"Parece mentira", me dice él, "parece mentira que tengas tan poco juicio.
?Quieres guardar esos billetes, y que no valgan nada dentro de unos pocos días?". "Lo que no quiero es que nadie me robe lo que es mío y de mis hijos". "Dame la llave", me dice, y se me acerca un poco más, tan alto como el armario. "No me da la gana", le digo. "Dame la llave del armario si no quieres que tengamos un disgusto".
"Como te acerques más empiezo a gritar pidiendo ayuda a los vecinos y armo un escándalo".
– Pero al final se la diste.
– Con un hombre tan grande, que se ponía tan mulo, como para no dársela.
– No se la di porque le tuviera miedo. Abrí yo misma el armario y saqué mi caja de lata porque pensé que a lo mejor tenía razón. Y porque me prometió que no iba a dejar que Baltasar se quedara con los billetes, o se los cambiara por otros. Me dijo que sólo iba a mirar los números, que a Baltasar y a algunos de su cuerda, los del otro lado, para pagarles su ayuda, les habían dicho las series de billetes que seguirían valiendo y las que no. "Pues si quiere mirar los números que venga aquí y que lo haga delante de mí", le dije. "Mujer, eso no puedo hacerlo", dice vuestro padre, "sería tanto como reconocer que he traicionado su confianza".
– Y tú le hiciste caso.
– Y me he arrepentido siempre.
– ¿Os cambió todos los billetes? -Yo no sé lo que hizo. El caso es que vuestro padre volvió con la caja de lata igual de llena, sólo que con algunos billetes mucho más usados, y yo los miraba y los remiraba y me parecía que eran igual de buenos, y como nunca he sabido mucho de cuentas tampoco podía estar segura de si ahora teníamos más o menos dinero. "?Lo ves, cabezona?", me decía vuestro padre, "ahora sí que no tenemos nada de lo que preocuparnos. Pase lo que pase, yo tendré mi puesto y mi paga y tú nuestros ahorros en la caja de lata".
– ¿Y qué hacía Baltasar con los billetes que no iban a valer? -Pues comprar cosas con ellos, pagando lo que fuera, engañando a la gente que le vendía olivares, huertas y casas, lo que fuera, porque todo el mundo estaba tan desquiciado y tan hambriento como nosotros, y algunos querían vender muy rápido todo lo que pudieran para escaparse antes de que llegaran las tropas de Franco. El único que estaba tan tranquilo era vuestro padre. Iba a hacer sus guardias, a poner orden en las colas del racionamiento, a lucir su uniforme, como si no pasara nada. Caía de noche en la cama, tan grande como es, empezaba a roncar y se abría de piernas y a mí me dejaba en el filo, a punto de caerme. Y un día se fue con su uniforme de gala porque era domingo y cuando volví a verlo estaba detrás de una valla de alambre con pinchos entre una nube de presos tan flacos y tan hambrientos como él, que parecían todos más muertos que vivos, tirándose contra la alambrada, mirando con aquellos ojos de fiebre y de miedo que tenían, envueltos en harapos, comiendo en el suelo como animales. Cómo estaría de cambiado que yo miraba entre la gente y no lo conocí ni cuando lo tenía delante de mis ojos. Empezó a hablarme pero los otros prisioneros se aplastaban contra la alambrada y daban gritos a las familias que habían ido a saber algo de ellos, y los soldados moros los apartaban a culatazos. "Ve al banco", me decía él, "cambia los billetes, recuérdale a Baltasar que te firme el aval para que puedan soltarme". Fui al banco con mi caja de lata, me puse en una cola y estuve en ella todo el día, con vuestros hermanos pequeños de la mano, y cuando llegué a la ventanilla y enseñé los billetes el cajero los fue mirando uno por uno sin levantar la cabeza, y yo temblando, con las piernas tan flojas como si fuera a marearme. Y por fin aquel hombre con gafas volvió a poner los billetes en la caja de lata y yo le pregunté: "?Hay alguno que no valga?" "Valer valen todos, señora", me dijo, "pero nada más que para encender el fuego o por si usted quisiera empapelar con ellos su casa".
17
Las cosas tienen un color, una consistencia de ceniza, que se podría disgregar si se tocara como una hoja de papel que ha conservado su forma después de quemarse. La Luna, al aproximarse a ella, era una esfera de ceniza compacta, de áspera piedra pómez, acribillada de cráteres, cruzada por cordilleras de lava congelada con aristas agudas, no suavizadas por ninguna erosión.}Como una playa llena de pisadas}, dijo uno de los astronautas que la miró de cerca, en la órbita lunar del Apolo Viii,}como una playa de arena grisácea}. Un globo de roca y polvo gris inmóvil en medio de una negrura sin estrellas, sin fondo posible. Dónde está el límite del Universo, y qué hay más allá. Sobre el horizonte curvado y demasiado próximo, abrupto como el filo de un abismo más allá del cual sólo hay oscuridad, flota la semiesfera azulada y blanca de la Tierra, solitaria y frágil en mitad de la nada, tan liviana como una mota de polvo irisada por un rayo de sol. He bajado las escaleras en la oscuridad para no despertar a nadie, he cruzado a tientas los portales de la planta baja, a los que llegaba un poco de la claridad de las bombillas en las esquinas de la plaza, listada por las persianas. Mientras yo aguardaba a que se hiciera el silencio Neil Armstrong y Edwin Aldrin han permanecido inmóviles en el interior del módulo lunar, hechizados por la incredulidad de lo que está sucediéndoles, mirando el paisaje exterior por las ventanillas triangulares.
