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– Ven al jardín -dice la sobrina-.

He preparado una limonada.

– Es que tengo que irme.

– Cállate y ven conmigo.

De frente la cara de la sobrina está cruzada de arrugas diminutas, y sus ojos acuosos tienen un cerco de carne floja y piel enrojecida. Por detrás parece una niña rara y algo monstruosa, sin cuello, con la cabeza muy grande, con un andar a saltos por culpa de la cojera que tiene algo de juego infantil. La sigo por un corredor en penumbra, que termina en una cortina de cuentas, más allá de la cual la luz violenta de la tarde es tamizada por las hojas de la parra, y por las de la glicinia que trepa por las paredes y se enrosca al armazón de hierro de una pérgola. Los racimos de la glicinia son de flores moradas: los de la parra aún no han empezado a madurar. Hay macetas con jazmines y con aspidistras de grandes hojas de un verde oscuro reluciente. En casa de Baltasar también las plantas tienen un aire de prosperidad que les falta a las de la mía. Entre las hojas de la parra zumban las avispas y en un plano algo más lejano se oye un rumor de palomas o tórtolas, de agua saltando en una fuente de taza.

El médico se está lavando las manos en una palangana, y se las seca luego con un paño que le pasa respetuosamente la sobrina. Humedece el paño en el agua y se lo pasa por el cuello y la frente, y cuando la sobrina entra de nuevo con dos vasos de limonada en una bandeja -oscila tanto que parece a punto de volcarla- el médico le ayuda a ponerla sobre la mesa de mármol.

Alza el suyo hacia mí, en un vago gesto de brindis.

– Así que dicen que eres muy buen estudiante.

– Buenísimo -dice la sobrina-.

Quiere ser astronauta.

El médico me mira con ironía y curiosidad y yo noto que enrojezco: primero el calor en las mejillas, luego en la frente, en el cuello, el picor en el cuero cabelludo.

– ¿Eso es verdad? -Si se pudiera…

Hablo con la cabeza baja, sin mirarlo a los ojos.

– ¿Tu padre es agricultor? -Sí, señor. Hortelano.

– Neil Armstrong se crió en una granja, en un pueblo mucho más pequeño que Mágina…

– Watanaka, en un estado que se llama Ohio.

– ¿No le he dicho yo que era listísimo? -interviene la sobrina, que ya parecía que se iba.

– El padre de un gran amigo mío también era hortelano. Pero a él le pasaba como a ti: quería ser otra cosa.

– ¿Vivía por aquí cerca? -me atrevo a preguntar.

Ahora la sonrisa y la actitud tranquila del médico me ofrecen confianza, aunque soy muy consciente de que pertenece a un mundo y a una clase muy alejados de los míos: el traje, la corbata de lazo, la autoridad inapelable y más bien remota de quienes ejercen esa profesión, que a mí me parecen omnipotentes y ricos, como toda esa gente que vive en casas con placas doradas junto a la puerta, en la calle Nueva: cirujanos, abogados, ingenieros, notarios, hacia los que he aprendido a sentir una mezcla de miedo y de reverencia, al advertirla en las conversaciones de mis mayores. Van al notario y se ponen un traje oscuro de entierro y ya parece que han empalidecido antes de salir de casa.

– Vivía justo enfrente de esta casa -dice el médico-. En la del rincón.

– Ahora vive un ciego en ella.

– ¿Tú lo conoces? -No habla con nadie de la plaza.

A mis amigos y a mí nos daba mucho miedo cuando éramos chicos.

– Yo he oído la historia del hortelano de la casa del rincón, al que mataron al final de la guerra, pero no digo nada. En mi casa dicen siempre que no se debe hablar más de la cuenta, que el que habla paga, y el que se destaca.

– ¿Dónde estudias? -En el colegio salesiano.

– Gran error. Las sotanas y el conocimiento racional son incompatibles.

?Y por qué no vas al instituto? -Yo quería ir, pero a mi padre le dijeron que los curas enseñan más.

