonó instantes después de la explosión, y él miró a su acompañante con expresión de contrariedad. Aquella no era la velada que había planeado. La había preparado meticulosamente, como siempre, y le molestó la interrupción.

– Buscad a Maddy y decidle que vaya allí de inmediato. Ya debe de estar en casa -ordenó.

Había ya dos equipos en el lugar de la explosión y, según dijo el productor, acababan de enviar a un tercero. La bonita rubia que estaba con Jack en el Carlton preguntó qué había pasado.

– Algún gilipollas voló un centro comercial -respondió, encendiendo el televisor.

Ambos se sentaron y se quedaron atónitos ante las imágenes de la pantalla. Era una escena de destrucción y caos. Ninguno de los dos había imaginado la magnitud de la tragedia. Después de unos minutos de silencio, Jack cogió el móvil y llamó a la cadena.

– ¿La habéis localizado? -ladró.

Era una noticia sensacional, pero las escenas que estaban filmando humedecieron incluso los ojos de un hombre curtido como Jack. A su lado, la chica que había conocido la semana anterior lloraba en voz baja. Un bombero acababa de sacar a un bebé muerto y a su madre.

– Lo estamos intentando, Jack -contestó el nervioso productor-. Aún no ha llegado a casa y tiene el móvil apagado.

– Maldita sea. Le he dicho mil veces que no lo apague nunca. Sigue insistiendo. Ya aparecerá.

Entonces lo asaltó una extraña idea, aunque la descartó de inmediato. Maddy había dicho que iba a comprar papel de regalo y otras tonterías, pero detestaba los centros comerciales y solía hacer sus compras en Georgetown. No había motivos para pensar que estaba allí.

– ¿Me oyes, Anne? -La voz de Maddy volvió a atravesar el cemento, pero esta vez le costó más despertar a la joven.

– Sí… te oigo…

En ese momento oyeron otra voz. Esta vez era un hombre y parecía sorprendentemente cerca de Maddy.

– ¿Hay alguien ahí? -preguntó.

Con voz alta y clara, dijo que había apartado unas piedras y una viga y que había recorrido una larga distancia a gatas para llegar a ellas, pero no sabía hacia adónde iba ni dónde estaba.

– Yo me llamo Maddy y cerca de aquí hay una chica llamada Anne… No está a mi lado, pero puedo oírla. Creo que está herida y tiene un bebé.

– ¿Y usted? ¿Se encuentra bien?

Le dolía la cabeza, pero no tenía sentido contarle eso.

– Estoy bien. ¿Puede apartar las piedras que hay a mi alrededor?

– Lo intentaré; siga hablando.

Maddy esperaba que fuese un hombre corpulento y fuerte. Lo bastante fuerte para mover montañas.

– ¿Cómo se llama?

– Mike. Y no se preocupe, señora. Levanto pesas de hasta doscientos kilos. La sacaré de ahí en un santiamén.

Maddy lo oyó haciendo fuerza, pero Anne había vuelto a callar. El llanto del bebé, por el contrario, se oía más alto que nunca.

– Háblale a tu hijo, Anne. Eso lo tranquilizará.

– Estoy exhausta -murmuró la joven.

Maddy volvió a dirigirse a Mike, que ahora parecía encontrarse más cerca.

– ¿Sabe qué ha pasado?

– No tengo idea. Estaba comprando espuma de afeitar cuando me cayó el techo encima. Pensar que iba a traer a mis hijos… Me alegro de no haberlo hecho. ¿Usted estaba acompañada?

– No; vine sola -respondió Maddy. Continuó escarbando entre los escombros, pero lo único que consiguió fue romperse las uñas y lastimarse los dedos. Las piedras no se movían.

– Trataré de abrirme camino por el otro lado -dijo Mike.

Maddy sintió una oleada de pánico. Ante la sola idea de que esa voz amiga la abandonase, experimentó un insólito sentimiento de desamparo. Pero tenían que buscar ayuda y, si uno de ellos podía salir, los otros también se salvarían.

