– Ni siquiera sé qué hay que comprar… Pañales y leche, supongo… Sonajeros… Juguetes… Todo eso, ¿no?
Sintiéndose como si tuviera catorce años, incapaz de soportar su impaciencia, se peinó, se lavó la cara, se puso el abrigo, cogió el bolso y bajó corriendo la escalera con Lizzie.
Tomaron un taxi, y cuando llegaron al despacho de la asistente social, Andy los esperaba vestido con un pijama de toalla azul, un jersey blanco y un gorro. Sus padres de acogida le habían dejado un oso de peluche como regalo de Navidad.
Dormía plácidamente cuando Maddy lo levantó cuidadosamente y miró a Lizzie con lágrimas en los ojos. Todavía se sentía triste y culpable por no haber estado a su lado. Pero Lizzie pareció entender los sentimientos de su madre y le rodeó los hombros con un brazo.
– Tranquila, mamá… Te quiero.
– Yo también te quiero, cariño -dijo Maddy y le dio un beso.
En ese momento, Andy despertó y rompió a llorar. Maddy lo colocó con cuidado sobre su hombro, pero el pequeño miró alrededor, como buscando una cara conocida, y empezó a llorar más fuerte.
– Creo que tiene hambre -dijo Lizzie con mayor seguridad de la que sentía su madre.
La asistente social les entregó una bolsa, un bote de leche y una lista de instrucciones. Luego le dio a Maddy un grueso sobre con los papeles de adopción. Todavía tendría que presentarse en los tribunales una vez más, pero era una mera formalidad. El niño ya tenía madre. Maddy pensaba dejarle el primer nombre -Andy-, pero le cambiaría el apellido por el suyo de soltera: Beaumont. El mismo que utilizaría ella desde ahora. No quería tener nada que ver con Jack Hunter. Incluso si volvía a trabajar como presentadora, sería Madeleine Beaumont. Y el niño ahora se llamaba Andrew William Beaumont. Le pondría el segundo nombre en honor a su padrino. Salió del despacho de la asistente social cargada con su precioso bulto y con una expresión de beatitud en la cara.
En el camino a casa, se detuvieron en una farmacia y en una tienda de artículos infantiles y compraron todo lo que Lizzie y los dependientes consideraron necesario. Llevaban tantos paquetes que en el taxi no quedó prácticamente sitio para ellas, y Maddy entró en el apartamento con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba sonando el teléfono.
– Yo lo cojo, mamá -ofreció Lizzie.
Maddy se resistía a separarse de Andy, aunque solo fuese por un minuto. Si alguna vez se había preguntado si estaba obrando con acierto, ahora sabía que era exactamente lo que necesitaba y quería.
– ¿Dónde os habíais metido? -preguntó Bill, que llamaba desde Vermont. Había pasado la tarde esquiando con su nieto y estaba impaciente por contárselo a Maddy-. ¿Dónde has estado? -repitió.
– Recogiendo a tu ahijado -respondió ella con orgullo.
Lizzie acababa de encender las luces del árbol de Navidad y el apartamento se veía alegre y acogedor. Maddy lamentaba que Bill no estuviera allí, sobre todo ahora que tenía a Andy.
Bill tardó unos instantes en entender lo que le decía, pero cuando lo hizo, sonrió. Podía detectar la alegría de Maddy en su voz.
– Es un bonito regalo de Navidad. ¿Cómo está Andy? -Ya sabía cómo estaba ella.
– ¡Es tan guapo! -Le sonrió a Lizzie, que tenía a su nuevo hermanito en brazos-. No tanto como Lizzie, pero es encantador. Ya lo verás.
– ¿Lo traerás a Vermont? -Supo que era una pregunta tonta en cuanto la hizo. Maddy no tenía alternativa. Además, no se trataba de un recién nacido sino de un niño de dos meses y medio. Cumpliría las diez semanas de vida el día de Navidad.
– Si a ti te parece bien, me encantaría.
– Tráelo. Los niños estarán encantados. Y si voy a ser su padrino, será mejor que empecemos a conocernos.
No dijo nada más, pero volvió a llamarla por la noche y a la mañana siguiente. Maddy y Lizzie fueron a la misa del gallo con Andy, que no se despertó ni una sola vez. Dormido en el elegante moisés que acababan de comprarle, parecía un pequeño príncipe con su nuevo conjunto de jersey y gorro azules, arropado bajo una gruesa manta del mismo color y abrazado al oso de peluche.
