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Algunas noches me desvelaba al lado de él, que roncaba y ocupaba la cama casi entera con las piernas abiertas, porque a él nada le quitaba el sueño, aunque cada día llegaran a Mágina más refugiados de los pueblos que iban tomando las tropas de Franco, aunque ya no tuviéramos para comer más que pan de algarrobas y lentejas agujereadas por los bichos y hervidas en un caldo de agua. Me desvelaba, iba al armario, buscaba a tientas mi caja, me la llevaba a la cocina y encendía una vela para contar mis billetes, pero estaba tan nerviosa que perdía la cuenta, o pensaba de pronto, "mira si cuando manden los de Franco deciden que el dinero de los rojos no vale".

A él le faltó tiempo para reírse de mí cuando se lo dije a la mañana siguiente, nada más abrió los ojos.

"Mujer, qué tonterías más grandes se te ocurren, para qué hablas de lo que no entiendes. Lo primero es que esos militares chusqueros no van a derrotar al gobierno legítimo de la República.

Y lo segundo, poniendo que ganaran, que no ganarán, si dejaran sin efecto la moneda de curso legal, ¿cómo se mantendría la actividad económica?" Palabras nunca le han faltado. A mí podía aturdirme con ellas, pero yo no me quedaba tranquila. Un billete es una estampa pintada de colores, por mucho que se empeñe uno. "Un billete no es una mollaza de pan", pensaba yo, "ni una orza de lomo en manteca, ni una garrafa de aceite. Con papeles de colores no se enciende una lumbre ni se caldea una casa ni se llena una despensa". Y es como si Dios me hubiera abierto los ojos porque a los pocos días de aquello veo que vuestro padre vuelve de casa de Baltasar y entra en el dormitorio muy misterioso y en vez de quitarse el uniforme empieza a buscar en el armario, y yo que no le quito ojo y he ido detrás de él le digo, "qué buscas", y él, "la caja de lata, para guardar el sueldo de esta semana". Yo hacía como que no me daba cuenta, pero había notado que algunos días, cuando vuestro padre volvía, Baltasar estaba en la puerta de su casa, y lo saludaba muy atento, y se ponía a charlar con él, pidiéndole que le contara noticias de la guerra, como si él, que al fin y al cabo no era más que un guardia, supiera mucho de batallas y de política y estuviera al tanto de lo que los demás no sabíamos. Algunos días lo invitaba a que pasara, y le daba un vaso de vino, y a lo mejor algo de comida para nosotros que sacaría Dios sabe de dónde. En esa época todavía no se había mudado a la casa más grande, no había empezado a ganar dinero a espuertas y a comprarse olivares que le vendían por una miseria los señoritos arruinados después de la guerra. Era como los piojos y como la sarna, que prosperan más cuando hay más miseria. Yo me asomaba a la puerta, y me llevaban los demonios, porque conozco a vuestro padre y sabía que de aquello no podía salir nada bueno. "Qué buenas amistades estás haciendo con el vecino", le decía cuando llegaba a casa, con olor a vino en el aliento, "se ve que tenéis muchas cosas que hablar". "Cosas de hombres que a ti no te importan". Y a mí me daba miedo que se fuera de la lengua, por darse importancia, o que Baltasar lo enredara en alguna de sus sinvergonzonerías, aprovechándose de que era tonto y de que iba de uniforme. "Como sabe que estoy bien situado me pregunta mi opinión sobre el desenlace de la guerra", decía, como si fuera un general, "?y de qué te quejas, si me ha dado aceite, tocino y pan blanco para comer varios días?".

"?De dónde los habrá sacado? ¿Qué busca de ti cuando te regala esas cosas?" Me dejaba hablar y me miraba muy serio, con esa cara de ofendido que pone cuando se le lleva la contraria, como si me tuviera lástima por mi ignorancia, y ya no me dirigía la palabra ni cuando nos acostábamos. Pero al día siguiente, cuando se acercaba la hora de que volviera de su guardia, Baltasar ya estaba en la puerta, esperándolo otra vez, haciendo como que se había asomado para ver el tiempo que hacía. Yo lo veía aparecer al fondo de la plaza, tan alto, con su uniforme azul, con su correaje y su pistola al cinto, con su porra, y me decía, tan gallardo y tan simple, con tantas palabras y tantos pájaros en la cabeza hueca. Iba derecho hacia el otro, hacia Baltasar, como una mosca hacia una telaraña, pero yo me adelantaba y me acercaba a él como si tuviera urgencia de decirle algo y me lo llevaba conmigo. Pero duraba poco mi contento, porque al poco rato sonaba el llamador y era Baltasar que estaba en el portal preguntando por él y trayendo algo para vosotros, que también os ibais corriendo como tontos hacia él, porque os daba cosas que en nuestra casa no teníamos, naranjas valencianas o tabletas de chocolate. Vuestro padre acababa yéndose con él, y yo veía que el otro, más pequeño, le hablaba acercándosele mucho y vuestro padre bajaba la cabeza y decía que sí.

