La ventana del comedor está justo enfrente de la lámpara encendida en la esquina de la calle del Pozo: cuando empujo la puerta hay un cuadrilátero de luz recortado sobre las baldosas, y se escucha el mecanismo del reloj de pared al que mi abuelo le dio cuerda antes de acostarse. La claridad que entra por la ventana es la de la bombilla de la esquina y también la de la Luna en la que ya se ha posado la nave Eagle. Sin dar la luz enciendo el televisor: hay primero una nebulosa de puntos grises, negros, blancos, cruzando la pantalla, como sucede a veces cuando se corta la emisión, un crepitar como de lija, de rumores estáticos. Quizás se ha perdido la imagen, o no han funcionado las cámaras del módulo lunar, o ha ocurrido alguna de las desgracias que imaginaban los científicos y los proveedores de augurios: una radiación solar cegadora ha fulminado a los astronautas nada más asomarse a la intemperie de la Luna, una lluvia de meteoritos ha acabado con ellos. Entonces el granizado de puntos grises, blancos y negros empieza a disiparse, o más bien parece que se condensa en imágenes muy borrosas, en sombras o espectros blancos que acaban cobrando la forma extraña y reconocible del módulo lunar: las patas metálicas, la escalera, la plataforma sobre la que se levanta el poliedro confuso con ángulos irregulares y brillos como de papel de plata en cuyo interior los astronautas quizás aguardan el momento preciso de abrir la escotilla, la orden de salida que ha de llegar desde la Tierra. Es un aparato no menos extraño que la esfera antigravitatoria de Wells o que la bala hueca y gigante de cañón de los viajeros de Julio Verne. Parece hecho de cualquier manera, con materiales demasiado livianos, para reducir el peso al máximo, una yuxtaposición de partes que no acaban de encajar entre sí, las patas largas de crustáceo o de arácnido, tan frágiles que parece que un aterrizaje brusco podría romperlas, el cuerpo poliédrico forrado de una lámina dorada de aluminio, la escalera metálica, las ventanillas triangulares.
?Por qué triangulares, y no redondas, como ojos de buey? Voces nasales dicen excitadamente en inglés algo que no entiendo: voces metálicas de transmisiones de radio medio ahogadas por sonidos estáticos, por un fragor de lejanía que desciende luego a un murmullo y por fin se desvanece en silencio. No escucho nada ahora, y aunque giro la rueda del volumen las vagas imágenes y fulguraciones grises se deslizan en la pantalla acompañadas por ningún sonido. Un brazo metálico se extendió automáticamente cuando el módulo lunar se posó sobre el polvo y en su extremo estaba la cámara de televisión que transmite ahora mismo estas imágenes. Formas vagas, difíciles de discernir, las patas del módulo, la escalera, de un aire tan inseguro como el del propio vehículo espacial, con sus paredes de aluminio tan delgadas que un meteorito del tamaño de una almendra podría atravesarlas. Mientras aguardaban, antes de vestirse los trajes espaciales y las escafandras, Armstrong y Aldrin oían un repiqueteo tenue de algo que chocaba contra el exterior del módulo, como arañazos, como gotas de llovizna: eran las partículas infinitesimales, llegadas del espacio, los granos de asteroides que puntean el polvo de la Luna como las patas de los insectos y de los pájaros la arena fina de una playa en la Tierra. Algo se mueve ahora, gris más claro y casi blanco en medio de la grisura, sobre la línea nítida que separa la superficie de la Luna de la oscuridad del fondo. Algo se mueve, alguien, flota, como en un acuario, una joroba grande que parece no pesar, una escafandra, unas piernas torpes que tantean los peldaños de la escalera metálica. Como alguien que baja cautelosamente por la escalerilla de una piscina y tantea el agua, no se atreve a arrojarse a ella, pero es impulsado de nuevo hacia arriba, sin peso, como si el traje estuviera hinchado por un gas más ligero que el aire.
