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En las revistas el cielo sobre Cabo Kennedy es de un azul más puro y más lujoso que el que nosotros vemos cada día, y en él los cohetes Saturno acaban perdiéndose como puntas casi invisibles sobre una nube blanca, curvada, que casi parece una nube cualquiera en el cielo del verano. "Usted puede llevar ahora el reloj cronómetro Omega que usan los astronautas del proyecto Apolo". Mi tía Lola le regaló a su marido un reloj cronómetro Omega para el día de su santo y antes de entregárselo vino a casa para que lo vieran mi madre y mi abuela, y abrió la caja y separó con sus dedos de uñas pintadas el papel de gasa que lo envolvía con tanto cuidado y misterio como si abriera el cofre de un tesoro.

Ahora mismo, la nave viaja en silencio, no en el cielo azul, sino en el espacio oscuro, y los astronautas se han liberado de la fuerza de la gravedad y flotan lentamente en la estrechura de la cápsula, girando con el impulso de un brazo o de una pierna, como si nadaran, como yo quisiera flotar para librarme del tacto pegajoso de las sábanas en las que mi sudor forma manchas más visibles y menos duraderas que las manchas amarillas que aparecen todas las mañanas, cuando me despierto por culpa de una sensación de humedad y frío en las ingles y recuerdo el sueño que ha provocado como una descarga eléctrica el breve estertor de la eyaculación.

La polución, dice el padre confesor, la polución nocturna, involuntaria y sin embargo no exenta de pecado.

No exenta, dice el confesor en la penumbra, mientras yo, arrodillado, las manos juntas, los codos en el marco de madera ancha del confesonario, mantengo la cabeza baja y los ojos entornados y sólo veo el brillo del tejido negro de la sotana y la gesticulación de las manos pálidas, que son suaves como manos de mujer pero tienen nudillos gruesos y pelos fuertes en el dorso muy blanco. De la penumbra sale un olor a colonia y a tabaco, un olor a aliento demasiado cercano.

– Padre, me acuso de haber cometido actos impuros.

– ¿Solo o con otros? -Solo, padre.

– Cuántas veces.

– No me acuerdo.

– ¿Aproximadamente? Los pasos se han detenido, en el rellano del piso inferior, pero las voces son más fuertes, retumbando en el eco de la escalera, exageradas por el malhumor de no haber obtenido respuesta, repitiendo mi nombre. Es mi abuelo quien me llama, y no habría necesitado escuchar su voz para reconocerlo, me habría bastado el sonido fuerte de sus pasos en los peldaños de baldosas con los filos de madera. Tan distintos como las voces son los pasos, su resonancia, su cadencia, su ritmo mientras suben, el grado diverso de esfuerzo, el peso corporal que cada uno descarga sobre los peldaños, la energía o la fatiga. Los tacones altos de mi tía Lola repican con un ritmo festivo cada vez que viene de visita a nuestra casa, y enseguida se oye el rumor de sus pulseras y llena el aire la fragancia de su agua de colonia, que disuelve transitoriamente los olores habituales, el del estiércol en la cuadra, el del grano almacenado, el olor a trabajo y fatiga con que mi padre y mi abuelo vuelven del campo al final del día. Los astronautas esperan el momento de la ignición de los motores de la tercera fase. De nuevo tendrán que atarse las correas, de nuevo sentirán el plomo de la inercia, antes de volverse ingrávidos del todo, quizás con náuseas, por el desconcierto de moverse sin arriba ni abajo. Durante los cinco minutos que dure la explosión el peso de sus cuerpos, ahora tan liviano, multiplicará por cuatro el que tenía en la Tierra.

Imagina que pesaras de pronto doscientos cuarenta kilos. Los pasos de mi abuelo retumban fuertes y seguros, tan recios como su voz, delatando su estatura grande y su peso fornido, que excluye la prisa igual que la fatiga.

Mi abuelo tiene los pies muy grandes y el empeine levantado, y ahora, en verano, calza unas alpargatas de lona con la suela de cáñamo, que amortigua y hace más grave el sonido de sus pasos. "Dónde se habrá metido", le oigo murmurar después de repetir otra vez mi nombre, y por un momento pienso que va a desistir si consigo quedarme inmóvil y no dar señales de mi presencia, como acabaría desistiendo el cazador si el animal perseguido permaneciera el tiempo suficiente paralizado dentro de la madriguera. Pero después de pararse en el rellano ha empezado a subir otra vez, el último tramo de escaleras que lleva directamente al pajar y a mi cuarto. Ahora sí que he de contestar, para que no abra la puerta y me encuentre tirado en la cama en calzoncillos, como un zángano:

– ¿Qué? -grito desde la cama.

– ¿Cómo que qué? ¿Es que no me oías? -Estaba dormido.

– Pues espabila y baja, que te están buscando.