"Qué trola le estará metiendo", me preguntaba yo, "por dónde nos va a salir esta amistad". Y me acabé enterando ese día que subió al dormitorio creyendo que yo no me daba cuenta y lo pillé buscando entre la ropa del armario. "Qué haces", le digo, y veo que se pone colorado, "qué voy a hacer, que he traído el sobre con la paga y quiero guardar la mitad en la caja de lata". Y entonces me mira muy serio y me dice que tiene que contarme algo muy importante, y a mí me da un sobresalto el corazón, "?es que ha pasado algo?, ¿es que se ha muerto alguien?".

Y él pone esa cara de drama, esa cara de saber cosas muy graves y muy escondidas y me dice: "Júrame que no vas a contar nada de lo que yo te diga ahora mismo", y yo le digo, "estarás acostumbrado a que yo hable tanto como tú", y él, "esto no es momento para bromas, júramelo o no te cuento nada".

"Pues lo juro", le digo, "pero lo que sea cuéntamelo rápido y sin dar muchas vueltas, que tengo todavía que darles la cena a los chiquillos". Y entonces él me dice, como en el teatro cuando van a dar una mala noticia: "Leonor, la guerra está perdida". Y yo casi me echo a reír. "Pues vaya secreto que me has contado", le digo, "si eso lo sabe todo el mundo, hasta los tontos de la calle, si yo te lo decía y tú no querías enterarte". "Una cosa son los rumores y otra las informaciones ciertas, y yo, por la responsabilidad de mi posición, tengo que distinguir lo que es verdad de lo que pueden ser mentiras de la propaganda enemiga".

"?Y no vendrán por ti y te meterán en la cárcel? ¿No te quitarán de guardia y nos quedaremos en la calle?" "Eso es imposible", me dice, "y parece mentira que pienses una cosa así. ¿Por qué me van a perseguir a mí, si sólo he cumplido con mi deber? El general Queipo de Llano lo ha dicho en Radio Sevilla: _"No tienen nada que temer los que no se hayan manchado las manos de sangre_". "?Y tú cuándo has escuchado Radio Sevilla? ¿No me decías a mí que era un delito de traición escuchar las emisoras enemigas? ¿A eso vas todos los días a casa de Baltasar?" "A lo que yo vaya o deje de ir, eso no es cosa tuya. Baltasar me ha dado su palabra de que si hubiera algún problema, si las nuevas autoridades tuvieran alguna duda sobre mi ejecutoria, él me avalará". "?Y él cómo sabe tanto?", le digo. "Tiene sus contactos", me contesta muy misterioso. "?Y si lo detienen los nuestros antes de que lleguen los otros", le digo, "y lo fusilan por traidor, y te llevan a ti por medio?". “¡Yo no me he apartado ni el negro de una uña del cumplimiento de mi deber! ¡Y mi obligación es servir y defender al gobierno constituido, sea el que sea!” "No hables tan alto", le digo, "que te van a oír en la calle del Pozo".

Entonces baja mucho la voz y vuelve a ponerse misterioso. "Hay otra cosa más, que voy a decirte muy en secreto, y que es verdad aunque tú no te la quieras creer. Cuando entren las tropas de Franco, una gran parte del papel moneda emitido por la República será declarado sin valor". "?Cómo no me lo voy a creer", le digo, "si fui yo quien te lo dijo ayer mismo, sin que me lo contara nadie, y tú me llamaste idiota?". Entonces sí que me dio temblor en las piernas, y se me secó la boca, y se me encogió el estómago. Todo lo que yo había ahorrado en casi tres años se iba a quedar en nada, como si abriera mi caja de lata y volcara los billetes en la lumbre y en un momento no me quedaran más que las cenizas. "?Ves cómo a las mujeres no se os puede contar nada?", me dice él. "?Tú te imaginas que yo no estaba al tanto de todo, que no me preocupaba de encontrar a tiempo una solución? No he dicho que se vaya a anular todo el papel moneda: he dicho que una parte, _"una gran parte_". Habrá otra que seguirá valiendo, y que se podrá cambiar en los bancos por una cantidad equivalente del nuevo dinero de curso legal". "?Y cómo va a distinguirse el dinero que vale del que no vale?" Parece que se le nubla otra vez la cara y baja mucho la voz para decirme: "He prometido guardar el secreto y tú ya sabes que ni sometiéndome a tortura se me obligará a traicionar la confianza que se ha depositado en mí". "Así que de eso era de lo que tanto tenías que hablar con Baltasar. Él te ha contado que sabe cuáles billetes valdrán, y cuáles no, y a ti te ha faltado tiempo para creértelo, y ahora vienes a buscar la caja de lata para llevársela a ese tío sinvergüenza y dejarle que mangonee en lo que a mí me ha costado tanto ahorrar". Cerré la puerta del armario, eché la llave y me la guardé en el bolsillo del mandil, y me planté delante de él con los brazos cruzados.