En el silencio tan profundo me han sobresaltado los golpes lentos del reloj que daba las cuatro de la madrugada. La vibración pesada del metal permanece en el aire. Las campanadas de la hora me devuelven la conciencia del lugar donde estoy, sentado sobre un duro canapé en una habitación casi a oscuras, junto a una ventana por la que entra la luz turbia de la bombilla de la esquina y también la que reflejan los océanos de rocas y polvo de la Luna, en una casa sumergida en la quietud silenciosa de la noche de julio, la quietud poblada de rumores, de cantos de grillos, de aleteos de gallinas que se agitan en sueño, de mordeduras de carcoma en el interior de las vigas demasiado viejas y de ratones que merodean por los graneros donde se almacena el trigo y los desvanes en los que están guardados los muebles viejos y las herramientas oxidadas, los baúles cerrados como ataúdes en los que las polillas se alimentan de las ropas de los muertos. Dentro de no más de quince años habrá vuelos tripulados a Marte. Antes de finales de siglo se habrán construido bases permanentes en la Luna, laboratorios, ciudades enteras bajo inmensas cúpulas de vidrio. Ahora es Buzz Aldrin quien baja por la escalerilla del módulo lunar, quien da un salto desde el último peldaño y flota como un muñeco en el vacío. Qué será de mí cuando el verano termine y tenga que volver al colegio, cuando el padre Peter se me acerque y me pregunte si no me apetece confesarme, cuando esté sentado en una banca y el Padre Director golpee la mesa con el resorte del bolígrafo invertido. Dónde estaré yo y cómo seré cuando la primera nave tripulada se pose sobre una llanura rojiza de Marte, después de un viaje de dos años a través del espacio. Los dos hombres saltan, como a cámara lenta, con un aire pueril de diversión, como niños que chapotearan en un charco. Las huellas muy rehundidas se marcan sobre el polvo de la Luna, esculpidas por las sombras oblicuas, como impresas en arcilla. El viento infinitesimal de los micrometeoritos tardará varios millones de años en borrarlas. Despliegan algo, una bandera, las barras y las estrellas muy borrosas en el granulado de la imagen, pero parece que no logran hincar el mástil, y cuando se separan de ella para hacer un saludo inmediatamente tienen que volver a clavarla. Cuántos minutos quedan, cuántas pisadas, cuánto oxígeno en los depósitos, cuántas tareas por cumplir.
Algo más de dos horas caminando sobre la Luna y luego una vida entera para recordar, para ir olvidando, para vivir con una añoranza permanente, una íntima sensación de disgusto y de fraude. Pero aún no ha terminado el viaje ni ha desaparecido el peligro.
Se quitarán las escafandras, las botas, los trajes como corazas, se tumbarán a dormir en el suelo, porque en el vehículo Eagle no hay sillones anatómicos ni literas, para aprovechar al máximo el espacio, para aligerar lo más posible el peso. A pesar del agotamiento les costará dormirse y tendrán que tomar un somnífero, y cuando los despierten desde el centro de operaciones en la Tierra volverán a asomarse con la misma incredulidad y tal vez con una anticipación de nostalgia al paisaje muerto que ya no van a pisar nunca más en sus vidas. Oigo un ruido ahora, unos pasos que hacen crujir el techo sobre mi cabeza. Falta todavía mucho para el amanecer pero mi padre ya está levantándose para ir al mercado. Le gusta mucho levantarse cuando aún es de noche, sobre todo en verano, dice que le parece que las calles están recién abiertas y el aire más fresco y más saludable porque todavía no lo ha respirado nadie. Se mueve con cuidado por el dormitorio, para no despertar a mi madre, buscando la ropa que él llama de ir a vender, la de presentarse impecable y limpio ante sus parroquianas, el pantalón que dejó bien doblado sobre los barrotes a los pies de la cama, la camisa blanca sobre la que se pondrá al llegar al mercado su chaqueta todavía más blanca de vendedor. No quiero que me encuentre despierto, no porque tema que se enfade conmigo, sino por una mezcla rara de incomodidad y timidez, porque me da vergüenza que baje y me vea sentado a oscuras frente al televisor, a esta hora de la madrugada, un indicio más de la rareza que él no quisiera ver en mí pero de la que sin duda otros le advierten. Cuando oigo sus pasos en la escalera apago el televisor, me tiendo en el sofá, con los ojos cerrados, para hacerme el dormido. Pero no va a entrar en el comedor: irá primero al corral, a examinar el cielo y a mear sonoramente. Sacará un cubo de agua del pozo, lo volcará sobre la palangana y se lavará a grandes manotadas la cara y el torso, disfrutando del frescor del agua y de la tibieza del aire, fragante con los olores de la parra y de las macetas de geranio y jazmín. Se afeitará luego en la cocina, delante del espejo roto que cuelga de un clavo en la pared.
