G. Wells. Era el Hombre Invisible y el Viajero en el Tiempo, el capitán Nemo en el Nautilus y Robinson Crusoe en su isla desierta y el ingeniero Barbicane en la bala de cañón disparada hacia la Luna. Era Tom Sawyer y me desleía en la emoción sentimental y erótica de haber conquistado a la rubia Becky Thatcher.
Era Tom Sawyer y me escapaba con mis amigos a jugar a piratas y a náufragos en una isla en el centro de un gran río y encontraba un tesoro. Era Jim Hawkins y espiaba escondido en un barril de manzanas las maquinaciones de John Silver y era Huck Finn y me daban por muerto mientras yo me dejaba llevar en una balsa por la corriente inmensa del Mississippi como un joven proscrito que presta ayuda a un esclavo fugitivo. Era Espartaco en una novela de un autor desconocido para mí que se llamaba Howard Fast y me encontraba una noche abrazado a una mujer desnuda junto al resplandor de una hoguera. Al recordar con la viveza de una alucinación esa escena una noche agobiante de calor e insomnio del mes de julio noté por primera vez que de la cosa endurecida e hinchada que yo frotaba, sacudía, estrujaba con una mano sudada y muy torpe, brotaba de golpe un chorro cálido de algo que despedía un olor tan intenso, tan escandaloso, como el relámpago de gusto en el que me pareció que me desvanecía. Temí que la ira de Dios me hubiera fulminado con un rayo invisible en la oscuridad de mi cuarto. No sabía si aquel instantáneo desvanecimiento que me traspasaba las ingles era la flecha del paraíso supremo o el rayo del castigo de Dios, si me iba a morir mientras me derramaba como un joven libertino destinado al Infierno o si estaba encontrando en lo más secreto y lo más desconocido de mí mismo el gran secreto de mi vida futura. "A Dios no se le oculta nada", decía el Padre Director, "ni en las tinieblas más profundas, ni en lo más cerrado del pensamiento". A partir de esa noche los libros castos de Verne y Wells perdieron parte de su lustre.
Veía en el cine de verano a las esclavas que mostraban los muslos por una hendidura de la túnica en las películas de gladiadores y me excitaba tanto que temía que iba a eyacular y que la gente de los asientos cercanos iba a percibir el olor denso del semen. Me corría por la noche en mi cuarto del último piso y cuando despertaba por la mañana tenía la sensación de que el olor duraba todavía y se había extendido por toda la casa.
Innumerables veces fui Sinuhé y me volví enfermo de deseo acariciando el vientre y los pechos desnudos tras una túnica de gasa y la cabeza afeitada de la ramera o sacerdotisa egipcia Nefernefer. Igual que los grillos producen su canto rozándose los élitros yo aprendí a administrarme un placer siempre renovado y siempre disponible rozando con mi mano la parte de mi cuerpo que desde que era muy niño se había hinchado sin explicación ni consecuencias cada vez que veía de cerca el escote de una mujer, sus piernas desnudas. Como un grillo inexperto en la jaula de mi cuarto o en la del retrete me consagraba al aprendizaje del roce de mis élitros, como un niño que repite una y otra vez la misma frase escolar en el teclado de un piano. En los sueños puntuales de cada noche un cuerpo femenino era durante unos segundos tan cálido y tangible como el semen que brotaba sin la intervención de mi mano ni de mi voluntad. No había cara joven de mujer en la que yo no buscara el instante una emoción que tenía algo de reconocimiento. Veía una cara que me gustaba mucho y quería atesorarla intacta en la memoria y hacerla visible a voluntad en mi imaginación, pero la olvidaba siempre. En el cine, o durante la lectura de un pasaje erótico de un libro, la imaginación enfebrecida, el organismo inundado de hormonas masculinas, envolvían la realidad en una luz turbia y aceitosa de sueño. Como en esos cuadros de harenes orientales que venían en las láminas de algunos libros de arte de la biblioteca, mujeres desnudas, carnosas y ofrecidas me rodeaban entre nubes de vapor en el espacio mísero del retrete, protegido por un trozo de cuerda atado a una alcayata de la irrupción acusadora de los adultos, o de la de mi hermana, que andaba siempre espiando por la periferia de mis actividades solitarias.