Mejor que no suba y no vea la cama en desorden y los libros y las revistas en ella, que no perciba el olor húmedo que quizás todavía inunda el aire y que sin duda se superpone al del sudor y al de la falta general de higiene, porque en esta casa no hay ducha ni lavabo ni cuarto de baño, y ni siquiera agua corriente. Aproximadamente cuántas veces, pregunta el padre confesor, el padre Peter, que es también el encargado de las proyecciones de cine. Yo me quedo en silencio, sin saber qué contestarle, incapaz de hacer el cálculo. Cuántas veces me he despertado en mitad de la noche con una sensación de frío y humedad en el vientre y con el recuerdo fragmentario de un sueño de turbia y pegajosa dulzura. Cuántas veces, recién acostado, de noche, o en la penumbra de la siesta, he recordado una imagen, una cierta postura, el hueco de un escote, he empezado a pensar en una escena de una película o en un pasaje de un libro y me he ido dejando llevar, con una excitación tan intensa como el remordimiento anticipado que no llega a malograr del todo la delicia del primer espasmo. Y luego el tacto mojado, el olor, la mancha que al secarse se volverá amarilla. Si hubiera un lavabo, un grifo de agua fría, una pastilla de jabón para borrar rastros y olores, como en casa de mi tía Lola. A mi tía Lola le debo la primera emoción precoz de la belleza femenina, cuando ella era aún más joven y todavía faltaba mucho para que saliera de nuestra casa vestida con un largo traje de novia. En su cuarto de baño, cuando voy a visitarla, hay pastillas de jabón que huelen como ella, aunque también frascos de loción de afeitar que desprenden el olor masculino y agresivo de su marido, mi tío Carlos. Pero aquí sólo nos podemos lavar sacando un cubo de agua helada del pozo y volcándolo en una palangana desconchada. El agua corriente es un sueño tan lejano como el de la lluvia puntual y abundante en nuestra tierra áspera. El agua caliente y fría, inagotable, siempre dispuesta, tibia cuando se desea, es un milagro que fluye de los grifos cromados en casa de mi tía Lola, igual que sale un frío intenso en lo más ardiente del verano cuando se abre la puerta de su frigorífico, o que en invierno un calor delicioso brota de los radiadores de su calefacción.

He ido asistiendo a las bodas de mis tíos desde los tiempos más borrosos de la infancia, y cada vez que uno de ellos se ha marchado esta casa parecía volverse más oscura y más grande. Mi tío Luis, mi tía Lola, mi tío Manolo, mi tío Pedro, el más joven, el último de todos. El año pasado, antes de casarse, cuando mi tío Pedro aún vivía con nosotros, llegó un día con la gran idea de que iba a instalar una ducha, "como las de las películas", dijo. "Pero cómo va a haber ducha, si ni siquiera hay grifo", dijo mi padre, con una punta de sarcasmo que hasta yo distinguí y que contrarió hondamente a mi madre. Su marido, pensaría, siempre quitándole mérito a la familia de ella, desdeñoso de las ideas y de los méritos de sus hermanos. "?Y quién dice que haga falta un grifo para poner una ducha?", dijo mi tío, que poco tiempo atrás había entrado como soldador en el taller de carpintería metálica y miraba ya con cierto desdén a los que aún seguían trabajando en el campo. "Mañana a estas horas estaremos tan frescos como si nos hubiéramos ido todos a la playa". "Qué talento", dijo mi madre, mirando de soslayo a mi padre, con reprobación y alivio de que su hermano fuese a prevalecer en la disputa, "si el pobre no hubiera tenido que dejar la escuela tan pronto, adónde habría llegado".

Al día siguiente, atado con una cuerda al sillín de la moto que se había comprado a plazos al poco tiempo de entrar en el taller, mi tío trajo un bidón de metal ondulado, grande, como de cuarenta litros, dijo, que al quitarle la tapa despidió un ligero olor a gasolina, o a esos productos químicos que a veces le manchaban el mono azul de trabajo cuando los sábados lo traía a casa para que mi abuela lo lavara. Mi tío ya no se vestía como los otros hombres de la casa, mi padre y mi abuelo, ni olía del todo como ellos. Era el hijo pequeño de mis abuelos, el último que aún seguía viviendo con ellos en la casa, pero desde que había entrado a trabajar en el taller actuaba con una seguridad nueva, y cuando se dirigía a mi abuelo, su padre, ya no le hablaba con la misma deferencia. Ahora ganaba un sueldo, un tesoro inaudito que traía a casa todos los sábados dentro de un sobre amarillento con su nombre escrito a máquina, sin depender de la lluvia o de los contratiempos de las cosechas, sin trabajar más horas que las estipuladas en su contrato, no de sol a sol, como la gente del campo. Y si echaba horas extras se las pagaban aparte, y además estaba aprendiendo el oficio de soldador, que le permitiría ascender en la empresa al cabo de no mucho tiempo. Ahora la vida era buena para él, que había trabajado desde niño en el campo, sometido a su padre, sin ninguna esperanza de ser algo más que un aparcero sin tierra propia. En menos de un año, ahorrando cada semana la parte del sobre que no entregaba a su madre, había cambiado su ruda bicicleta por una moto reluciente, y había podido fijar por fin la fecha de su boda. Cada día, a la caída de la tarde, yo escuchaba desde el cuarto que aún compartía con él el rugido de su moto entrando en nuestra plazuela, incluso lo distinguía mucho antes, cuando mi tío enfilaba con ella la calle del Pozo desde el paseo de la Cava.