Lo oigo pasar cerca de mí, por el portal, al otro lado de la puerta cerrada del comedor, y aprieto los párpados, como si no ser visto por él dependiera de lo bien cerrados que tengo los ojos. Sobre el empedrado del portal resuenan los tacones de sus zapatos de ir a vender, que cambiará escrupulosamente por unas alpargatas de lona cuando vuelva del mercado a mediodía y se disponga a ir a la huerta.
Me parece que murmura algo, que suspira, un hombre solo que se dice algo a sí mismo en voz baja en la casa donde no imagina que haya alguien despierto. Cómo serán los sueños que recuerda mi padre, sus imaginaciones sobre el porvenir. Qué lugar ocuparé yo en su conciencia, ahora que él se va difuminando en la mía, igual que se debilita el sonido de sus pasos cuando se aleja por la esquina de la plaza de San Lorenzo, camino del mercado.
Los párpados que apreté con un esfuerzo de la voluntad ahora me pesan sobre los globos oculares. Los mantendré cerrados un momento, y cuando esté bien seguro de que ya no suenan los pasos de mi padre me levantaré del duro canapé para encender de nuevo el televisor. Un instante después me sobresalta el roce de una mano que se ha posado en mi hombro. Abro los ojos, y el comedor que hace un momento permanecía en penumbra está inundado por el sol de la mañana de verano, y mi abuela me mira desde arriba con aire de guasa.
– Hijo mío, lo último que nos faltaba era que te volvieras sonámbulo.
18
Está empezando a amanecer cuando doblo la esquina y llego a la plaza, dejando a mi espalda la Casa de las Torres. En el cielo liso, azul marino, todavía no tocado por la primera claridad que se insinúa como una línea de niebla violeta al fondo del callejón que da al este, hacia los campanarios de Santa María, la única estrella bien visible todavía es Venus, muy cerca de la luna llena. Pero Venus no es una estrella, sino un planeta, dice mi voz impertinente, quizás oscurecida por el frío ligeramente húmedo del amanecer, mi voz que quiere explicarlo todo y está adiestrada no para hablar con nadie sino para actuar como mi compañía solitaria, la voz de mi conciencia. La Luna ha perdido consistencia y volumen y ahora es un disco plano y translúcido como una oblea a punto de disolverse en el azul más claro del día. Pero todavía no, todavía parece que ha acabado la noche y no comienza la mañana, que el tiempo se ha inmovilizado en esta perfección de silencio, de claridad indecisa entre el gris y el azul. En los callejones empedrados y desiertos por los que he venido la noche perduraba densa en el interior de las casas, en los zaguanes y las bodegas, en los dormitorios donde postigos y cortinas mantienen una oscuridad estancada de respiraciones, de sábanas recalentadas y de cuerpos sumergidos todavía en lo más profundo del sueño. Detrás de los balcones tan herméticamente cerrados parece que no viviera nadie: que los últimos habitantes aseguraron postigos y cerrojos antes de irse para siempre.
Es tan temprano que ni siquiera se han levantado todavía los hombres más madrugadores, los que se ponen en la oscuridad los pantalones de pana, las camisas blancas y las alpargatas y bajan a las cuadras para aparejar los mulos antes de salir hacia el campo, de modo que se adelanten a la luz del día y al calor y cuando el sol empiece a estar alto ellos ya hayan terminado con sus tareas más agotadoras. La hora de la fresca, la de regar en las huertas, la de recoger los frutos más tiernos, para que el calor no los reblandezca y se dañen fácilmente. Pero no hay nadie levantado todavía, no hay en ninguna ventana esa turbia luz eléctrica que ilumina a los madrugadores extremos o a los que se han levantado en medio de la noche para preparar la medicina de un enfermo o calentar el biberón de un niño. Habré venido caminando por la calle de la Luna y del Sol, que parece más larga porque tiene una curvatura medieval de ballesta y no se ve su final sino cuando uno ya ha llegado a la última esquina. En una enciclopedia de la biblioteca pública he leído que en las ciudades medievales las calles se trazaban estrechas y en curva para evitar las rachas directas del viento y como precaución contra el avance de un posible invasor, que no podría saber lo que iba a encontrarse unos pasos más allá. De la biblioteca pública, que está en la plaza que llaman de los Caídos, donde hay un ángel de mármol que levanta del suelo a un héroe muerto o moribundo, vuelvo en invierno cuando ya es noche cerrada, y en verano cuando el cielo está claro todavía pero ya apuntan las primeras estrellas y los vencejos y los murciélagos cruzan el aire rosado en sus cacerías de insectos. Vuelvo de la biblioteca con uno o dos libros bajo el brazo, que leeré y devolveré en unos pocos días, agradecido siempre del don inexplicable de que los libros no se acaben nunca y no me cuesten nada, siempre disponibles para el capricho de mi curiosidad y para mi gula de palabras impresas. Hasta hace poco sólo retiraba novelas. Julio Verne, Conan Doyle, Salgari, Mark Twain, H.