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Encerrado en mi cuarto una tarde de julio escucho las voces que me llaman, los pasos pesados que suben en mi busca por las escaleras de la casa. Van a encontrarme pronto y van a darme órdenes que no tendré más remedio que obedecer, sumiso y hosco, con el bozo oscuro y los granos en mi cara redonda agravando mi aire de pereza contrariada, de honda discordia con el mundo.

Pero mientras suben los pasos y se acercan las voces yo permanezco inmóvil, alerta, echado en la cama, sin más ropa que los bochornosos calzoncillos de adulto que mi madre y mi abuela cortaron y cosieron para mí y han sido mi vergüenza cada vez que tenía que cambiarme en el vestuario del colegio. Menos yo, todos los demás llevan calzoncillos modernos comprados en las tiendas, slips les llaman, que se ajustan a la ingle y a la parte superior del muslo y no se prolongan hasta casi la mitad de la pierna. Nadie me ve ahora, por fortuna, nadie ve mis piernas que de pronto se hicieron tan largas y se llenaron de pelos y nadie va a burlarse de mí cuando no sepa dar una voltereta ni trepar por la cuerda ni saltar sobre ese aparato de tortura que llaman apropiadamente el potro, apoyando las palmas de las manos sobre el lomo de cuero y a la vez extendiendo las piernas hasta una horizontalidad gimnástica inalcanzable para mí.

Estoy a salvo, hasta cierto punto, o lo estaba hasta que hace un momento empezaron a sonar las voces y los pasos en el hueco de la escalera: estoy tumbado en la cama, sobre las sábanas húmedas por el sudor en la siesta de verano, tan inmóvil como un animal asustado en el interior de su madriguera, como un astronauta sujeto al camastro anatómico de la cápsula espacial, con un libro abierto en las manos,}Viaje al centro de la Tierra}, leído tantas veces que ya me sé de memoria pasajes enteros, igual que puedo ver con los ojos cerrados sus ilustraciones de grutas tenebrosas iluminadas por lámparas de carburo y de ingentes saurios peleándose a muerte entre las espumas rojas de sangre de un mar subterráneo. En el desorden de la cama y en la mesa de noche hay varias de las revistas ilustradas que he hurtado en casa de mi tía Lola, y en las que vienen reportajes sobre la nave Apolo Xi, que despegó exactamente hace dos horas y dentro de cuarenta y cinco minutos romperá su trayectoria circular en torno a la Tierra con la explosión de la tercera fase del cohete que va a propulsarla hacia la Luna. En los dos primeros minutos del despegue el Saturno V alcanzó una velocidad de nueve mil pies por segundo. En pies por segundo y no en kilómetros por hora se miden las velocidades fantásticas de este viaje que no pertenece a la imaginación ni a las novelas, que está sucediendo ahora mismo, mientras yo sudo en mi cama, en mi cuarto de Mágina. En el momento del despegue el ingeniero Wernher von Braun, a quien llaman en los noticiarios el padre de la Era Espacial, rezó un padrenuestro en alemán. El cardenal católico de Boston ha compuesto una plegaria especial para los astronautas, ha dicho el locutor del telediario. Se especula con la posibilidad de que puedan traer algún tipo de gérmenes que desencadenen en la Tierra una trágica epidemia. A veinticinco mil pies por segundo viaja ahora la nave Apolo, en la órbita de la Tierra, pero los astronautas tienen una sensación de inmovilidad y silencio cuando miran por las ventanillas: es la Tierra la que se mueve, girando enorme y solemne, mostrándoles los perfiles de los continentes y el azul de los océanos, como en la bola del mundo que hay en mi aula del colegio salesiano. El océano Atlántico, las islas Canarias, los desiertos de África, con un color de herrumbre, la larga hendidura del Mar Rojo. El enviado especial de Radio Nacional a Cabo Kennedy decía arrebatado que los astronautas distinguen perfectamente el perfil de la Península Ibérica por las ventanillas de la cápsula. "España es maravillosa vista desde el espacio". Consulto el reloj Radiant que me regaló mi padre el año pasado para mi santo: tiene una aguja para medir los segundos y una pequeña ventana en la que cada noche, exactamente a las doce, cambia la fecha. A las dos horas, cuarenta y cuatro minutos y dieciséis segundos del despegue empezará de verdad el viaje a la Luna, cuando se mezclen de nuevo en los depósitos del cohete el hidrógeno y el oxígeno líquidos y una larga llamarada en medio de la oscuridad libere a la nave Apolo de la órbita de la Tierra, impulsándola a una velocidad de treinta y cinco mil quinientos setenta pies por segundo. Los cronómetros de las computadoras lo miden todo infaliblemente: el combustible de los motores ha de arder durante cinco minutos cuarenta y siete segundos para que la nave adquiera una trayectoria de encuentro con la Luna. En la televisión, a la hora de comer, el despegue se vio en blanco y negro: en las páginas satinadas de las revistas que compra mi tía Lola se ve el cohete Saturno iluminado por resplandores amarillos y rojizos en las noches previas al despegue, sujeto a una especie de altísimo andamio de metal rojo: y luego la incandescencia del encendido en el momento en que la cuenta atrás llegó al cero, la cola de fuego entre la deflagración de nubes blancas cuando todavía parece imposible que esa nave colosal cargada con miles de toneladas de combustible altamente explosivo pueda desprenderse de la gravedad terrestre emprendiendo un vuelo vertical. “¡Era espacial! ¿sabía usted que el viaje a la luna está dirigido principalmente por computadoras electrónicas?" He coleccionado revistas y recortado fotografías en color de los tres viajes que han precedido al del Apolo Xi y conozco de memoria los 20 nombres de los astronautas y de los vehículos, los hermosos nombres en latín de los mares de polvo y de los continentes y cordilleras de la Luna.