– De acuerdo -respondió-. Buena suerte. Cuando salga -tomó la precaución de no decir «si sale»- avise que estoy aquí. Soy reportera de televisión. Supongo que el equipo de mi cadena estará fuera.

– Volveré a buscarla -dijo Mike con claridad.

Unos minutos después, su voz se desvaneció. Maddy no oyó ninguna más. Se quedó en la oscuridad, sola con Anne y su hijo. Fantaseaba con encontrar el teléfono móvil, aunque sabía que no le habría servido de mucho. Incluso si conseguía comunicarse, no podría decir dónde estaba. Era imposible identificar el lugar donde estaba atrapada.

Bill continuaba viendo las noticias con una creciente sensación de pánico. Había llamado a Maddy una docena de veces, pero siempre respondía el contestador. Y el teléfono móvil estaba apagado. Finalmente, desesperado, llamó a la cadena.

– ¿Quién habla? -preguntó el productor con brusquedad, sorprendido de que hubiese conseguido comunicarse.

– Soy un amigo de Maddy y estaba preocupado por ella. ¿Está cubriendo la noticia?

Tras un titubeo, el productor decidió decir la verdad:

– No la encontramos. Su móvil está apagado y no ha llegado a su casa. Podría haber ido al lugar de la catástrofe por cuenta propia, pero nadie la ha visto allí. Claro que hay un montón de gente. Ya aparecerá. Siempre lo hace -dijo Rafe Thompson, el productor, intentando tranquilizar a Bill.

– No es propio de Maddy desaparecer de esa manera -señaló Bill.

Rafe no pudo evitar preguntarse cómo sabía eso el hombre del teléfono, aunque parecía preocupado. Mucho más que Jack. Lo único que había dicho Jack era que la encontrasen de una puñetera vez. Y el productor tenía una idea bastante precisa de lo que estaba haciendo Jack cuando lo había llamado, pues había oído una risa femenina de fondo.

– No sé qué decirle. Es probable que llame pronto. Quizá haya ido al cine.

Pero Bill sabía que no era así, y el hecho que no hubiese telefoneado para avisar que se encontraba bien lo angustiaba mucho. Tras la conversación con Rafe, se paseó por el salón durante unos diez minutos, sin apartar la vista del televisor, hasta que no pudo aguantar más. Cogió su abrigo y las llaves del coche y salió a paso vivo de la casa. Ni siquiera sabía si le permitirían acercarse al lugar de la catástrofe, pero tenía que intentar llegar allí. No sabía por qué, pero estaba convencido de que debía ir. Quizá pudiese encontrar a Maddy.

Eran más de las diez cuando se dirigió a toda velocidad al centro comercial, una hora y media después de la explosión que había destruido dos manzanas enteras y, según los últimos cálculos, matado a ciento tres personas y herido a varias docenas. Y esto era solo el comienzo.

Cuando llegó allí, tardó veinte minutos en abrirse paso entre los escombros y los vehículos de emergencia, pero había tantos voluntarios en la zona que nadie le pidió un pase o una identificación. Con lágrimas en los ojos, se detuvo junto a las ruinas de la juguetería y rezó para encontrar a Maddy entre el gentío.

Unos minutos después, alguien le entregó un casco y le pidió que ayudase a retirar escombros. Siguió a los demás al interior del edificio, donde las escenas eran tan aterradoras que rogó que Maddy estuviese en cualquier otro sitio y simplemente se hubiera olvidado de encender su teléfono móvil.

Dentro de su cueva, Maddy pensaba en él mientras empujaba con todas sus fuerzas un bloque de cemento. Para su sorpresa, este se movió. Volvió a intentarlo y logró moverlo unos centímetros más. Conforme avanzaba, la débil voz de Anne parecía más cercana.

– Creo que estoy aproximándome -dijo a Anne-. Sigue hablando para orientarme. Necesito saber dónde estás. No quiero empeorar las cosas… ¿Sientes algo? ¿Hay polvo cayendo sobre ti?