– He dicho que una fuente cercana dijo que podría haber un caso de violencia doméstica. Por Dios, Jack, yo vi sus cardenales. Ella me dijo que él le pegaba. ¿Qué conclusión sacas cuando comete un suicidio al día siguiente? Lo único que he hecho es pedir a la gente que reflexione sobre las mujeres que se quitan la vida. Legalmente, no podrá hacernos nada. Si fuese necesario, yo podría testificar sobre lo que Janet me contó.
– Y es muy probable que tengas que hacerlo, ¿Estas sorda? ¿No sabes leer? ¡Dije que nada de comentarios, y hablaba en serio!
– Lo lamento, Jack. Tenía que hacerlo. Se lo debía a Janet y a otras mujeres en su situación.
– Oh, por el amor de Dios…
Se mesó el pelo, incapaz de creer lo que le había hecho Maddy y que los encargados del estudio no se lo hubiesen impedido. Habrían podido cortar la transmisión, pero se abstuvieron. Les había gustado lo que Maddy había dicho sobre las mujeres maltratadas. Además, Paul McCutchins tenía fama de agresivo, tanto en el trato personal como con sus empleados, y en su juventud se había visto involucrado en innumerables peleas de bar. Era uno de los senadores más odiados de Washington, y su carácter violento se manifestaba a menudo. Nadie había deseado defenderlo y a todos les había parecido perfectamente probable -aunque Maddy no lo hubiera dicho con todas las letras- que maltratara a su mujer. Jack seguía paseándose por el estudio, gritando a todos los presentes, cuando Rafe Thompson, el productor, acudió a avisarle que el senador McCutchins estaba al teléfono.
– ¡Mierda! -gritó a su esposa-. ¿Qué te apuestas a que va a demandarme?
– Lo siento, Jack – respondió ella en voz baja, aunque sin remordimientos.
En ese momento apareció el asistente de producción y le dijo que tenía una llamada de la primera dama. Los dos se dirigieron hacia distintos teléfonos y mantuvieron conversaciones muy diferentes. Maddy reconoció la voz de Phyllis Armstrong de inmediato y la escuchó con temor.
– Estoy muy orgullosa de usted, Madeleine -dijo con claridad la voz de la mujer madura-. Lo que ha hecho fue un acto muy valiente y necesario. Ha sido un comentario brillante, Maddy.
– Gracias, señora Armstrong -respondió con mayor serenidad de la que sentía. No le contó que Jack estaba furioso.
– Hacía tiempo que quería llamarla para invitarla a formar parte de la Comisión sobre la Violencia contra las Mujeres. De hecho, le pedí a Jack que se lo comentara.
– Lo hizo. Me interesa mucho.
– Desde luego, él me dijo que estaría encantada de participar, pero yo quería oírlo de sus propios labios. Nuestros maridos tienen tendencia a proponernos para actividades que no queremos realizar. El mío no es una excepción.
Maddy sonrió, y se sintió mejor ante la costumbre de Jack de ofrecer sus servicios y su tiempo. Le parecía una falta de respeto que expresara opiniones o tomara decisiones en nombre de ella.
– En este caso, Jack no se equivocó. Me encantaría participar.
– Me alegra oírlo. Celebraremos la primera reunión este viernes, en mi despacho privado de la Casa Blanca. Más adelante buscaremos un centro de reuniones más apropiado. Aún somos un grupo pequeño, de una docena de integrantes. Buscamos la manera de sensibilizar a la opinión pública sobre la violencia contra las mujeres, y usted acaba de dar el primer paso. ¡Enhorabuena!
– Gracias otra vez, señora Armstrong -dijo Maddy sin aliento. Colgó y sonrió a Greg.
– Parece que has sido la número uno en el índice de audiencia de los Armstrong -dijo él con orgullo.
Le había gustado lo que había hecho Maddy. Requería mucho valor, incluso para la esposa del director de la cadena. Ahora tendría que regresar a casa y aguantar el chaparrón. Como todo el mundo sabía, Jack Hunter no era precisamente encantador cuando alguien lo contrariaba. Y Maddy no estaba libre de su ira.
Cuando iba a contarle a Greg lo que le había dicho la señora Armstrong, Jack se aproximó a ellos con cara de furia. Estaba fuera de sí.
