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– A ver si os vais a escurrir y os vais a caer y os hacéis daño -dijo mi abuela, medrosamente asomada al cobertizo donde no había más que la taza del retrete.

– ¿Y si os mojáis y se os corta la digestión? -dijo mi madre.

– Ni que fuéramos a tirarnos de cabeza al mar -mi tío, jovialmente, ya se había situado exactamente debajo de la alcachofa de la ducha, y sujetaba el alambre-. ¿Preparado? Dije que sí, casi pegado a él, en el espacio escaso del cobertizo, y entonces mi tío tiró del alambre, cerrando los ojos, y al principio no pasó nada y volvió a abrirlos. El mecanismo debía de haberse atascado. Mi tío tiró otra vez, con más fuerza, y se quedó con el gancho de alambre en la mano, pero entonces el agua empezó a caer sobre nosotros, fría, en hilos muy finos, como una lluvia desconcertante y gozosa, y mi tío llamó a gritos a mi madre y a mi abuela y abrió la puerta de tablones del cobertizo para que las dos vieran la maravilla de la ducha que caía sobre nosotros y chorreaba en el suelo. Recibíamos el agua con las bocas abiertas y los párpados apretados, como una lluvia benévola que se pudiera manejar a voluntad. Mi tío me hacía cosquillas, me frotaba su trozo áspero de jabón por la cara, me apartaba para recibir él todo el chorro, y mi madre y mi abuela se reían tan escandalosamente al vernos que pronto llamaron la atención de las vecinas en los corrales próximos.

– ¿A qué vienen tantas risas? -Los vecinos, que han puesto una ducha.

– ¡La ducha! -dijo mi tío, a voces-. ¡El gran invento del siglo! El día que me case me daré una gran ducha antes de vestirme de novio…

Entonces, tan bruscamente como había empezado, aquella lluvia suave y fría se interrumpió, y mi tío y yo nos quedamos mirándonos, las caras y el pelo llenos de jabón, los pies chapoteando en agua sucia, junto a la taza del retrete, una o dos gotas escasas, con color de óxido, cayendo despacio de la alcachofa de la ducha.

Ya no volvimos a usarla. Era un trabajo agotador para un recreo tan fugaz: ir sacando uno por uno los cubos de agua del pozo, vaciar el agua en otro cubo, subirlo por la escalera hasta el bidón. Lo intentamos otra vez, pero resultó que el interior del bidón se había cubierto de óxido, y los agujeros de la ducha se cegaban, dejando salir nada más que unos hilos mezquinos, de un color rojizo. El día en que iba a casarse, mi tío se lavó a conciencia en la palangana, como había hecho siempre, a manotazos, en medio del corral. Se fue de viaje de novios a Madrid y al principio me costó mucho acostumbrarme a su ausencia. Él y su novia nos mandaron una postal en la que se veía el estanque del Retiro.

Yo pensaba que el Retiro no era un parque sino el nombre de un mar.

Nuestra casa parecía más silenciosa, más llena de penumbra, sin los pasos de mi tío resonando por las escaleras cuando las subía o las bajaba de dos en dos, sin el estrépito de su moto y el olor a grasa de máquinas y a gasolina y soldadura de su ropa de trabajo. Cuando volvió del viaje de novios me trajo un libro con fotos en blanco y negro de la superficie de la Luna y de las misiones Gemini y Apolo.

– Yo no entiendo de libros -me dijo-, pero en cuanto vi éste en el escaparate pensé que iba a gustarte.

Ya parecía otra persona, regresado de un viaje tan largo, alejándose hacia una vida adulta que para mí era tan extraña como la casa en la que desde entonces iba a vivir con su mujer, pero cuando me dio el libro tuvo un gesto de complicidad hacia mí que me hizo acordarme con gratitud de cuando yo era mucho más pequeño y él me compraba tebeos, o de cuando volvía por la noche, se desnudaba en la oscuridad, se metía en la cama y empezaba a contarme la película que había visto esa noche en el cine.