Un peldaño tras otro, despacio, y por fin el último, un salto ligero, y la figura salta y se eleva, se queda instantáneamente suspendida, ingrávida, más bien torpe, las botas tan gruesas, los brazos extendidos, el cuerpo entero oscilando, de un lado a otro, como en una danza pueril. La luz gris que llega a través del televisor desde la Luna ilumina mi cara en la habitación en penumbra. Siento como si todavía no hubiera despertado del todo, como si soñara que me he despertado en mi cuarto del último piso, que he bajado con cautela los peldaños para no despertar a mis padres o a mis abuelos, que caen cada noche en el sueño como piedras al fondo de un pozo. Con una mano enguantada y torpe he abierto la escotilla, he mirado hacia el exterior y me ha sobrecogido la desnudez mineral de un paisaje en el que la luz solar resalta con la misma precisión inflexible las cosas más cercanas y la línea del horizonte. Pero mis ojos no saben distinguir lo que está cerca de lo que está lejos: las pupilas humanas están adiestradas para mirar las cosas a través del velo del aire, no en esta cruda amplitud en la que no hay una atmósfera que mitigue perfiles, que atenúe distancias. Me he dado la vuelta para que las piernas salgan primero, sujetándome tan fuerte como puedo a las barras que hay a los lados de la escotilla, he extendido una pierna en el vacío, notando la falta de peso, he tanteado con el pie hasta encontrar el metal del primer peldaño, y al apoyarme en él mi cuerpo entero ha sido impulsado hacia arriba. El otro, mi compañero, el que bajará después que yo, me está mirando, de pie en el interior del módulo, en la penumbra amarillenta y verdosa: por un momento nuestros ojos se encuentran, y de golpe distingo en los suyos, cuando ya tanteo con el otro pie para descender un peldaño más, una expresión rara, que me inquieta, como si ese hombre junto al que estoy solo sobre la superficie de la Luna fuera, durante unos segundos al menos, mi peor enemigo. Tardo en darme cuenta de que lo que hay en sus ojos es una envidia del todo terrenal, un aire de ansiedad y de decepción. Quizás el oxígeno demasiado puro que estoy respirando me da un exceso de lucidez que roza casi el delirio, igual que acelera los latidos de mi corazón, pero durante un segundo lo que siento no es que voy a pisar la Luna dentro de un instante y que para pisarla he tenido que viajar casi cuatrocientos mil kilómetros desde la Tierra: lo que siento, lo único que veo, es esa expresión en los ojos de mi compañero, detrás de la escafandra, la mirada que se detiene en mí como si mi sola existencia fuera una afrenta mientras la conciencia que hay oculta tras ella y que relumbra en las pupilas está preguntándose}por qué él y no yo, por qué yo no soy el primer hombre que pisa la Luna}. Los sensores adheridos con esparadrapos a la piel registran los latidos del corazón, la presión sanguínea, el grado en el que se dilatan y se contraen los pulmones, pero no esa mirada, ni tampoco el vértigo ligero del descenso gradual en cada peldaño, ni la sensación de que no soy yo quien está viendo lo que ven mis ojos, de que no estoy del todo despierto aunque esté menos dormido que nunca en mi vida.
Ahora el pie derecho baja y no encuentra nada, se mueve en el vacío, en la distancia que separa el último peldaño de la superficie de la Luna.
Ese último impulso para saltar hacia abajo da casi tanto miedo como el primer salto en un paracaídas, como esos segundos de pánico y caída libre en los que el paracaídas no se ha abierto y no parece que exista ninguna posibilidad de que vaya a abrirse. Cierra los ojos, respira hondo el oxígeno puro con olor a plástico que te embriaga ligeramente el cerebro, que dispara a una velocidad inusitada las conexiones neuronales. Salta como un buzo en el fondo del mar, sobre la arena removida, como un simio, muévete ingrávido y acompañado por el retumbar de un latido próximo como un feto flotando en el líquido amniótico. Esas pisadas que descubres en un instante de aturdimiento sobre el polvo lunar son las que tú has dejado ahora mismo: esa luz de cine en blanco y negro y ese silencio de película muda son los que has visto en los sueños. Al cabo de unos segundos, cuando la pupila se ajusta a la claridad excesiva, la superficie de la Luna adquiere un tono casi rosa pálido, casi pardo, que se acentúa según el sol está más alto. Ni en la memoria consciente ni en los sueños rescatarás nunca los matices exactos de la luz sobre las rocas lunares, y cada fotografía que mires será una decepción. Pero tal vez estás viviendo un principio de alucinación, como el principio de vértigo que provoca cada paso, porque el cuerpo entero sale propulsado hacia delante al emplear los músculos instintivamente la misma fuerza necesaria para caminar sobre la Tierra: aquí tu peso es seis veces menor, pero la masa de tu cuerpo es la misma, de modo que si no calculas bien el impulso de un salto puedes caer hacia delante. A cada paso sientes las suelas de las botas hundiéndose ligeramente en el polvo, debajo del cual se perciben las rugosidades y las aristas de las rocas. El horizonte demasiado cercano y el cielo tan oscuro alteran el sentido de la orientación al confundir las distancias. Y en la intensa negrura la Tierra es un globo de cristal velado a medias por la sombra, resplandeciendo con una luminosidad azulada, con irisaciones de diamante, una esfera remota y a la vez tan nítida en los pormenores de los continentes y los océanos y las espirales de las nubes que te da la impresión de que podrías cogerla si dieras uno de esos saltos que permite tu nueva ligereza y extendieras las manos.