– Claro que enseñan: la transubstanciación de la carne y la sangre de Cristo. La Inmaculada Concepción de la Virgen María -el médico se echa hacia atrás y suelta una carcajada-. El misterio de la Santísima Trinidad. Grandes verdades de la ciencia. Y el}Cara al sol}, por supuesto. Vete cuanto antes. O mejor:

no vuelvas nunca. Te pueden dañar el cerebro irreparablemente. Mira cómo han dejado al país. ¿Qué te gusta estudiar? -}No hables}, pienso, me acuerdo de una expresión que usan mi padre y mi abuelo: el médico es un hombre de ideas. Uno de esos que se van de la lengua y por razones que yo no llego a entender y que se parecen a la fatalidad de la desgracia acaban en la cárcel o en algún sitio peor, en las tapias del cementerio, que está a las afueras de Mágina, un poco más allá de mi colegio. En la pared blanca he visto desconchones y agujeros que según mi padre eran impactos de balas.

Si se raspara la cal podrían encontrarse las salpicaduras secas de la sangre.

– Me gustan mucho la Historia y las Ciencias Naturales.

– ¿La Astronomía? -Sí, señor.

– Habrás visto hoy a mediodía el despegue del Apolo Xi. ¿Sabes quién es Wernher von Braun? -Sí, señor. El ingeniero del cohete Saturno.

– Gran invento. ¿Y sabes qué inventó antes? Ya parece que se le ha olvidado a todo el mundo. Las V-1 y las V-2. Las bombas propulsadas por cohetes que los nazis mandaban contra Londres al final de la guerra. Millares y millares de muertos. Quemados, deshechos por las explosiones, aplastados por los edificios que se hundían. El arma secreta de Hitler, producto del talento del ingeniero Von Braun. Un nazi. Un coronel de las SS. Un criminal de guerra. Fabricaban las V-1 y las V-2 en cuevas excavadas bajo las montañas. Excavadas por trabajadores esclavos que morían a millares, de hambre y de agotamiento, azotados con los látigos de los amigos y colegas del coronel Von Braun. Y en vez de estar en la cárcel, o de haber sido ahorcado, como se merecía, ahora es un héroe del mundo libre. Un pionero del espacio. Así que no te lo creas cuando te digan que los nazis perdieron la guerra. Uno de ellos está a punto de conquistar la Luna…

El médico apura la limonada, se limpia la boca con un pañuelo blanco que luego dobla y vuelve a poner en el bolsillo superior de la chaqueta clara. Abre su maletín, quizás para comprobar que no olvida nada, y vuelve a cerrarlo con un golpe enérgico.

– Pobre hombre -dice, señalando vagamente hacia el interior de la casa-.

Se resiste tanto a morir que se le hace más dolorosa la agonía. Ha sido muy fuerte y el cáncer tarda mucho en acabar con él.

– ¿Cuánto le quedará de vida? -No es vida lo que le queda -el médico se encoge de hombros, ya de pie, el maletín de cuero negro y usado bajo el brazo-. Es pura resistencia orgánica. ¿Cuántos años tienes? -Trece. Trece años y medio. -El cáncer de este hombre crece más rápido que tú.

Cuando ya había apartado la cortina sonora de cuentas, el médico se vuelve hacia mí, con su expresión conspirativa de curiosidad y de burla.

– Escápate cuanto antes de los curas. Todavía estás a tiempo. El cerebro humano es un órgano demasiado valioso como para estropearlo con rezos y supersticiones eclesiásticas.

Desaparece por fin al otro lado de la cortina, y creo escuchar, mezclada con el ruido de las cuentas, su voz que vuelve a renegar contra Wernher von Braun, la voz de un hombre acostumbrado a dirimir a solas sus discordias con el mundo:

– ¿Un héroe del espacio? Un criminal de guerra…

5

Todo ha cambiado sin que yo me diera cuenta, sin que suceda en apariencia ningún cambio exterior. Siento que soy el mismo pero no me reconozco del todo cuando me miro en el espejo o cuando observo las modificaciones y las excrecencias que ha sufrido mi cuerpo, y que me asustaban cuando empecé a advertir algunos de sus signos.