Poco a poco, sin embargo, he dejado de leer novelas. Quizás se me ha indigestado su abundancia o he leído demasiadas veces las que más me gustaban. He dejado casi de leer novelas al mismo tiempo que dejaba de ir a misa todos los domingos, de confesar mis pecados y de escuchar los consejos del padre Peter. Los viajes que busco en los libros ya no son inventados. Leo el relato del viaje de Darwin en el Beagle y no el de los hijos del capitán Grant, las exploraciones africanas de Stanley y las de Burton y Speke y no las de los aeronautas de Julio Verne en}Cinco semanas en globo}. Devoro libros sobre la llegada de Amundsen al Polo Sur y del almirante Peary al Polo Norte, y ya no puedo releer sin una cierta sensación de embarazo o ridículo}De la Tierra a la Luna} o}Los primeros hombres en la Luna} desde que leo en las revistas de la biblioteca o en las que encuentro en casa de mi tía Lola las informaciones que tratan sobre el proyecto Apolo. Las precisiones limpias de la ciencia, las fotografías y los dibujos en los libros de Astronomía, de Zoología o de Botánica, actúan sobre mi conciencia como un aire puro y helado que limpia los pulmones y disipa los vapores sombríos y las áridas abstracciones de la religión que nos inculcan los curas del colegio. No hay monstruo del espacio exterior que sea más fantástico ni más aterrador que una simple mosca casera o una hormiga miradas con una lupa de unos pocos aumentos. La explosión innumerable de la vida atestiguada por los fósiles del período cámbrico, hace quinientos millones de años, es una historia mucho más alucinante que la creación del mundo en seis días por un Dios al que uno se imagina tan inescrutable y tan iracundo como el Padre Director o como el generalísimo Franco. Me desvelo por las noches leyendo sobre las vidas de las hormigas y de las abejas y en dos o tres días estoy de vuelta en la biblioteca buscando otro libro, quizás de Astronomía, y vuelvo a casa al anochecer por la calle de la Luna y del Sol impaciente por empezar la lectura, intentando avariciosamente adelantarla bajo las pobres bombillas de las esquinas. La calle se llama así porque hay en ella una casa antigua que tiene una luna en cuarto menguante y un sol esculpidos en piedra arenisca a los dos lados del dintel. La Luna está de perfil, con las puntas tan afiladas como los cuernos de un toro, con la nariz puntiaguda y el ceño fruncido.
El Sol, de frente, tiene mofletes redondos y una sonrisa benévola, y una corona de rayos que son como los rizos de una melena y de una barba que circundan su cara de pan. Al Sol le llaman Lorenzo, y a la Luna Catalina. Pero la media luz que hay ahora no es de crepúsculo, sino de amanecer.
Mis pasos habrán resonado sin que yo reparase en ellos. He avanzado sin esfuerzo, sin sentir que pesaba, casi con la ligereza de un astronauta. Mis pasos no se habrían oído si hubiera caminado sobre la superficie de la Luna: a diferencia del empedrado de la calle de la Luna y del Sol y de la plaza de San Lorenzo, mis huellas habrían quedado impresas en el polvo lunar, talladas en él como las tenues pisadas de un pájaro de hace cien millones de años o como las nervaduras de una hoja en un suelo pantanoso que se fue fosilizando a lo largo de milenios. Camino sin esfuerzo, pesando a penas, pero noto dentro de mí un cansancio muy grande, que tiene algo de abatimiento moral. No vuelvo de la biblioteca pública: no llevo ningún libro bajo el brazo. Tampoco llevo una bolsa de viaje, y en cualquier caso éste no es el camino desde la estación de autobuses. Doblo la última esquina y la plaza de San Lorenzo aparece delante de mí, mi casa al fondo, azulada en los primeros minutos del amanecer. No hará mucho rato que mi padre ha salido camino del mercado.
Si yo hubiera venido un poco antes, cuando todavía duraba la noche indudable, habría podido encontrarme con él.