Cuando las patas metálicas y flexionadas como extremidades de un arácnido se posaron sobre la superficie hubo un ligero estremecimiento y se vio el polvo levantarse y caer en oleadas idénticas, flotando demorado en el espacio sin gravedad, cayendo en líneas iguales al no quedar sostenido por la resistencia del aire. El módulo lunar no se ha hundido en una capa impalpable de cien metros de polvo finísimo, según vaticinó aquel astrónomo de la Universidad de Duke: al otro lado de las ventanillas no hay construcciones fantásticas, pirámides de cristal erigidas por viajeros de otros mundos.
Tan sólo la llanura ondulada, la claridad blanca y oblicua que relumbra en el gris de las rocas y perfila las sombras tan nítidamente como si estuvieran esculpidas en pedernal. La sombra alargada del módulo lunar es una silueta negra recortada contra la claridad cegadora del día. Ahora, en la penumbra del interior, iluminado por los números verdosos y las pulsaciones rojas y amarillas del computador, los dos hombres terminan de vestirse para la salida al exterior, sintiendo en sus movimientos la ligereza de una gravedad menguada, mirándose el uno al otro como los testigos únicos de algo que ha de suceder muy rápido y que no les dejará tiempo apenas para detenerse a mirar cuando se encuentren fuera, cuando empiece a contar el cronómetro urgente de sus dos horas únicas de caminata por la Luna, las que permite el depósito de oxígeno adherido como una gran joroba a la espalda del traje espacial. Se ajustan el uno al otro la escafandra, que se cierra con un resorte hermético, y se ven cada uno desde la reclusión y el silencio en el que empiezan a escuchar el rumor del oxígeno, el fluir de los delgados conductos capilares por los que circula el agua fría que mantendrá refrigerada la coraza blanca de plástico y tejidos sintéticos en cuyo interior se mueven con dificultad: las manos torpes, enguantadas, los brazos casi rígidos, extendidos, las miradas ansiosas y los labios que se mueven inaudiblemente detrás de la escafandra. Dos horas y unos pocos minutos y todo habrá terminado. Sólo dos horas al cabo de tantos años, de toda una vida, dos horas medidas segundo a segundo, como los latidos de sus corazones y cada una de las bocanadas de oxígeno que respiren: algo más de ciento cuarenta minutos apurados hasta el extremo en cada una de las tareas que han aprendido de memoria y a las que deberán dedicarse nada más pisen el polvo lunar con sus grandes botas de suelas ralladas. Recoger muestras de polvo, guijarros, fragmentos de rocas, plantar una bandera, instalar un espejo que reflejará un rayo láser enviado desde la Tierra para medir la distancia exacta con la Luna, un sismógrafo que registrará como un estruendo lejano cada una de sus pisadas, un receptor de partículas solares. Tanto tiempo esperando para tener sólo dos horas por delante, dos horas tan urgentes que no les dejarán la quietud necesaria para mirar espaciosamente en torno suyo, para decirse lo increíble, lo que nadie hasta ahora ha podido decir:}Estamos en la Luna, las tenues dunas de polvo en las que se marcan nuestras pisadas habían permanecido inalteradas desde mucho antes de que hubiera seres humanos sobre la Tierra, rudimentarios organismos vivos palpitando en el océano}.
Yo avanzo a tientas, la mano derecha rozando la pared, buscando la puerta del comedor, donde está la televisión, temiendo haber dormido demasiado y llegar ahora demasiado tarde. Así caminaba hasta ayer mismo el vecino Domingo González, escondido en la doble oscuridad de su ceguera y de su casa, oyendo el timbre del teléfono que esta noche ha dejado de sonar. Alguien, el hijo o hermano o padre de alguna de sus víctimas, de alguno de los hombres a los que había mandado a la muerte poniendo su firma al pie de una sentencia, lo había dejado ciego de un tiro de sal en los ojos y le habría prometido que alguna vez iba a volver para matarlo. Y él ha estado esperando todos estos años, y al final quizás ni siquiera ha sido necesario que regresara su verdugo para que la venganza se cumpliera, para que el terror lo empujara a ahorcarse, tanteando en la oscuridad, queriendo huir de los timbrazos del teléfono. El silencio, la oscuridad, el sigilo, constituyen casi una especie de ingravidez. La plaza de San Lorenzo es un lago de silencio y de tiempo suspendido, en la que todo duerme y nada duerme, en la que están apagadas las luces de todas las ventanas salvo las de la habitación en la que Baltasar se muere muy lentamente, recostado frente al televisor, acompañado por la sobrina coja que dormita como un perro. La luz móvil y azulada del televisor enorme de Baltasar se filtra tras los visillos, por la ventana entornada para aliviar el calor de la noche de julio. La futura viuda y opulenta heredera duerme con pleno desahogo en la cama conyugal donde Baltasar no volverá a acostarse, tan ajena a la agonía tediosa de su marido como a la transmisión en directo de la llegada del hombre a la Luna. "Para lunas estoy yo", dice mi abuela que le ha dicho, "con la desgracia tan grande que tengo en esta casa". Tanto le afecta la desgracia, la deja tan exhausta, que cuando cae en la cama se queda dormida aunque ella no quisiera, y dice mi abuela que desde su dormitorio, desde un balcón a otro, puede escuchar cómo retumban los ronquidos de la viuda inminente.