El vello rizoso brotando en todas partes, como en un retroceso al estado simiesco, los pelos en el sobaco, en las piernas, en el pubis, sobre el labio superior, la aspereza de los granos en la cara, la supuración de las espinillas y el fuerte olor que notaba yo mismo como la densa presencia de otro si volvía a mi dormitorio o al retrete un poco después de haber salido, las manchas amarillas que aparecían misteriosamente todas las mañanas, la sensación de humedad y luego la sustancia pegajosa que manchaba mis dedos, y que yo no sabía lo que era, aunque me llenara de vergüenza. De vergüenza y de miedo, porque de pronto temía haber contraído alguna enfermedad oscuramente asociada al pecado contra la pureza, pecado del que los curas nos advertían, aunque yo no tuviera la menor idea de en qué podía consistir. Antes morir mil veces que pecar, dice el himno del colegio salesiano que decía Santo Domingo Savio, que murió de hecho a una edad muy parecida a la que yo tengo ahora, y que nos mira con sus ojos grandes de fiebre y su cara pálida y su sonrisa de muerto desde los retratos suyos que hay en todas las aulas. Se me oscurece el labio superior y el ceño entre las cejas que se han vuelto todavía más negras, ensombreciendo una mirada que parece haber retrocedido hacia el fondo de los ojos. Mi nariz se agranda, como en el principio de una transformación monstruosa que no se sabe dónde podrá detenerse, mi cara redonda y lisa se ha llenado de granos de punta blanca que al reventarse desprenden una sustancia repulsiva, de un orden no muy distinto a la que me mancha los calzoncillos por las mañanas, aunque sin ese olor tan penetrante. Tan desproporcionadamente como creció mi nariz se alargaron mis brazos y mis piernas, brazos y piernas peludas de antropoide que retrocede en la escala evolutiva, y de pronto el pantalón corto del verano anterior era ridículo y a mi madre y a mi abuela les daba la risa cuando me lo probaba a principios del nuevo verano. "Parece un extranjero de esos que vienen de turismo", dijo mi abuela, "no le falta más que la máquina de retratar". Con aquellas piernas peludas y flacas reveladas por el pantalón de deporte era más humillante mi incompetencia en la clase de Gimnasia. Yo nunca había estado en una clase de Gimnasia. En mi escuela primaria no había gimnasio y nadie se vestía con ropa de deporte para jugar al fútbol en los campos de tierra endurecida. La primera vez que fui a clase de Gimnasia cuando me cambiaron al colegio de los salesianos me dijeron que llevara un pantalón de deporte y como en mi casa nadie sabía exactamente qué clase de prenda era ésa acabé presentándome con un bañador enorme de adulto que había pertenecido a mi tío Carlos, la única persona de nuestra familia que tenía alguna experiencia de piscinas y playas. Salí del vestuario con una camiseta de tirantes, con el bañador de plástico que me llegaba a las rodillas y con unos calcetines de cuadros. Antes de alegrarles el día al profesor y a mis nuevos compañeros mostrándoles el hecho inaudito de que no sabía darme una voltereta ya les había dado amplia ocasión de morirse de risa al verme con aquella indumentaria deportiva. En las escuelas gratuitas a las que íbamos los hijos de los campesinos, de los tenderos y de los hortelanos nadie sabía que para hacer ejercicio hubiera que ponerse zapatillas especiales y calcetas de lana blanca, y como nadie había estado jamás en la playa ni se había bañado nunca en una piscina tampoco teníamos una idea clara de lo que pudiera ser un bañador. De pronto yo estaba solo entre desconocidos hostiles, no ya porque ninguno de aquellos alumnos del nuevo colegio viniera de mi barrio, sino porque todos ellos, salvo algunos becarios pusilánimes, tan inseguros como yo, pertenecían a familias con las que la mía no se había relacionado nunca. Vivían no sólo en otros barrios al norte de la ciudad, sino en otro mundo que para mí no era imaginable, y con el que hasta entonces no me había encontrado, a no ser cuando iba con mi madre y mi abuela a la consulta de un médico, o cuando mi padre, siendo yo muy pequeño, me llevaba con él a repartir leche por las casas que llamaban "de los señores". En aquellos