Durante la mañana de Navidad, Lizzie y Maddy abrieron los regalos que se habían hecho mutuamente. Había bolsos, guantes, libros, jerséis y perfumes. Pero el mejor regalo de todos era Andy, que las miraba desde su moisés. Cuando Maddy se inclinó para besarlo, el pequeño le sonrió. Fue un momento que ella nunca olvidaría. Un presente por el que siempre se sentiría agradecida. Mientras cogía a Andy en brazos, rezó en silencio una oración a Annie, dándole las gracias por el más increíble de los obsequios.
Capítulo24
El 26 de diciembre emprendieron viaje a Vermont en un coche alquilado que, una vez cargado con los objetos del bebé, parecía una camioneta de gitanos. Andy durmió durante la mayor parte del trayecto, y Maddy y Lizzie charlaron y rieron. Hicieron un alto para comer una hamburguesa y darle el biberón al niño. Maddy nunca se había sentido tan feliz ni tan convencida de haber hecho lo correcto. Ahora entendía lo que le había arrebatado Jack al obligarla a ligarse las trompas. De hecho, le había robado muchas cosas: la confianza, el respeto a sí misma, la autoestima, el poder de tomar decisiones y dirigir su propia vida. Un alto precio por un empleo y unos cuantos objetos materiales.
– ¿Qué piensas hacer con respecto a las ofertas de trabajo? -preguntó Lizzie en el camino a la casa de Bill, que estaba en Sugarbush.
Maddy suspiró.
– Aun no lo sé. Quiero volver a trabajar, pero también me gustaría dedicarme exclusivamente a ti y a Andy durante una temporada. Esta es mi primera y mi última oportunidad para ser una madre a tiempo completo. En cuanto consiga un empleo, volverán a agobiarme con exigencias. No tengo prisa.
Además, tenía que resolver algunas cuestiones legales. Su abogado estaba preparando una demanda contra Jack y su cadena de televisión. Aparte de exigirle una cuantiosa indemnización por despido, le pedirían responsabilidades por calumnias y daños intencionados. Pero, por encima de todo, Maddy quería quedarse en casa durante una temporada para disfrutar de la compañía de Lizzie y Andy. Lizzie comenzaría las clases en Georgetown dos semanas después y estaba muy entusiasmada con la idea.
Llegaron a Sugarbush a las seis de la tarde, justo a tiempo para cenar con los hijos de Bill. Y sus nietos se volvieron locos con el bebé. Andy les sonrió a todos y miró fascinado cómo el más pequeño le hacía palmas.
Después de cenar, Lizzie cogió al pequeño de brazos de su madre y se ofreció para dormirlo. Después de ayudar a la hija y a las nueras de Bill a recoger la mesa y limpiar la cocina, Maddy se sentó con él ante la chimenea y charlaron durante un rato. Cuando todos se retiraron a dormir, Bill sugirió que salieran a dar un paseo. Hacía mucho frío, pero las estrellas relucían y la nieve crujía bajo sus pies mientras caminaban por el camino que había despejado el hijo de Bill. La casa era antigua y cómoda, y saltaba a la vista que todos le tenían mucho afecto. Formaban una familia bien avenida y les gustaba estar juntos. Nadie pareció escandalizarse por la relación de Bill con Maddy. Además de dispensarle una calurosa acogida, se mostraban encantadores con Lizzie y el bebé.
– Tienes una familia maravillosa -comentó ella mientras caminaban tomados de la mano, con los guantes puestos.
Los esquís de todo el mundo estaban alineados en el exterior de la casa. Al día siguiente, si conseguían que alguien se quedase con Andy, Maddy iría a esquiar con Bill. Estaba ilusionada. Era una vida nueva, y sabía que durante un tiempo se le antojaría extraña, pero estaba disfrutando cada minuto.
– Gracias -respondió Bill, rodeándole los hombros por encima del pesado abrigo-. Andy es un niño muy dulce -añadió con una sonrisa.
Era obvio que Maddy adoraba al pequeño. Habría sido un error negarle la posibilidad de vivir esa experiencia. Ella le daría una vida que no habría podido tener con su madre biológica. Dios sabía lo que hacía el día que los había reunido a los tres entre los escombros del centro comercial. ¿Y quién era él para robarle todo eso?, pensó Bill.