3

Me he vestido -la camisa, el pantalón largo, las sandalias- y he bajado hacia el mundo de ellos, desde la planta más alta de la casa, donde sólo yo vivo desde que mi tío Pedro se casó. Cruzo la planta en penumbra de los dormitorios de los mayores, en la que también están las vastas cámaras en las que se guarda el grano y en las que se extienden a secar los jamones y las grandes lonchas de tocino envueltos en sal después de la matanza y se alinean las orzas de barro con manjares conservados en aceite: tajadas de lomo, costillas, ristras de chorizos reventones y rojos. Bajo hacia los portales, hacia donde sucede la vida diurna de los adultos y del trabajo, donde está la cocina, la habitación de invierno que llaman el despacho, la cuadra de los mulos, el corral con la parra y el aljibe, con la caseta del retrete. En el corral también está el pozo de donde sacamos el agua salobre que sirve para lavarse y para regar las plantas y dar a los animales, y al fondo del todo las jaulas para los conejos y los pollos, la cuadra más pequeña en la que están los cerdos y alguno de los becerros que cría mi padre. En esa cuadra, olorosa de estiércol, hay un rincón mullido de paja en el que ponen sus huevos las gallinas y en el que se sientan a veces con ademán augusto para empollar. Antes de cenar me mandan a ver si hay huevos recién puestos, y yo voy a la cuadra que hay al fondo del corral y me quedo un rato inmóvil hasta que mis ojos se habitúan a la sombra. Muge el becerro, el cerdo gruñe y hoza en su pocilga, algún ratón furtivo se desliza entre los montones de leña de olivo, y en el rincón, sobre la paja caliente, una de las gallinas acaba de depositar un huevo, un huevo de cáscara rubia, grande, con su forma tan precisa como una elipse planetaria. Cuando lo tomo con mucho cuidado entre mis dedos y luego lo cobijo en la palma de mi mano el huevo está caliente, tiene una temperatura ligeramente superior a la de mi piel, casi con un punto de fiebre.

– ¿Dónde te habías metido? -dice ahora mi madre-. Tu abuelo estaba harto de llamarte.

– Estaría mirando por el balcón para ver en el cielo a esos extranjeros que dicen que van a subir a la Luna -dice mi abuela-. Ahora que es de día y la Luna no se ve, ¿cómo encuentran el camino? -Cómo lo van a encontrar, pues con esos aparatos que llevan -dice mi madre, que se fija mucho en las películas y ha visto en el cine algunas de astronautas-. Son gente muy lista, que ha hecho muchos estudios.

Mi madre y mi abuela cosen en la cocina, cerca de la puerta entornada, por donde entra un poco de aire fresco del corral. La una frente a la otra, sentadas en dos sillas bajas, inclinadas hacia la costura en la que relumbra la claridad exterior, filtrada por el dosel de ramas y hojas de la parra.

Desde una cierta distancia parece que madre e hija se inclinan la una hacia la otra para mantener una conversación en voz baja, llena de complicidades y secretos. Siempre tienen algo en lo que ocupar sus manos cuando no están cocinando o lavando o tendiendo las camas: zurcen calcetines, repasan cuellos de camisas, cortan tela de prendas demasiado usadas para darle otros fines, para seguir aprovechando cada cosa hasta que casi se deshaga. Así miden, cortan, discuten sobre patrones, sobre estrategias ínfimas para coser mejor los bajos de un pantalón y que no se note lo gastado que está, sobre una camiseta demasiado vieja para seguir remendándola que aprovecharán para trapo de cocina, sobre el gran lienzo blanco que acaban de comprar y no saben todavía si van a convertirlo en sábana bordada o en un surtido de calzoncillos humillantes para los tres varones que quedamos en la casa, mi abuelo, mi padre y yo.

Mientras cosen escuchan novelas y anuncios en la radio, programas de discos dedicados o consejos sentimentales. Escuchan un serial que se titula}Simplemente María} y se les humedecen los ojos en los momentos de más drama y de mayor desgarro amoroso, pero del ensimismamiento novelesco pasan sin transición a sus preocupaciones de orden práctico, y mueven la cabeza con los ojos fijos en la costura como descartando la pasajera debilidad que las ha llevado a acongojarse por los infortunios de gente que no existe. Escuchan, casi al final de la tarde, cuando el calor se apacigua porque ya no da el sol en el corral y comienza sobre los tejados el vuelo cruzado y vertiginoso de los vencejos, el consultorio sentimental de una señora de voz severa y afirmaciones imperiosas que dice llamarse Elena Francis, a la que le prestan más atención que a los personajes de las novelas, porque, a diferencia de ellos, están convencidas de que Elena Francis existe de verdad, y dedica su vida a leer las cartas que le escriben mujeres atribuladas, y cada tarde se pone unas gafas como de abogada o de maestra y lee respuestas en las que siempre hay una mezcla de comprensión bondadosa y de amenazante seriedad moral, con la que ellas -mi madre y mi abuela- están plenamente de acuerdo.

– Cállate, que ahora vienen los consejos.

– A ver qué le contesta a esa tunanta que se quiere ir con un casado.

– Mujer, tunanta no, que ella se ve que lo quería -mi madre es más indulgente con las debilidades amorosas, porque le recuerdan las películas que le gustan tanto-. Qué culpa tiene la pobre, si él no le había dicho que tenía otra familia.

Cada tarde, en la radio, la señora Francis emprende una cruzada moral inflexible, reprendiendo sin miramiento -aunque no sin una cierta clemencia maternal- a todas las alocadas y confundidas que le escriben, a las madres solteras, a las embarazadas de un hombre que no es su marido, a las que le confían la tentación de ceder a las insinuaciones de un vecino o un compañero de trabajo, a las que le piden consejo porque viven solas y van cumpliendo años en un pueblo y alimentan el sueño de irse a vivir a la capital.