lugares con timbres dorados, penumbras silenciosas, criadas con cofias blancas, uno percibía algo a la vez inaccesible, amenazante y misterioso, algo parecido al efecto visible que provocaba en los adultos la voz autoritaria de un guardia de uniforme o la pura presencia de un médico o de aquellos hombres de traje oscuro y corbata a los que llamaban abogados, notarios, registradores, a cuyas oficinas mi padre iba a veces con la misma ropa que se ponía para asistir a un entierro o a una boda, aunque también con un aire de aprensión que no se le notaba en ningún otro momento de su vida. En la escuela de los jesuitas los otros alumnos eran iguales a mí, eran los niños con los que jugaba en la plaza de San Lorenzo y los hijos de los hortelanos que vendían en el mercado cerca de mi padre o de los vareadores y las granilleras que iban cada año a la aceituna en las mismas cuadrillas que mi abuelo y mi madre. Pero ahora, de pronto, también eso ha cambiado. Al terminar la escuela obligatoria esos alumnos se fueron a trabajar al campo con sus padres, o empezaron a aprender oficios en los grandes talleres de los jesuitas. Yo debería haber seguido ese mismo camino, debería estar ahora en la huerta con mi padre o vestido con un mono azul y aprendiendo el oficio de carpintero o de mecánico, igual que tantos chicos que jugaron conmigo en los patios de la escuela y con los que ahora me cruzo y casi no los reconozco porque ya parece que han empezado a convertirse en adultos. Algunos, los más afortunados, han entrado de botones en los edificios grandes de los bancos que hay en la plaza del General Orduña, o de dependientes o recaderos en las zapaterías y en las tiendas de tejidos, y ya se les ve peinados con raya y con el pelo hacia atrás en vez de con flequillo recto, y algunos fuman jactanciosamente cigarrillos y se arriman los domingos a las chicas a la salida de las iglesias o en el paseo por la calle Nueva. Yo me he quedado atrás, en otra parte, sin saber dónde, perdido, en un colegio donde no conozco a nadie y donde con frecuencia advierto la mirada altanera de los hijos de gente con dinero y recibo amenazas de alumnos mayores y temibles, de tenebrosos internos con batas grises y caras pedregosas de granos que martirizan a los más pequeños o a los recién llegados y que no tienen miedo ni a las varas de los curas, porque vienen de familias poderosas que costean las obras de la nueva iglesia y que dan prestigio con sus apellidos a las listas de benefactores del colegio. Hasta ahora yo había vivido sólo entre personas que de un modo u otro me eran familiares y en espacios de cálida y permanente protección que eran como extensiones de la seguridad de mi casa: círculos concéntricos, habitaciones sucesivas, la plazuela y los callejones en los que jugaba, los caminos que llevaban a los olivares y a la huerta de mi padre, las aulas y los patios de la escuela de los jesuitas, la tela azul y basta de los pobres uniformes que vestíamos todos sobre nuestras ropas más o menos idénticas, los pupitres, los cuadernos escolares, los tebeos leídos y releídos y los juegos en la calle con niños a los que había conocido desde siempre, las noches de verano en el cine, mi tía Lola con su presencia perfumada y fragante y mi tío Pedro contándome películas desde la cama contigua, con la luz apagada, mi cara en las fotografías que nos tomaban en el colegio, los codos sobre una mesa, junto a un libro y a un teléfono falso, delante de un lienzo pintado en el que se veía una biblioteca y un busto de Cervantes. Y ahora, de golpe, sin que yo me diera cuenta, de un día para otro, todo ha sido trastornado, mi cara, mi cuerpo, mi conciencia ahora angustiada de culpas y deseos, el mundo en el que vivo, el colegio sombrío al que llego todas las semanas como si ingresara en una prisión o en un cuartel, la humillación del miedo a las bofetadas de los curas y a las amenazas de los alumnos mayores, la sensación de lejanía hacia mi padre, el aire de censura con que me mira mi abuelo, el desamparo íntimo que me acompaña a todas partes, que amanece conmigo en las mañanas de invierno y se filtra incluso en la melancolía amarga y en la niebla de miedo de los sueños.