– ¿Estaba al tanto de esto? -le gritó a Greg, ansioso por culpar a alguien, a cualquiera. Parecía sentir deseos de estrangular a Maddy.
– No exactamente, pero tenía una ligera idea. Sabía que iba a hacer un comentario -respondió Greg con franqueza.
Jack no lo asustaba, y aunque guardaba bien su secreto -jamás se lo habría confesado a Maddy-, tampoco le caía bien. Le parecía arrogante y prepotente, y no le gustaba la forma en que manipulaba a su mujer. Sin embargo, no quería comentar este hecho con ella, que ya tenía demasiados problemas para ocuparse también de defender a su marido.
– Debería haberla detenido -acusó Jack-. Podría haberla interrumpido y terminado el programa.
– La respeto demasiado para hacer algo así, señor Hunter. Además, estoy de acuerdo con lo que dijo. No le creí cuando me contó lo de Janet McCutchins el lunes. Esto ha sido una llamada de atención para los que preferimos no pensar en la desesperación de algunas mujeres maltratadas. Estas cosas pasan todos los días a nuestro alrededor, pero no queremos verlas ni oír hablar de ellas. Sin embargo, debido a la persona con la que estaba casada, Janet McCutchins nos obligó a prestarle atención. Si un número considerable de gente ha escuchado a Maddy hoy, es posible que la muerte de Janet McCutchins sirva para algo y ayude a alguien. Con todo respeto, creo que Maddy ha hecho lo correcto. -Su voz tembló con las últimas palabras, y Jack Hunter lo fulminó con la mirada.
– Estoy seguro de que a nuestros patrocinadores les hará mucha gracia que nos demanden.
– ¿Es eso lo que dijo McCutchins por teléfono? -preguntó Maddy con cara de preocupación.
No lamentaba lo que había hecho, pero detestaba causar tantos problemas a Jack. Sin embargo, su conciencia estaba tranquila. Había visto con sus propios ojos lo que McCutchins le hacía a su mujer, y si era necesario estaba dispuesta a contarlo en un juicio. Durante la emisión había tomado su propia decisión, sin pensar en los posibles perjuicios para la cadena. Pero estaba convencida de que había valido la pena.
– Hizo amenazas veladas, pero el velo era muy fino. Dijo que llamaría a sus abogados en cuanto colgara -respondió Jack con crispación.
– No creo que llegue muy lejos -observó Greg con aire pensativo-. Por lo visto, los indicios eran bastante concluyentes. Janet McCutchins habló con Maddy. Eso nos servirá para cubrirnos las espaldas.
– «Cubrirnos», qué noble de su parte -espetó Jack-. Que yo sepa, la única espalda que está amenazada aquí es la mía. Ha sido un acto estúpido e irresponsable.
Tras esas palabras, volvió a cruzar el estudio con grandes zancadas y subió hacia su despacho.
– ¿Te encuentras bien? -Greg miró a Maddy con preocupación, y ella asintió.
– Sabía que se enfadaría, pero no me gustaría que nos demandaran. -Parecía inquieta. Esperaba que McCutchins no se atreviera a presentar una demanda, pues con ello se expondría a quedar en evidencia.
– ¿Le has contado lo de la llamada de Phyllis Armstrong?
– No tuve tiempo -respondió-. Se lo diré cuando lleguemos a casa.
Pero esa noche Maddy volvió a casa sola. Jack había llamado a sus abogados para ver la cinta del informativo y discutirla con ellos, y no regresó a Georgetown hasta la una de la madrugada. Maddy seguía despierta, pero él no le dijo ni una sola palabra mientras cruzaba el dormitorio hacia el cuarto de baño.
– ¿Cómo ha ido? -preguntó ella con cautela.
Él se volvió y la miró con furia.
– No puedo creer que me hayas hecho eso. Fue una terrible estupidez.
Deseaba abofetearla. Pero Jack solo la golpeaba con sus miradas y palabras furiosas. Era evidente que se sentía traicionado.
– La primera dama me llamó poco después de que terminara el informativo. Estaba entusiasmada y le pareció un acto de valentía. Esta semana me incorporaré a su comisión -dijo como para disculparse.